Domingo, 29 de septiembre de 2013 | Hoy
Cuando apareció publicada originalmente por la editorial Simurg en 1998, El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza, se convirtió en un clamoroso secreto a voces. Acababa de aparecer una novela tan dura en su inspiración autobiográfica –el ya morbosamente célebre episodio en el que su padre, Raúl Baron Biza, arrojó ácido al rostro de su propia esposa, Clotilde Sabattini– como innovadora y autoconsciente en sus aspectos formales y narrativos. Jorge Baron Biza se suicidó en 2001 y póstumamente se publicaron recopilaciones de sus artículos periodísticos. Ahora, Eterna Cadencia reedita su única gran novela. Aquí, como anticipo, se publica el prólogo de la crítica Nora Avaro.
Por Nora Avaro
El domingo 16 de agosto de 1964, Raúl Baron Biza citó a su esposa Clotilde Sabattini junto a sus abogados en su departamento de la calle Esmeralda 1256 de la ciudad de Buenos Aires para ultimar los detalles de un divorcio que, desde la boda uruguaya, llevaba casi treinta años en intermitente proceso. Jorge Baron Biza, uno de los tres hijos del matrimonio que, al albur de estas intermitencias y cuando las separaciones acaloraron el feminismo de Clotilde, se llamó Jorge Baron Sabattini, define el vínculo de sus padres como una amalgama de amor y odio, “un apasionado divorcio infinito”. En una breve carta de lectores del diario Clarín publicada en 1986, a propósito de una investigación periodística de Enrique Sdrech sobre su familia, y recogida en su libro póstumo Por dentro todo está permitido, Jorge escribe: “La separación es un hecho impensable cuando solo hay amor y es el recurso más fácil cuando solo hay odio. Pero es un engorroso desgarramiento personal cuando el amor y el odio son un mismo y confundido elemento pasional en nuestro corazón”. Ese desgarramiento que el hijo menta en plural mayestático para advertir y comprender los giros criminales de la propia historia familiar tuvo su corte súbito y su culminación narrativa esa tarde de 1964 en la calle Esmeralda, cuando Raúl, después de servir whisky para los presentes, arrojó a la cara de Clotilde el contenido de uno de los vasos: era ácido, ácido corrosivo, ácido muriático, ácido clorhídrico, ácido sulfúrico, vitriolo. Muchas variaciones del ácido en las muchas versiones de esa tarde, todas, con un igual resultado: se terminó la cara de Clotilde; y la desintegración, fulminante en su inicio, siguió horadando con las horas toda identidad. Ese mismo día, poco después de que los abogados retiraran de urgencia a la mujer arrasada, Raúl se vistió de caireles y seda, se recostó en su cama y se metió el tiro de una 38 larga en la sien. Vaciada del pomposo anecdotario que, al tiempo que le dio fama y desprestigio, lo echó al olvido, la vida de Raúl Baron Biza se macera en la enumeración con que sí lo recuerdan adversos y admirados: heredero ricachón, viajero del mundo entero, don Juan fiestero y depresivo, viudo monumental, rentista y dilapidador, excomulgado, radical insurrecto en armas, recluso de causas varias, huelguista de hambre, exiliado, duelista, empresario, escritor pornógrafo, blasfemo y litigado, embajador itinerante, administrador de galerías, suicida de robe de chambre. En el relato de su hijo, en cambio, su peripatética vidurria se abstrae, bajo el nombre Arón Gageac, en casi una única componenda de violencia, ideales y coraje, un antimodelo paterno. Jorge –que aunque les reconocía alguna originalidad apocalíptica, las consideraba narcisistas, resentidas y cursis– incluye en El desierto y su semilla fragmentos de tres de las novelas de Raúl, Por qué me hice revolucionario de 1934, Punto final de 1941 y Todo estaba sucio de 1963, quizá para señalar por cotejo, y en otra fase del contraejemplo, la literatura lumpen de su padre.
