Domingo, 4 de agosto de 2013 | Hoy
¿Qué comemos y por qué? ¿Qué efecto pueden tener los alimentos sobre los seres humanos? Estas preguntas, y algunas escenas de granja de cuando era una chica y que nunca pudo olvidar, dispararon el libro Malcomidos de Soledad Barruti. Duro y a la vez esperanzado, recurre a los recursos de la crónica y la investigación periodística para desplegar el extenso mapa alimentario de la Argentina en un contexto global en el que comer se ha vuelto tan necesario como refinado y complicado.
Por Mariano Kairuz
En el origen de Malcomidos hay un pollo. Un pollo tierno y crocante, cocinado casi en su totalidad, que no se parece en nada al paquete deshuesado y desmenuzado ni a la pechuga blancuzca y blanda que abundan hoy en los supermercados. Un pollo que, hasta que encontró su destino (la mesa de un almuerzo familiar preparado con dedicación por la abuela) caminó bastante a sus anchas por el terreno de una pequeña granja de pueblo. Un tipo de pollo que –desplazado por un animal criado en un sistema industrial intensivo y cruel– ya casi no existe.
Soledad Barruti es periodista y éste es su primer libro de no ficción, entre la crónica y la investigación periodística, aunque ya se anuncia próximamente la salida de una novela, El sabor de Dios, acerca de una infancia oprimida en el seno de una familia del Opus Dei.
Malcomidos, según señala la autora en el prólogo, empezó con tres preguntas. “¿Qué comemos?, ¿Por qué? y ¿Cuál es el efecto que eso está teniendo sobre nosotros?”, y a lo largo de las siguientes 400 páginas sale en busca de respuestas, con un resultado abrumador. Abrumador porque, a diferencia de lo que ocurrió décadas atrás con las denuncias a la industria tabacalera (por los efectos adictivos y nocivos que ésta había conseguido ocultarles a sus clientes por años mientras les vendía que su producto era, como mínimo, canchero y placentero), la comida siempre será imprescindible: inclusive cuando no quede un solo alimento saludable en las góndolas, algo tendremos que comer. Abrumador, porque nos obliga a preguntarnos una y otra vez qué nos estamos metiendo en el cuerpo.
“Una cosa que le pasa a uno al investigar sobre la comida es que resulta imposible no involucrarse y no tomárselo como algo personal –dice Barruti–. Muchas veces los libros de denuncia producen distancia y dejan de lado el placer. Pero cuando lo que estás tratando es un tema como la comida, es inevitable intentar reencontrarse en algún lugar con algo gustoso. Cuando empecé a investigar, mis reacciones ante cada cosa eran de estupor y después de bronca: ¡No puedo comer nada! ¡No le puedo dar de comer nada a mi hijo!”
En el origen, entonces, está ese pollo de la abuela. Al principio de su libro narra una anécdota pequeña, familiar, y muy significativa: la ocasión, cuando tenía unos siete años, en que su madre la llevó a comprar un pollo a lo de un granjero de la zona en la que pasó muchos fines de semana, en la casa campestre que alquilaban sus abuelos. Eran fines de los ’80. El granjero se llamaba Don Vittorio y los pollos que vendía estaban criados por él, en su terreno. Así que “comprar un pollo” para la cena no consistía en agarrar una bandeja del anaquel de un supermercado, sino en elegir el tamaño, y a continuación asistir a un acto cotidiano que hoy es poco común: el de Don Vittorio agarrando uno de los animales que correteaba por ahí, y cortándole el cogote, para su posterior desplume, limpieza y entrega. Una escena, la del pollo degollado que sigue caminando y cae sobre el charco de su propia sangre, que para muchos chicos podría ser el evento traumático de sus infancias –inclusive impulsar el pasaje hacia una militancia vegana radical–, pero que a Soledad le provocó una suerte de, según escribe, perturbadora fascinación. Es una anécdota pequeña, pero que puede cobrar una dimensión enorme para un chico suburbano, y que inviste a la autora del libro de cierta autoridad: la de quien creció entendiendo que la comida no sale de una góndola, sino de la naturaleza.
