Domingo, 30 de noviembre de 2014 | Hoy
Thomas Bernhard fue uno de los escritores más preocupados por eludir los facilismos y las comodidades de la institución literaria, pero de todas formas se preocupó siempre por la circulación y el destino de sus libros, exigiendo máximo rigor a los editores. Así lo demuestra su intercambio de correspondencia, al borde siempre del amor-odio, relación llena también de humor e ironía, con Siegfried Unseld, máximo responsable de la editorial alemana Suhrkamp. Intercambiaron más de quinientas cartas entre 1961, cuando el escritor austríaco empezó a publicar allí, y 1989, año de su muerte. Ahora se publica una compilación y selección de la Correspondencia entre Bernhard y Unseld, una pieza dramática testimonio de amistad, lucidez y desesperación.
Por Paula Pérez Alonso
¿Habrá sido su condición física, siempre vulnerable, lo que lo lanzó a tomar riesgos, a eludir lo seguro, a redoblar la apuesta? La primera vez que leí a Thomas Bernhard sentí que se abría ante mí una huella de la que no podía volver, solo quería seguir leyendo en esa incomodidad conmovedora. ¿Cómo era que textos escritos con una perspectiva tan sombría podían producir la emoción y la luminosidad más extremas? El impacto extraño de estar ante aquello que uno anda buscando: lo nuevo y único; la imposibilidad de identificarlo, una convulsión. Aquello a lo que Kafka aspiraba: una letra que cortara como una daga. Alguien que escribía sin puntos aparte, sin pausas, sin temor a quedarse sin aliento, lograba un ritmo y una excitación, la famosa musicalidad, con el encabalgamiento de frases largas que dejan huecos de información, una sintaxis compleja e hipnótica que se va animando y no afloja, muerde y golpea y produce una adicción medio frenética.
La Correspondencia de Thomas Bernhard y su editor, Siegfried Unseld, escrita entre 1961 y la muerte de Benhard, en 1989, es una pieza dramática que muestra el juego de amor-odio de una relación siempre al borde del quiebre, como no puede ser de otro modo si se trata de T. B.
Cuando Bernhard publica su primer libro con Unseld –el respetado editor de Suhrkamp–, viene de la frustración que el director de Fischer Verlag le ha provocado al rechazarle todos sus manuscritos, después de publicarle dos libros de poemas. Bernhard no se achica, su convicción acerca de lo que quiere escribir y publicar y de lo que es bueno es arrasadora. Desde el primer momento Bernhard maneja la escritura, la publicación y difusión de sus libros no como una “carrera” sino como una obra de la que tiene la máxima convicción. La construye, la modula, la hace pública, espera que sea traducida y reconocida.
Como ha sido en todas sus relaciones, Bernhard plantea con Unseld una tensión que más adelante reconocerá necesaria para funcionar en el mundo, una resistencia que él siempre vence (“Nunca se está suficientemente en contra”, dice). Empieza por pedirle un préstamo de 40.000 marcos a la editorial para arreglar una granja en ruinas que ha comprado en Ohlsdorf (ése será su hogar en Austria); según sus mismas palabras, lo “chantajea”. Unseld accede y lo descuenta del anticipo que le pagará por Trastorno. Pero la novela vende 1500 ejemplares en un año y, ante un editor prolijo que espera que los anticipos sean recuperados con las ventas, Bernhard se ofrece a hacer trabajo editorial, lecturas, para saldar su deuda. Sorprendente. La publicación de Trastorno empezó con una discusión sobre el título que duró meses: Unseld lo objeta, lo encuentra poco comercial “¿Quién comprará un libro con la palabra trastorno en la tapa?”, pero Bernhard no cede. Dice que escribir lo que quiere escribir lo hace enormemente feliz, que es lo único que quiere, no espera otra cosa de la vida pero sí le exige a la editorial que esté a su altura: él produce obras de teatro y novelas a un ritmo constante y su prestigio y reconocimiento son cada vez mayores; todo lo que dice transmite una pasión y un deleite inigualables, ¡no sufre! Se deleita.