Clotilde Sabattini, que también va, aunque por otros caminos, de la trayectoria figurativa a la abstracción, es, en la novela del hijo, Eligia, lo que queda de una cara cuando ya no hay cara. Su pedagógica vida de hija del dirigente radical y gobernador cordobés Amadeo Sabattini, de joven militante, de maestra normal, de estudiante destacada en universidades extranjeras, de presidente del primer congreso de mujeres radicales, de presa y exiliada bajo el peronismo, de alta funcionaria educativa del gobierno de Frondizi, de autora del primer Estatuto Docente, de suicida por cansancio, se cifra, en esta novela, en su nariz artificial modelada por la cirugía estética, tenaz en la cara después de la catástrofe, en la “nostalgia de la docencia”, y en el contrapunto que los estragos de su cuerpo vivo trazan con el cadáver artesanal de Eva Perón, despojos, ambos, de una disputa histórica. El hijo, Jorge, Jorge Baron Sabattini, Jorge Baron Biza, nacido en parentela millonaria, pero sin sus millones, “corrector, negro, periodista”, docente, crítico de arte, traductor de Proust, novelista extraordinario de una novela única, alcohólico precoz, suicida de altura, es el joven Mario Gageac. Gageac en la región francesa de Aquitania, de donde los Baron provenían y ostentaban –según cuenta Christian Ferrer en Baron Biza. El inmoralista– un oportuno castillo del siglo XV. Con sus nombres en clave de casta, con su leyenda familiar chillada por el periodismo de época y repetida en sus deslices por los investigadores ulteriores, el calibre autobiográfico de El desierto y su semilla solo puede medirse en su justeza con esta precisión que el autor le escribe a Ferrer: “la novela es obviamente autobiográfica pero no es confesional”. ¿Pues, qué trae esta diferencia que Baron le señala a su amigo epistolar, un estudioso de los vericuetos ideológicos de su padre? En principio hay el recorte de una secuencia muy estricta del relato familiar: El desierto y su semilla empieza cuando el melodrama concluye, es decir, tal como se indica en la frase que abre la novela, “En los momentos que siguieron a la agresión”. Su campo de maniobras, entonces, no es el arrebato folletinesco, la habladuría cáustica que las vidas colmadas de los padres derraman a raudales, sino la descripción póstuma del despojo pasional. El agudo descarte de peripecias expeditas y noveleras en favor de la descripción de unos vestigios más o menos inertes puede resultar muy prudente, muy medido, pero es claro que prudencia y mesura tienen poco que ver con el arte narrativo tal como aquí se pone a prueba. Porque no es el porvenir de la intriga lo que importa, ni su desarrollo, ni su dislate, ni su resolución: en Baron Biza, en el tiempo bien calibrado de su relato, ya nada más puede pasar. Su apuesta, artística y vivencial, reside en reconstruir (el verbo por excelencia del autor) los avatares de su historia, la suya y la de sus padres, bien al margen de esos avatares, de modo tal que el hijo se impone, desde el principio, escribir una novela sin novela, una novela que empieza, y a durísimas penas, cuando la novela terminó. En segundo lugar –este orden, claro está, es ilusorio: no hay relato sin la combustión instantánea de sus componentes–, la elección de un narrador en primera persona y, en su deriva formal, de un punto de vista notablemente activo. Se trata del yo de Mario Gageac, que no condesciende, ni por un momento, a las tribulaciones redentoras, ni de sí mismo ni de su cuento doméstico, tan propias del moralismo confesional. El joven narrador de El desierto y su semilla, que acompaña a Eligia a la ciudad de Milán y la asiste en las sucesivas reparaciones de su rostro, es un intransigente de la distancia, mantiene en perspectiva escrupulosa el drama ardiente de su materia autobiográfica. Y a un límite tal que no hay ficción, ni vida, sin su atalaya. Es cierto que la gesta narradora depende siempre de la solidez de un punto de vista, uno que disponga la masa informe de sucesos en una trama; pero la excepcionalidad y la grandeza artística de Baron Biza radica en que esa perspectiva bien formal se precipita en fondo, en contenido, en materia y, todo, en proceso de reconstrucción. Solo así puede ponderarse el carácter autobiográfico de su novela; no en las muchas coincidencias, ciertas y desesperantes, entre el anecdotario ficcional y veraz del autor, sino en el cariz de su voz narradora, en sus focos, en sus panorámicas, en sus breves sabidurías y, sobre todo, en la potente sobriedad de sus distancias e interrogantes. Baron Biza define esta actitud, con su habitual genio para la instantánea paradójica y fulminante, como “el derrumbe constructivo del enigma”: ¿qué pasó?, ¿por qué pasó? y, sobre todo, ¿cómo ha podido pasar?, preguntas que, aunque no evolucionen hacia ninguna revelación –Baron Biza es un maestro del enigma sin suspenso–, sostienen en sordina todo el andamiaje narrativo de la novela.
