Domingo, 4 de marzo de 2012 | Hoy
El jueves pasado se suicidó en Salta el poeta cordobés Vicente Luy. Tenía 50 años y llevaba editados casi una decena de libros. Luego de dilapidar una herencia familiar, había pasado una temporada internado en el Borda y últimamente sobrevivía con una pensión mensual. Francotirador literario, conocido por sus polémicas públicas, su poesía vitalista y contundente marcó a una generación de poetas de Córdoba y comenzaba a ser conocida fuera de la provincia. Aquí, el retrato de un poeta que se volvió inolvidable para quienes lo conocieron y leyeron. Y aún pueden leerlo.
Por Martín Pérez
Ni más lúcido ni en contacto, sino el desinterés cósmico. Eso es lo que Vicente Luy escribió haber sentido mientras empezaba a dormirse, después de una sobredosis de pastillas. El mismo desinterés cósmico que sus amigos y conocidos sufrieron en carne propia cuando el jueves pasado se enteraron de la noticia de un suicidio tan anunciado, que confiaban que nunca sucedería. “Fui a pare de sufrir/ y me dijeron que vuelva en mayo/. Si llega a ser un gag, es mi regalo para vos”, le escribió al periodista Emanuel Rodríguez apenas unos días antes del desenlace fatal. Pero hace años que Luy enviaba mensajes de ese tenor a sus amigos, contando que había comido ensaladas con plantas venenosas pero no le había pasado nada, o que se quedaba mirando un edificio alto pero no se animaba. Paródicos e inquietantes al mismo tiempo, esos correos bien podrían haber sido textos hermanos del poema suicida incluido en ¡Qué campo ni campo! (2008), publicado después de haberse internado en el Borda, y cuando hacía tiempo que se le había terminado la herencia que recibió de su abuelo y vivía como podía de una pensión mensual por invalidez, a causa de su trastorno bipolar. Sin embargo, la realidad de su sufrir terminó venciendo a la palabra una semana atrás, cuando decidió tirarse desde un séptimo piso en la ciudad de Salta, casi dos meses antes de cumplir 51 años.
“Por romper las reglas a Adán lo echaron del paraíso. Yo reivindico eso. ¿Qué clase de Edén es ese, que hay cosas que no se pueden hacer?”, escribió en Aviones (2002), que incluye poemas propios y ajenos, además de fotos, recortes y facsímiles de cartas y hasta fragmentos del diario íntimo de su abuelo, tal vez el libro más inclasificable de una carrera que suma una decena de títulos.
El título de su primer poemario, Caricatura de un enfermo de amor (1991), es prácticamente el resumen de una vida poética que devino contundente con la aparición de La vida en Córdoba (1999), un lujoso volumen casi enciclopédico, en cuya edición gastó la mitad de su herencia. Dandy generoso y sufrido, Vicente nació el 3 de mayo de 1961, y cinco meses después murieron sus padres en un accidente. Terminó siendo criado por su abuelo, Juan Larrea –quien fuera considerado un destacado poeta de la vanguardia española y conocido por sus ensayos sobre César Vallejo y Vicente Huidobro–, al que heredó y junto a cuyos restos fue enterrado en Córdoba este fin de semana.
“Empiezo por la más obvia: ¿qué es poesía? En teoría, la única ciencia que se ocupa del problema” es el breve poema con el que abre No le pidan peras a Cuper (2003), un libro en el que –como en todos sus libros– Vicente nunca deja de ocuparse del problema de estar vivo. “Mi vida de joven fue extraordinaria, como la de todo joven. Descubrí, amé, penetré lo que amé, y pagué por ello” escribió en Poesía popular argentina (2009), una compilación que incluye sus últimos poemas. Seguirá siendo la puerta ideal para entrar en una obra que incluye polémicas públicas, como cuando fue procesado por empapelar la ciudad de Córdoba con un afiche en el que aparecía desnudo de cuerpo entero junto a algunos amigos, bajo un slogan que decía: Lo esencial es invisible a los ojos. “Hasta los treinta años fui un ser espiritual, alimentado a fútbol y rock”, contó alguna vez. “Era de Belgrano y me hice de Talleres por culpa del negro Daniel Valencia, que escuchaba Pescado Rabioso antes de los partidos.” Poeta vitalista y de barricada, a medio camino siempre entre Artaud y Bukowski, entre Vallejo y Carver, el rocker Luy supo llegar a formar parte de los Verbonautas, un colectivo poético que integró Palo Pandolfo, y también será recordado por haber pagado de su bolsillo el disco Flopa Manza Minimal en tiempos de vacas muy flacas, dándole el puntapié inicial a la escena acústica que dominó el under porteño durante la primera década de este siglo.
El recorrido de su poesía, así como su vida, reproduce el que va desde el enorme La vida en Córdoba hasta el diminuto Si va a morir gente votemos quiénes (2009), su último libro, casi un folleto gratuito, directo y contundente hasta el nocaut como su título.
“En el último año había recuperado cierta rapidez para el chiste y había vuelto a escribir. Flaquito, tembloroso, tenía el aspecto de un pajarito después de millones de tormentas”, escribió Emanuel Rodríguez en una sentida despedida publicada por el diario La Voz del Interior, que explica que su obra marcó a una generación en Córdoba y comenzaba, aunque de una manera cruelmente lenta, a ser reconocida fuera de la provincia. Y el recuerdo multiplicado por las redes sociales ante la noticia de su suicidio constató que quienes fueron tocados tanto por su atención como por su poesía, de una pedagogía por momentos bestial, jamás podrán olvidarlo. “Ahora nos queda el dolor a nosotros. Brutal, a lo Vicente”, se despidió Hernán, otro ex Verbonauta, que lo había acompañado en sus últimas apariciones porteñas, junto a Flopa, Pipo Lernoud, Florencia Ruiz y otros.
“Lo que está mal está mal./Pero lo que está bien/ también está mal./ Charlalo con tus padres”, escribió Luy en Vicente habla al pueblo (2007), el poemario que marcó su regreso cuando ya se había resignado a los correos electrónicos. Mientras pudo, prefirió otros medios de comunicación más directos. Tal vez para evitar esa verdad que siempre fue su escritura, aun a su pesar. Por eso era habitual para quien quisiera comunicarse con él que, después de apretar send, sonase el teléfono y era él.
Fuente inagotable de anécdotas, podía asegurar, por ejemplo, que había estado presente la noche que Independiente empató en Córdoba con tres hombres menos un imposible e histórico partido final ante Talleres, que se sabía arreglado por la autoridades de la dictadura local desde una semana antes, algo que se constató con un flagrante gol con la mano convalidado por el árbitro. “Aunque sabíamos que esa noche se nos había frustrado tal vez la posibilidad más cercana de ser campeones que tendríamos alguna vez, en mi tribuna todos aplaudimos a Independiente cuando se fue de la cancha”, contó aquella vez Luy, y es imposible no sentirse en su lugar al recordarlo, al saber que se retiró para siempre, que ya no habrá más poemas ni campeonatos. Y entonces la tristeza se convierte en aplauso, aunque no haya nada que aplaudir. Tristeza que de alguna manera es aplauso ante la retirada de Vicente, que nunca fue campeón. Pero al menos ya no sufre, y su poesía nos seguirá buscando.
En el hipotético caso
que me encontrara
a las puertas de San Pedro,
acháqueseme lo que se me achaque,
en mi descargo diré
que con ser bueno alcanza.
Y si igual no me dejan entrar
probaré con el infierno.
Solo, no me voy a quedar.
(Poema del volumen ¡Qué campo ni campo!, 2008.)
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