Domingo, 26 de agosto de 2012 | Hoy
Levantamientos en el mundo árabe. Incipientes movimientos de reacción en Europa contra la crisis financiera y las políticas de ajuste. Una modernización que recuerda a la primera mitad del siglo XIX. Con estos ejes, el filósofo Alain Badiou escribió El despertar de la historia, un libro urgente para los tiempos que se avecinan y que prevé revueltas en gran parte del planeta. Aquí, un duro fragmento del prólogo en el que Badiou hace un diagnóstico lapidario de la situación global.
Por Alain Badiou
¿Qué es lo que está pasando? ¿De qué estamos siendo testigos, entre fascinados y devastados? ¿De la continuación, cueste lo que cueste, de un mundo cansado? ¿De una crisis benéfica del mundo, que ha caído presa de su propia expansión victoriosa? ¿Del advenimiento de otro mundo? ¿Qué es lo que nos está ocurriendo, pues, con el cambio de siglo, que no parece tener ningún nombre claro en ninguna lengua tolerada?
Consultemos a nuestros amos: banqueros discretos, figuras mediáticas, personas inciertas de las grandes comisiones, voceros de la “comunidad internacional”, presidentes atareados, nuevos filósofos, dueños de fábricas y de campos, hombres de la Bolsa y de los consejos de administración, políticos charlatanes de la oposición, personalidades de las ciudades y las provincias, economistas del crecimiento, sociólogos de la ciudadanía, expertos en crisis de todo tipo, profetas de la “guerra de las civilizaciones”, jefes principales de la policía, de la justicia y de la “penitenticia”, evaluadores de beneficios, calculadores de rendimientos, editorialistas mesurados de diarios serios, directores de recursos humanos, personas que se consideran a sí mismas hadas y magos y a las que habrá que estar atentos de no tomarlas por personajes de ficción. ¿Qué están diciendo todos esos dirigentes, todos esos hacedores de opinión, todos esos responsables, todos esos “sátrapas-engañabobos”?
Todos dicen que el mundo está cambiando a una velocidad vertiginosa, y que tenemos que adaptarnos a ese cambio, so pena de caer en la ruina o de terminar muertos (lo que, para ellos, es lo mismo); caso contrario, tal como van las cosas, no seremos más que la sombra de nosotros mismos. Que debemos comprometernos enérgicamente en la incesante “modernización” y aceptar sin chistar los inevitables sufrimientos. Dicen que, ante el áspero mundo competitivo que todos los días nos vuelve a desafiar, hay que escalar las pendientes escarpadas de los pasos de la productividad, de la reducción de los presupuestos, de la innovación tecnológica, de la buena salud de nuestros bancos y de la flexibilización laboral. Toda competencia es, en su esencia, deportiva: para resumir, lo que tenemos que hacer es formar parte de la última escapada de la carrera y ponernos junto a los campeones del momento (un as alemán, un outsider tailandés, un veterano británico, un chino recién llegado, sin contar con el siempre vigoroso yanqui...) y no quedar jamás rezagados en la cola del pelotón. Para eso, todo el mundo tiene que ponerse a pedalear: modernizar, reformar, ¡cambiar! ¿Qué político en campaña puede prescindir de proponer la reforma, el cambio, la novedad? La pelea entre el oficialismo gubernamental y la oposición adopta siempre la siguiente forma: lo que el otro dice no es el cambio verdadero. Es un conservadurismo apenas retocado. ¡El verdadero cambio soy yo! Basta con mirarme para que se den cuenta. Yo reformo y modernizo, llueven leyes nuevas todas las semanas, ¡bravo! ¡Rompamos con la rutina! ¡Abajo los arcaísmos!
Entonces cambiemos.
Pero, de hecho, ¿cambiar qué? Si el cambio debe ser perpetuo, su dirección, según parece, es constante. Conviene tomar urgentemente todas las medidas necesarias que nos impone la coyuntura con el objeto de que los ricos sigan enriqueciéndose, al tiempo que pagan menos impuestos; que los efectivos de las empresas disminuyan gracias a una artillería de despidos y de planes sociales; que todo lo que es público se privatice y contribuya así, por fin, no al bien público (categoría particularmente “antieconómica”), sino a la riqueza de los ricos y al mantenimiento, por desgracia costoso, de las clases medias que forman el ejército de socorro de los ricos en cuestión; que las escuelas, los hospitales, la vivienda, el transporte y las comunicaciones, esos cinco pilares de la vida aceptable para todo el mundo, primero se regionalicen (es un paso hacia adelante), luego se los ponga en liza (algo crucial), con el objeto de que los lugares y los medios donde y gracias a los cuales se educan, se curan, habitan y se transportan los ricos y los semirricos, no puedan confundirse con aquellos en los que sudan la gota gorda los pobres y los asimilados; que los obreros de proveniencia extranjera que viven y trabajan aquí a menudo desde hace décadas adviertan que sus derechos se ven reducidos a nada, que persiguen a sus hijos, que se rescinden sus papeles reglamentarios, y que soporten campañas furiosas en su contra a favor de la “civilización” y de “nuestros valores”; que, en particular las mujeres jóvenes, salgan a la calle únicamente con la cabeza descubierta, y las demás también, preocupadas, como deben estarlo, por reafirmar su “laicismo”; que los enfermos mentales sean encerrados en la cárcel de por vida; que se acosen los innumerables “privilegios” sociales que engordan al populacho; que se monten sangrientas expediciones militares un poco por todas partes, pero sobre todo en Africa, para hacer que se respeten los “derechos humanos”, es decir, los derechos que tienen los poderosos a descuartizar los estados, a poner en el poder en todas partes –por medio de una ocupación violenta y de “elecciones” fantasmagóricas– a sirvientes corruptos, quienes entregarán por nada a los susodichos poderosos la totalidad de los recursos del país. Aquellos que, sean cuales fueren sus razones, e incluso si en el pasado fueron útiles para la “modernización”, incluso si fueron sirvientes solícitos, de pronto se opongan al despedazamiento de su país, al pillaje por parte de los poderosos y a los “derechos humanos” que vienen en el mismo paquete, serán llevados ante los tribunales de la modernización y, de ser posible, ahorcados.
Tal es la verdad invariable del “cambio”, la actualidad de la “reforma”, la dimensión concreta de la “modernización”. Tal es para nuestros amos la ley del mundo.
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