Mario Gageac configura en superficie el avance de su historia, traza una línea de sondeo que le permite enfrentarse, como observador privilegiado del derrumbe, a la enormidad de la denotación, a una extensión sin profundidad hermenéutica, y cuyo impulso realista es de tal poderío que corrompe cualquier verosimilitud: “sus rasgos –escribe Baron– carcomidos hasta lo inverosímil indicaban claramente que le había ocurrido algo imposible: por demasía de sufrimiento, su realidad ya no era convincente”. La cara de Eligia ya no es el reflejo romántico o realista del alma, ese riquísimo campo de suposiciones diegéticas. Y falta a esa mímesis no por lealtad a un temple flemático, por artimaña psíquica u objetivismo francés, sino porque sus facciones se desintegran en acto, y sus gestos, en potencia –“inexpresiva como el desierto”, escribe Baron–. La cara de la madre pierde así, completamente, su facultad expansiva para pasar a presentar las peripecias disolventes de su materia: ninguna parábola, “pura facticidad”. “Comprendí que para mí –escribe Baron con claridad prodigiosa– había terminado la ilusión de las metáforas.” Se trata de la forma inestable de la sustancia sin el arbitraje redentor del sentido. Ninguna trascendencia, ni moral, ni especulativa, ni terapéutica, ninguna coartada confesional, ningún salvavidas, ningún “humanismo sonriente”, como lo llamaría Arón. Una observación morosa que abstrae de la tragedia sus efectos materiales, y solo sus efectos materiales –“la distancia”, escribe Paul de Man, a quien Baron cita en uno de sus epígrafes, “que protege al autor autobiográfico de su experiencia”–. En sus conferencias en Zurich de 1997 recogidas en Sobre la historia natural de la destrucción, W. G. Sebald propuso una única vía, al tiempo artística y testimonial, para comunicar la catástrofe: narrarla en su “pura facticidad”. Y aunque Sebald trate allí el poder de aniquilación de la guerra aérea en los bombardeos aliados sobre enteras poblaciones alemanas, la minúscula calamidad de la cara de Eligia en El desierto y su semilla puede pensarse, en escala, en los mismos términos: un territorio, un lanzamiento letal. En contra de cualquier alegoría, en contra tanto de la redención semántica como de todo lenguaje enigmático (siempre, en Baron, domina el “derrumbe constructivo del enigma”) lo que se resiste al afán descriptivo, aquello imposible de contar no por su hermetismo sino por su absoluta claridad, debe ser descripto sin coartadas metafóricas. El valor de la “pura facticidad” de Sebald aquí, en la superficie del desastre, radica en devolverle a la ruina instantánea su potencia concreta en detrimento de los testimonios inflamados de ripios, moralejas, imprecaciones. Jorge Baron Biza, un sobreviviente, conoce muy bien este punto de vista y en su camino narrativo lo transforma en actitud, es decir, suma a la cuidada perspectiva una ética de la visión que no ahorra detalles formales (líneas, frunces, volúmenes, colores, relieves, recodos, hornacinas) pero que los vacía de expresión y, sobre todo, de un sentido último y restaurador. El rostro estragado de Eligia no tiene dorso espiritual. El temple, en su hondura, no atesora la vida interior, sino solo cavernas barrocas de “pliegues”, “abismos de las mejillas”, “hendiduras”, “borbotón de colores”, “rebordes”, “arroyito de sangre”, “formaciones”, “cavidades”, “costra dura y opaca” y, en el fondo, salida a la superficie por la acción del ácido y las cirugías, la inconveniente calavera: una geología completa del cataclismo. Tampoco Mario Gageac tiene revés anímico, nada que buscar en el fondo del temperamento, ningún monólogo interior, ninguna psicología profunda: “practiqué la apatía desde muy temprano”, afirma Mario. La mudez de Eligia es casi total (algunos balbuceos, algún breve parlamento), su voz casi no habla, ni hay voces en su cabeza y, si las hay, es defensiva la decisión novelística de no registrarlas. La elocuencia narrativa de Mario va en la misma dirección, se desplaza en latitudes que, aunque culebreras e irregulares, no ahondan en razones recónditas porque lo más hondo, podría afirmar Mario y pensar Eligia, es la piel. De allí que la descripción a distancia pero en detalle –incluso en algunos de sus detalles naturalistas y estetizantes que figuran, para Baron Biza, un particular sino decadentista– sea el área de realizaciones más pujante de El desierto y su semilla: la cara de Eligia como paradigma, pero además, el cuarto de la clínica, las calles, un zaguán, un jardincito, la neblina y la fachada de la universidad en Milán; el cuadro El jurisconsulto de Arcimboldo; las arquitecturas de las iglesias, los cementerios, las colinas, la llanura de un trayecto italiano; el cuerpo desnudo de Dina, la prostituta a quien Mario acompaña en andanzas sórdidas. “Eché a rodar mi mirada”, escribe Baron Biza. Y también: “la mirada que en mí había construido con tanta tenacidad el profesor de bellas artes Bormann, y que yo había asimilado con demasiado orgullo, se adentra ahora en espacios incomprensibles”.