“De chica siempre estuve muy en contacto con la naturaleza. Mis abuelos tenían una casa en la periferia de Buenos Aires, un lugar agreste en el que podía estar en contacto con animales todo el tiempo. Cosas tan sencillas y cotidianas como ver al gato que cazaba un pajarito, y lo dejaba medio muerto y entonces tenía que ir mi abuelo y cortarle el cuello al pajarito para que dejara de sufrir. Ese contacto te lleva a entender que hay un componente de salvajismo en el trato con los animales que es lógico. Y yendo a la comida, que somos una especie omnívora, que trazó un planeta según sus necesidades alimentarias. De no haber domesticado animales habría un montón de superficies inhabitables. Pero esos animales abonan, mineralizan, nutren el suelo y la vida es posible. La producción es de algún modo en conjunto: una producción cooperativa. El problema de la producción actual es que los animales pasaron a ser engranajes dentro de fábricas de producción de carne. Nadie puede imaginar de dónde viene lo que come. Se perdió esa proximidad con los productos; se perdió la posibilidad de probarlos frescos, sin tanta mediación.”
Malcomidos arranca como una crónica periodística, que lleva a su autora en un recorrido por granjas industriales del interior de Argentina, para ver en persona cómo son esos sistema de galpones iluminados artificialmente en que se apiñan los pollos –devenidos un poco en pollos-zombies con sus picos recortados para que no se lastimen entre ellos, con los ojos enrojecidos, tambaleantes– o jaulas diminutas donde las gallinas viven una sobre la otra para producir huevos a un costo mínimo y velocidad máxima. Y a medida que avanza, va trazando el mapa de la versión local de una tendencia global a la sobreproducción de alimentos industriales. De los pollos y los huevos a la soja que se extiende ilimitada, explicando por qué en el país de la carne ya no se puede comer un corte vacuno de calidad, a cómo la aplicación irresponsable y descontrolada de agrotóxicos nos llega en dosis desconocidas, pero constantes a través de las frutas y verduras que consumimos (y de la carne de animales alimentados con granos invariablemente fumigados); haciendo escala en el contundente caso del “cultivo” industrial del salmón, e investigando qué papel juega el creciente robo de caballos en el país. Mientras visita campos y granjas, entrevistando a productores, a científicos y a víctimas de los efectos más directos del envenenamiento progresivo de la naturaleza, Barruti va también rastreando la compleja red que sostiene este sistema, en el que confluyen casi todas las grandes polémicas del mundo contemporáneo: la discusión sobre un planeta con cada vez más pobres y hambrientos (mientras todo presuntamente se hace para paliar el hambre mundial), la experimentación genética, el avance implacable de las grandes corporaciones (alimentarias, químicas, farmacéuticas) dispuestas a hacer cualquier cosa para maximizar ganancias, y la aparente impotencia de los Estados provinciales y nacionales, que no pueden contra ellas (o directamente se les asocian en este esquema de producción), el avance de los monocultivos y la consecuente destrucción del medio ambiente, la crueldad con los animales y el empeoramiento progresivo de la salud de la población mundial.
Los libros y documentales de denuncia –algunos, obras extraordinarias que adquirieron gran difusión, como Fast Food Nation, de Erik Schlosser, sobre la industria de la carne en EE.UU.– se multiplican por el mundo haciendo foco sobre las distintas partes de este tema enorme; mientras acá se publican, de manera un poco más dispersa, investigaciones periodísticas sobre casos argentinos –como el envenenamiento de poblaciones enteras con el glifosato–. Pero Malcomidos ambiciona ofrecer el panorama completo.
La mayoría de la gente, sostiene Barruti, ni siquiera sospecha todo lo que hay detrás (y adentro) de eso que come a diario. Inclusive, dice, muchos médicos y hasta nutricionistas lo ignoran. Hoy hay una preocupación creciente por el tema, pero falta información. “En mi familia hay una especie de fascinación por la comida –explica–. Siempre nos juntamos a comer y a comer rico. Además mi madre es médica homeópata, y frecuentemente nos enseñaba sobre la importancia de los alimentos. Así que me crié con esta idea de que a la comida hay que estudiarla para saber qué es lo que te están vendiendo: como la margarina, que se promocionaba como la panacea en los ’80 y mi madre repetía que era venenosa. Luego me pasó a mí como madre, que intenté trasladar un poco lo aprendido, pero claramente estamos en un momento más difícil: los chicos hoy están atravesados por una necesidad adictiva de harinas blancas, azúcar y sal, de publicidad y marketing. Mientras tanto, ni siquiera los pediatras, ni la mayoría de los nutricionistas, parecen tener mucha conciencia sobre los peligros de las gaseosas, la carne de feedlot o los agrotóxicos, porque en la facultad es algo que recién está empezando a hablarse.”