En sus cartas confía a Unseld sus propósitos serios y ambiciosos, pero lo apremia a que invierta más en publicidad y difusión; él reconoce en sí mismo una veta de comerciante, no quiere fracasar en ese aspecto, asume que son socios y va por todo. (Aquí también se siente su vitalidad, que rehúye el reposo.) En su defensa, Unseld le cuenta que Beckett, “el primero de todos los autores en Suhrkamp Verlag”, agradece que lo publiquen aunque sus libros vendan poco, no exige nada... ni se queja. Y para reforzar su argumento copia en una carta de 1968: “Molloy (publicado en 1954), 1554 ejemplares vendidos, Malone (publicado en 1958) 1632 ejemplares vendidos, El innombrable (publ 1959) 1467 ejemplares vendidos, Cómo es (publicado 1961) 873, Obras dramáticas 1 + 2 (publ 1963 + 1964) 1366 + 1176 ej vend.”. Imaginemos a Unseld pidiendo esta información al Departamento de Derechos, copiándola en una carta para develar ¡las liquidaciones de otro autor! Una infidencia, un golpe bajo. Y agrega: “Piense en un caso con el que realmente podría compararse: Kafka. De su primer libro, en el primer año de publicación, no se vendieron más de 300 ejemplares”.
Sin embargo, Bernhard no acusa recibo, está convencido de que su ferocidad puede vender; además, sospecha lo peor de las intenciones del editor de teatro en Suhrkamp, Rudolf Rach, lo acusa de actuar como un enemigo, de “crear una atmósfera antibernhard en Nueva York”, donde sus piezas podrían conocerse, su falta de entendimiento lo perjudica. ¿Esto es paranoia de T. B. o, efectivamente, Rach, un editor al que sólo le interesan las “obras entretenidas”, es la persona menos indicada para entusiasmar a nadie sobre sus comedias de la muerte?
Bernhard se desespera, pero modula su ira porque nunca pierde el humor (en el sentido en que los ingleses le dan a humour y los griegos a humor), su gran aliado. Lo que se lee en sus cartas es su inteligencia y la ironía, como parte de la concepción trágica de que todo es un juego. La condición de futilidad debe ser tomada con humor.
Pensemos que Bernhard es alguien que enfermó de los pulmones a los 16 años y hasta los 22 estuvo internado en hospitales de tuberculosos durante largas temporadas, en muchos momentos debe haber sentido la muerte como algo más que cercano. Esta edición de su intercambio epistolar arranca con una conciencia tajante, al recibir el premio Bremen por Helada, su primera novela: “Estamos en el horrible territorio de la historia entera. Estamos asustados, y asustados concretamente como material monstruoso del hombre nuevo... y del conocimiento de la naturaleza y de la renovación de la naturaleza; todos juntos no hemos sido en los últimos cincuenta años más que un solo dolor; ese dolor hoy es lo que somos; ese dolor es nuestra condición mental”. ¿Qué se podía escribir después de la Primera Guerra Mundial y de la Segunda? La palabra perdía peso día a día pero todavía gravitaba, mucho más que ahora.
No escribe después de nadie ni contra nadie, escribe a su modo, de la única forma que puede y quiere hacerlo, con la conciencia de que es única. Ese es su cuerpo. Se propone “explorar algo inexplorable”. De sus contemporáneos sólo admira a Beckett, sigue leyendo a Voltaire. Suhrkamp, además de Beckett y Kafka, publica a Grass, Handke, Frisch, Boll, a Ingeborg Bachmann y a Martin Walser. Pero Bernhard no frecuenta a otros escritores (hizo un esfuerzo al principio), desde sus 30 años prefiere la soledad. Aunque para escribir no necesita recluirse: le gusta sentarse en los cafés de Palma o Madrid, Roma, Amsterdam o Split –allí ha escrito libros enteros, lugares donde no entiende el idioma– y oírlos sin comprender, como si fuera una música o un arrullo. Le gusta la severidad de España, más que la ligereza que percibe en Italia. Cuando es invitado por Unseld a participar de un festival en honor a Walser o celebrar alguna ocasión en la que sabe encontrará a Handke, no avisa que no irá pero nunca aparece (Handke en un reportaje había dicho que a los 25 admiraba a Bernhard, “era un santo laico”, pero lo que hacía ahora no era literatura, trabajaba “con los prejuicios, con una sugestión enorme”); los tiene en cuenta sólo cuando mortifica al editor, al comparar el despliegue comercial en difusión y marketing que hace la editorial con estos otros autores. “¿Por qué clase de escritorzuelo me toma?”, lo presiona para que mejore la apuesta con él, o al menos la iguale. Lo pone contra las cuerdas y uno imagina que cuando relee la carta, antes de ponerla en el correo, se ríe.