En este mismo sentido bien materialista va la lengua de esta novela, ese raro cocoliche antimimético, delicadísimo, confeccionado para un único hablante, en que dialogan y deliberan sus personajes. “Una lengua totalmente inventada” –afirma Baron– que le permite señalar, a fuerza de sintaxis y toques lexicales, la extranjería de italianos o australianos y cierto “pancriollismo” argentino, provinciano y peronista. Un idiolecto que trabaja con un doble código: intermitentemente, y por períodos muy breves, uno, el menor, incide sobre el otro, el dominante, de tal modo que el castellano se enrarece apenas en el injerto de las lenguas y suena, además, como las transformaciones en la cara de Eligia, en una “cadencia antifuncional”. “Se genera así –escribe Baron en su artículo de 1999 ‘La libertad del cocoliche’– un principio formador que no proviene de las normas, sino de una pugna entre la expresión, la ignorancia y la experiencia.” El resultado es una lengua en actividad, muy diferente a cualquier mezcolanza, a cualquier designio costumbrista, una de inmenso vigor elocutivo que excede ampliamente el propósito de subrayar extranjería, provincianismo o clase social para instaurar un estilo en la tirantez autobiográfica entre voz y experiencia. Como en la descripción de la cara de la madre aquí también el proceso reconstructivo trabaja a pleno, incide en todos los rangos novelísticos y, al formatear su materia, se dispone hacia la invención lingüística, y con una autonomía y una libertad tanto más asombrosa porque parte del más coercitivo de los mandatos: la herencia de la lengua y la tragedia maternas. En la tradición de los grandes autobiógrafos argentinos, de Sarmiento a Victoria Ocampo, Baron Biza enlaza su historia familiar a la historia del país.
De las correrías revolucionarias de su padre, que después del golpe del ’30 tuvo su momento alzado como radical yrigoyenista, Jorge transcribe en El desierto y su semilla la proclama “La hora de la lucha ha llegado”, de 1933, incorporada a Por qué me hice revolucionario, donde Raúl llama a la resistencia contra la derecha fascista –en la ficción, claro está, la firma Arón Gageac–. Pero más allá de esta cita, apenas un injerto de los libros del padre en el libro del hijo, el relato establece un paralelismo entre los cuerpos de Eligia y “la mujer del General”, que es también un contrapunto histórico entre Clotilde Sabattini y Eva Perón. Por un lado, la cara de Eligia trabajada en la corrupción ácida y en las terapias reparadoras; por el otro, el cadáver cautivo de Eva trabajado en su belleza de muñeca frágil e intacta, incorruptible; y, en un “enroque curioso” de la historia, las dos en la ciudad de Milán: una en una clínica, la otra en un “sepulcro anónimo”.
“Eva Perón y Clotilde Sabattini tenían la misma edad –escribe Christian Ferrer– pues habían nacido con seis meses de diferencia y aparecen en el mismo momento histórico, en partidos opuestos, siendo ambas muchachas con agallas.” Pero el coraje de estas muchachas también es de signo opuesto. En El desierto y su semilla, Eligia, “de alma ingenua y tecnócrata”, desafía en su segundo plano público el “estilo enérgico de la esposa del General”, al tiempo que las dos encarnan el hábito de sus organizaciones, “estudioso y razonable” uno, el radical; “fogoso” el otro, el peronista. Hay algo del orden de la victoria y la derrota políticas en esta dupla femenina, quizá la única alegoría que Baron Biza se permite. Aunque Mario Gageac equipare por oposición la importancia de las mujeres –asistiendo, también aquí, a Eligia, un personaje sin mitología ni efemérides– no deja, por eso, de punzar el paralelismo: la popularidad de Eva, su supervivencia, se mide en concentraciones de doscientas mil personas; la de Eligia, de cuarenta. Esa popularidad tiene, sobre el final del relato de Mario, su propia voz peronista, también procesada en ese cocoliche único, una mezcla imaginaria de hablas provinciales, que testimonia, en acto y a través de los años, la victoria de un partido sobre el otro, de un estilo sobre el otro, de una mujer sobre la otra: “‘Es eterna’, confirmó el dotor que la revisó, ‘solo el fuego o el ácido la pueden dañar’... pero a mí se me hace que ni el fuego ni el ácido”.
Jorge Baron Biza nació en Buenos Aires el 22 de mayo de 1942 y se suicidó en la ciudad de Córdoba el 9 de septiembre de 2001. En 1995 terminó de escribir El desierto y su semilla, dos años después la presentó al premio Planeta bajo el título Leyes de un silencio: ni siquiera fue seleccionada. En 1998 pagó la primera edición y él mismo escribió en la solapa su autobiografía sintética:
Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó atrapada mi soledad.
Por lo demás, nací en 1942, me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos de Buenos Aires, Friburgo del Sarine, Rosario, Villa María, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Leí Mann, traduje Proust. Viví treinta años de mi trabajo como corrector, negro, periodista (desde publicaciones de sanatorios psiquiátricos hasta revistas de alta sociedad) y crítico de arte.
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