Domingo, 25 de marzo de 2012 | Hoy
Autor de éxito, periodista que en los años cincuenta se conectó con los beatniks y Malcolm Lowry, David Markson supo escribir también algunos libros de oscura raigambre de vanguardia. Es el caso de la perturbadora La soledad del lector, una sucesión de fragmentos que, a pesar de parecer inconexos, están sostenidos en una trama de firmes hilos ocultos.
Por Fernando Krapp
El escritor Roberto Bolaño tuvo una idea bastante sintética y efectiva sobre la literatura norteamericana. En su artículo sobre Huckleberry Finn señaló que la narrativa norteamericana tiene dos hermanos de sangre; los que brotan de las aguas blancas de Melville y los que bajan por la corriente de Mark Twain. David Markson (1927-2010) parece estar en la confluencia de los dos linajes; el delta de la confluencia. Ya que en sus orígenes supo ser un desconcertado novelista popular que sin quererlo ni buscarlo terminó escribiendo una novela de éxito titulada The ballad of Dingus Magee con la previsible adaptación al cine y Sinatra en el reparto. De ahí en más, Markson abrazó la bohemia californiana haciéndose amigo de Dylan Thomas y Jack Kerouac, pasó un tiempo cerca de la frontera con México para tener una vida similar a la de Geoffrey Firmin, etílico héroe de la obra magna de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, y luego, de vuelta en Nueva York, se dedicó sistemáticamente a destruir su propio estilo hasta convertirse él mismo en un personaje sin sustento ni trama, desesperado por las efemérides de artistas, bibliófilo empedernido, escritor oculto de toda una generación, rescatado por el hoy admirado David Foster Wallace.
El estilo de Markson comenzó a afianzarse después de que cincuenta y cuatro editoriales rechazaron el manuscrito de La amante de Wittgenstein (1988), su novela más conocida (aunque no la más exitosa), y que funciona como una suerte de precuela de la (anti)saga que comienza con La soledad del lector (1996), recientemente traducida por La Bestia Equilátera.
A simple vista, La soledad del lector reúne todas las cualidades para ser una novela aburrida. Fragmentos, disrupciones, citas no reconocidas, preguntas existenciales sobre el origen y el futuro de la novela como género, y un largo etcétera que contribuyó a forjar gran parte de la novela experimental de los años setenta. Pero, ¿qué le pasa al lector pasado el primer fragmento? ¿Por qué no puede dejar de leer esa novela fragmentada sobre sucesos trágicos de artistas plásticos, músicos y escritores? ¿Por qué la novela ejerce sobre quien la lee un poderoso influjo hipnótico, que resulta imposible no adentrarse de manera lineal en todas las frases que destila el libro?
El hermetismo deliberado de la novela es, lo sabemos, un buen ingrediente para el delirio interpretativo. Pero, concretamente, hay en el curso sin trama de la novela una posible pista para un mapa de lectura. Ya que a pesar de su collage de situaciones y frases, de su aparente dispersión que simulan el moderno deambular por los hipervínculos de Internet, se dejan entrever tres líneas paralelas que articulan el monótono cauce: la línea que relata la historia de un supuesto Protagonista y su vida; la que narra la relación del Lector con el Protagonista; y la que cuenta las vidas trágicas de artistas conocidos, con citas de dudosa procedencia, tales como “Jonathan Swift dejó su dinero para que se fundara un hospital para enfermos mentales. Y murió loco”. O bien: “Faulkner murió luego de una caída de su caballo”. Esos textos cortos, aforismos trágicos, condensan en pocas oraciones no sólo las causas y consecuencias del pasaje de la vida a la muerte de artistas célebres, sino rasgos distintivos, peculiaridades, extravagancias, que hacen de la vida de un artista una obra de arte. También buscan tensionar el estado de frase concentrando al máximo el conflicto, de ahí la hipnosis voyeurista que ejerce sobre el lector.
¿Por qué seguimos leyendo el patetismo de todos los escritores-artistas, músicos y sus muertes que, en lugar de ser enaltecidos en el podio del canon, son revelados como enfermos sin cura, antisemitas, misántropos, repulsivos personajes de novelas baratas?
Carlos Gamerro señala que la literatura norteamericana tendría un tercer linaje; el de los muertos vivos. El linaje que nace viejo, gótico, decrépito, en decadencia, como la herencia de Nathaniel Hawthorne desde La letra escarlata para acá.
David Markson también navegó por esas aguas cuando después de su paso por el western y policial decidió dar un brusco salto de estilo (muy parecido al giro que hizo Mario Levrero), y mató desesperadamente a la novela para revivirla de los restos de frases y epitafios y demostrar su propia imposibilidad de llenar ese aterrador vacío del discurso.
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