“Me pregunta por quién lo tomo. Bueno, honesta y sinceramente, por un escritor de gran clase, por un escritor que ha escrito cosas importantes y que escribirá...”, le contesta, literal, Unseld.
Diez años después, siguen igual: “Nuestra conversación fue más o menos insatisfactoria pero debe haber esas conversaciones. Fundamentalmente, no nos entendemos... Podría continuar mi camino totalmente solo”. (¿Cómo sería hoy con el mail, sin los dos tiempos de la carta manuscrita enviada por correo? Sería lo mismo.) Propone encuentros en terreno “neutral” que permitan conversar y acordar en sus términos –Bernhard, un desconfiado natural, celoso de su obra, está atento a las sutiles ambigüedades o giros del lenguaje de los contratos–, y en esas instancias, cada vez que se encuentran, se suben al cuadrilátero. Unseld se prepara, escucha, negocia, cuida los números, lee y espera con verdadero interés sus manuscritos. Lleva un for the record, anotaciones tipo diario en las que va consignando todos los encuentros, y –aclara el editor de este libro al incluirlas en largas notas al pie– no lo hace con todos los autores, sólo con él. Unseld, como Bioy después de cada encuentro con Borges, se propone que quede un registro de un intercambio con un personaje fundamental de la literatura. Años más tarde publicará un libro sobre la relación entre el escritor y el editor y se lo dedicará a Bernhard. Unseld, un hombre culto, ha soportado con paciencia que Bernhard publicara algunos títulos con la editorial Residenz pero confía en que cumplirá su palabra de llevar todos sus libros a Suhrkamp; sin embargo, en 1982, sin aviso, la quinta edición de los Relatos autobiográficos vuelven a salir por la editorial de Salzburgo.
Una relación de treinta años que termina con el editor desbordado por la frustración: “No puedo más”. El escritor contesta: “Si, como dice su telegrama, ‘no puedo más’, bórreme de su editorial y de su memoria...”.
El loco de Bernhard, el intempestivo, el exaltado, llega al final de su vida con total conciencia de que le queda muy poco tiempo, pero casi parece aceptarlo: tiene la certeza de que ha hecho lo que ha querido, ha logrado lo máximo en su arte, que es toda su vida, una misma manifestación.
En los años setenta se queja de lo poco que son traducidos los autores alemanes en Estados Unidos, una década más tarde es uno de los más traducidos. Si Bernhard supiera que hoy es parte de un programa extracurricular en la Universidad de Columbia llamado “Peripheral Writers”, junto con Borges, Clarice Lispector y Wole Soyinka, se reiría. En el último encuentro con Unseld, dos semanas antes de morir, le cuenta que a finales de diciembre encontró a Max Frisch en el aeropuerto de Málaga. Frisch tenía un aspecto muy raro, vestido entre vagabundo y pescador, arrastraba una canasta que Bernhard se ofreció a llevar sin sospechar lo pesada que era (probablemente botellas de vino). Ese esfuerzo había sido superior a sus fuerzas. Frisch le preguntó cuándo se estrenaría Heldenplatz (Plaza de héroes), porque en ese rato de espera había estado leyendo las primeras páginas. Heldenplatz se había estrenado el mes anterior con un enorme escándalo en Viena. Su director-fetiche, Claus Peymann, se la había encargado por el centenario del Burgtheater y para recordar el medio siglo desde el Anschluss de Austria a la Alemania nazi, en 1938, tras el discurso que Hitler ofreció en la Heldenplatz vienesa. Bernhard siempre había alzado su voz contra el gobierno de Austria y los austríacos por su simpatía por el nacionalsocialismo y justamente la puesta en escena de ese conflicto fue su último acto público. Ahora estaba en su hora mortis, pero Frisch tenía un aspecto horrible y no había registrado el acontecimiento del año. “¿Quién tenía que llevar del brazo a quién?”
En el obituario que dos semanas después Unseld escribe para Die Press se reconcilia y le hace justicia: “La vida de esa persona encantadora fue un ejercicio en la cuerda floja, apuntaba a lo total y lo perfecto, sabiendo que lo total y lo perfecto no era soportable”.
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