Los ámbitos científicos y universitarios, dice, están atravesados por una visión única, que es la que conviene a la industria. “Y pasa que hay una confianza en la ciencia, que se presenta como el único saber, un saber hegemónico que termina resultando perverso y terminal: el mundo cree que la ciencia tiene una respuesta para todas las cosas, y en la producción de alimentos esa idea viene reforzándose desde los ’50, cuando el mundo empezó a ser fabricado casi a la medida de nuestras necesidades: todo parecía perfectible adentro de un laboratorio, desde los pollos hasta los vegetales. La producción industrial de frutas y verduras se hizo seleccionando las variedades que mejor cuajaran con las necesidades de la industria: que pudieran viajar largas distancias, que ya no fueran estacionales, que resistieran. Se seleccionaron variedades estéticamente sólidas, pero nutricionalmente cada vez más empobrecidas, lo que se refleja en una pérdida de sabor, de aroma. Además, crecen en situaciones tan artificiales que no toman del suelo lo que necesitan, no tienen tiempo para nutrirse y no necesitan crear sus propios mecanismos de defensa: o sea, no necesitan crear vitaminas ni antioxidantes: la barrera defensiva natural de la planta. Va a ser muy difícil volver a encontrar la variedad de semillas y animales que había. Es impresionante ver la variedad de papas que tiene el Altiplano: ahí se podían cultivar veinte papas distintas, porque si cambiaba el clima, venía una sequía, por ejemplo, había tal vez cinco de esas variedades que tenían posibilidades de sobrevivir. La naturaleza se hace fuerte en la diversidad. Pero hoy de esas papas solo se hace una sola, la que le interesa a McDonald’s.”
“Cuando empezás a desentrañar todo esto, la primera urgencia que te surge es ¿cómo nos salvamos individualmente? –dice Barruti–. Nos preguntamos qué podemos comer. Pero enseguida se ve que la situación es más profunda que eso. Por un lado porque pensar todo el tiempo qué hay que comer, cómo comprarlo, dónde, es complicado. Pero sobre todo porque que vos compres la lechuga orgánica no va a hacer necesariamente que la solución de esas personas sea mejor, que la sociedad se vuelva más justa, o que las granjas industriales dejen de existir.”
Dedicás un largo capítulo a explicar todas las aberraciones que convierten al cultivo industrial del salmón en las costas chilenas, en un caso paradigmático de este sistema de producción y del daño que produce.
–Es que el salmón representa probablemente lo peor de este sistema condensado y encuentra en el sushi su punto cúlmine. Durante años fue comunicado como una panacea gastronómica: es rico y a la vez saludable. Por eso se masificó. Pero nada de eso es cierto. El salmón que consumimos viene de granjas industriales instaladas en el mar: son jaulas donde millones de salmones engordan hacinados en base a maíz, antibióticos y químicos, en un sistema como el de los pollos. La producción se hace en Chile, pero se trata de un negocio noruego: durante la dictadura de Pinochet, grandes compañías noruegas se instalaron en las costas de ese país practicando una especie de conquista tardía en un lugar que era virgen de capitalismo, como Chiloé. Llegaron llevando todo lo que en Noruega estaba prohibido hacer: contaminaron a mansalva, vaciaron el mar de peces salvajes, introdujeron esta especie exótica, hicieron de los campesinos y pescadores, obreros: destruyeron la cultura y la naturaleza del lugar. Todo eso esconde el salmón mientras creemos que se trata de peces que nadan libres por las rías de ese país.
La mayor parte del tiempo el libro deja la sensación de que estamos acorralados. ¿Es así?
