Domingo, 7 de agosto de 2011 | Hoy
Tras los pasos de Sándor Márai, llega el momento de rescatar la obra del húngaro Ernö Szép, un escritor de duras y escasas palabras y de un áspero sentimentalismo.
Por Martin Kasañetz
Se suele afirmar que cuanto peor es la vida de un escritor, mejor es su literatura. Desde autores como Dostoievski y Kafka o Rimbaud, ejemplos sobran. Además, las dificultades van acompañadas, en ocasiones, de una asombrosa sensibilidad, por la cual el artista percibe aquello que lo rodea. Ernö Szép nació en Huszt, en 1884, con diecinueve años comenzó su carrera periodística en Budapest y publicó sus primeros poemas con cierto éxito. En poco tiempo sus trabajos como dramaturgo, poeta y novelista lo hicieron muy popular. Luego comenzaría su debacle. Durante la Primera Guerra Mundial trabajó como enfermero y corresponsal de guerra. Más tarde, por ser judío de origen, en 1944 fue detenido y obligado a realizar trabajos “de esclavos”, como relató en El olor de los humanos. Sobrevivió a la guerra pero vivió el resto de su vida sumido en la pobreza. Tras la liberación de Hungría, Szép cayó en el olvido y murió sin ningún tipo de reconocimiento. Hoy es considerado uno de los padres de la literatura húngara moderna. Sus influencias se encuentran en diversos escritores, como en el cruce de géneros que encontramos en la madurez de Miklós Szentkuthy o en la sentimentalidad compleja de Sándor Márai de El último encuentro o Confesiones de un burgués.
La manzana de Adán es un monólogo reflexivo del personaje principal de esta novela –posible alter ego de Szép–, un dramaturgo y periodista que durante cuarenta y tres noches escribe sobre su propia vida, analizando minuciosamente el paso del tiempo sobre su cuerpo, su pasado, la relación con su padre y sus vínculos amorosos. Al cumplir cuarenta y seis años, el espejo le demuestra algo que nunca había estado ahí, ese “nudo cartilaginoso en el cuello”, la manzana de Adán, que los hombres maduros tienen y que llama su atención obligándolo a una profunda introspección.
Szép escribe utilizando una economía de palabras que lo vuelve extremadamente sutil. Es un escritor de pocas pero justas palabras.
Esta novela está teñida por un clima social de carencias y de pesimismo histórico propio de un período entre guerras, plagado de desesperación, volviéndola un relato sombrío, con un tono de decepción constante ante el futuro. Curiosamente –o para contrarrestar– este clima no escapa al amor, siendo éste también uno de los temas troncales de la novela.
Con cada una de sus entregas periodísticas este hombre intenta cubrir alguna deuda para luego generar nuevas. Mientras escribe una obra de teatro que debe entregar con urgencia en ese ambiente sofocante, comienza dos relaciones simultáneas con dos mujeres muy diferentes entre sí. La primera de ellas casada y de la alta sociedad, que conoce en una de las cenas a las que es frecuentemente invitado –y por las que genera novedosas ideas para remendar su vestuario, intentando ocultar sus graves problemas económicos–. Esta mujer experimentada logra deslumbrarlo por su belleza y por su elegancia. Con ella mantiene diálogos agudos sobre la alta sociedad mientras comparte encuentros programados en su casa. Por otro lado está Iboly –el nombre de la Violeta, la flor de la primavera– joven, estudiante de teatro, bella sin llegar a ser llamativa pero, sobre todo, pobre. Esta muchacha despertará en él una suma de sentimientos que por un lado lo rejuvenecerán –gracias a la inocencia de la joven– y por el otro marcarán su amplia diferencia de edad, haciéndolo sentir más viejo de lo que realmente es.
La manzana de Adán propone una autopsia en vida a través de la sensibilidad de un hombre, analizando cada detalle íntimo, por momentos con humor y otros con cruel lucidez. Una sesión de diván completa sobre el estudio subjetivo del alma que abre una ventana a la conflictividad humana, según uno de los mejores autores secretos de la literatura testimonial centroeuropea.
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