–Hay cosas muy puntuales que me dan miedo: en el fondo, no podés saber qué estás comiendo cuando comés. Pero al mismo tiempo los resultados de este sistema son claros: se ven en los aumentos de enfermedades que hay, en cómo estamos naturalizando malestares crónicos como dolores de cabeza, infertilidad y abortos espontáneos, y muchas cosas que aceptamos como si fuera normal que el cuerpo funcionara así de mal. Y en ese sentido también estamos en un momento interesante que se refleja en países como Estados Unidos: están apareciendo todos estos CEO de grandes compañías alimentarias que se arrepienten, como se arrepintieron en su momento los de las tabacaleras, desde el momento en que se volvieron conscientes de las cosas que hicieron sus compañías y se dijeron: acá estuvimos matando gente. Hay un libro del periodista del The New York Times, Michael Moss, llamado Salt, Fat & Sugar, para el que Moss desclasificó 300 documentos de grandes empresas como Kraft, Cargill, CocaCola, y la división alimentaria de Philip Morris, documentos en los que queda claro que todos ellos sabían muy bien lo que estaban haciendo y cómo manipularon los alimentos para volverlos adictivos, hasta hacer de lo que antes era un negocio acotado (dar de comer) algo infinito: porque las personas viven la comida como un acto más de consumo sin tener en cuenta que lo que están haciendo es meterse calorías y químicos en el cuerpo. Fisiológicamente debería haber un momento en que no podés comer más, pero si el sistema necesita superproducir, todo eso que se sobreproduce lo tenés que meter en algún lado: y lograron meterlo alterando fórmulas. Esto generó una sociedad que explotó en todo sentido: económico y social, productivamente, y en la salud. Estados Unidos se convirtió en una sociedad súper obesa con todos los efectos que acarrea esa enfermedad. Bueno: todo estalló ahora y entonces aparecieron estos CEO arrepentidos que dicen “hicimos algo jodido” y les piden a uno de los gobiernos más neoliberales del mundo, el norteamericano, que intervenga en las compañías.
La última parte del libro, titulada “Volver al futuro”, recorre experiencias positivas y cada vez más numerosas, pero todavía aisladas, de regreso al cultivo natural y orgánico, como la de Naturaleza Viva –una granja agroecológica en Santa Fe– o Caminos Abiertos –un hogar de chicos y granja en Buenos Aires–.
“Hay países que vienen pensando y debatiendo y escribiendo mucho sobre este problema. El Food Movement es un movimiento global con diferentes expresiones, que van desde el slow food hasta el florecimiento de las huertas urbanas en ciudades como Nueva York. Lo que se plantean es recuperar la producción de alimentos sanos, para alimentar, no para vender. Pero sobre todo hay un movimiento poderoso y enorme que es Vía Campesina, que reúne a la mayoría de los productores tradicionales e irónicamente hambreados del mundo: se trata de 1500 millones de campesinos, pescadores, indígenas de todo el mundo. Es gente que se quedó sin posibilidad de producir y se volvió mano de obra del sistema industrial. O directamente desempleados, excluidos a los que el sistema no necesita. Es una red enorme que reclama recuperar la soberanía alimentaria: esto es, el derecho de cada pueblo a producir según sus necesidades culturales, sociales, y económicas. También a producir cuidando la tierra, respetando la naturaleza. A producir comida que alimente a la gente, y no soja que alimenta cerdos de producción industrial o combustibles para trabajar el campo de este modo. Quienes reclaman recuperar la soberanía alimentaria, dentro y fuera de la Vía Campesina, no solo piensan de una manera diferente, sino que están actuando, creando sistemas alternativos, demostrando que no sólo es posible salir de esta encrucijada, sino que se puede salir devolviendo a las personas al campo, a la agricultura a pequeña y mediana escala, a la agricultura tradicional. Hay una frase de Safran Foer en Comer animales que lo dice todo: ‘Se puede despertar a alguien que está dormido, pero no a alguien que finge dormir’.”
Finalmente, para el más desesperanzado o descreído, Barruti esgrime un argumento inapelable en favor de una toma de conciencia activa sobre el tema: siempre es mejor que el problema se conozca, que circule información. Que los que tienen la posibilidad, reclamen para sí el derecho a controlar un poco lo que comen.
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