Domingo, 25 de enero de 2015 | Hoy
En Cartas extraordinarias, María Negroni recupera el mundo de las lecturas infantiles –de Verne y Salgari a Jack London, de Charlotte Brontë a Lewis Carroll– para comprender el alimento y la educación sentimental de los artistas. Un complejo y atractivo ejercicio de ficción y autobiografía que retoma la línea de sus ensayos literarios.
Por Mariana Amato
Es sabido que la infancia es el corazón inhóspito de la poesía: su caja de herramientas y su agujero negro. Cada escritor explora este garabato de la memoria a su manera, y María Negroni sin duda ha indagado en él en sus trabajos como poeta, como narradora y como ensayista. La distinción es arbitraria: es claro que las obsesiones de Negroni no diferencian entre géneros literarios. Cualquiera que haya leído sus libros de poesía –Islandia, Cantar la nada o Elegía Joseph Cornell, entre otros– o sus novelas –El sueño de Ursula y La Anunciación– sabe que en los trabajos de Negroni el formato no impide un entrecruzamiento promiscuo de ensayo, canción de cuna, film noir y cajita de música. Sin embargo, es a la serie de libros de ensayo constituida por Museo negro, Galería fantástica y Pequeño mundo ilustrado que más fuertemente se encadenan estas Cartas extraordinarias. Y en esta serie se encuentra el núcleo de la poética Negroni. Borges nos enseñó para siempre que la lectura es el modo primordial de la escritura. Negroni –quien, aclaro, no le debe a Borges más que cualquier otro escritor– ha hecho de esta premisa borgeana la casa de su poética. Su “casa de citas”, como decía Alejandra Pizarnik, admitiendo que cada encuentro con una obra está anotado en el calendario del deseo.
Cartas extraordinarias se asoma a un corpus delineado por la infancia. Se trata de una selección de autores cuyas obras se publicaron en la Colección Robin Hood. Muchos recordarán que ésta fue una colección de literatura infantil publicada en Argentina entre 1941 e inicios de la década del 90. Uno de los hallazgos de Negroni es notar que la colección que formó literariamente a varias generaciones de argentinos se compone de enormes clásicos de la literatura occidental. De entre ellos, Negroni elige a los que más y mejor han echado raíces en su propio planeta literario: Emilio Salgari, Jules Verne, Lewis Carroll, Charlotte Brontë, entre otros. ¿Hace falta decir que muchos de estos nombres venían reincidiendo en la obra de Negroni desde, por lo menos, Museo negro? La infancia, se sabe, es el país de las heridas y los amores que nos definen, y a los que regresamos recurrentemente.
Para reflexionar sobre y con estos autores, Negroni escribe una carta, que en la mayoría de los casos ficcionaliza la voz del autor mismo. A veces las cartas se dirigen a una persona importante del entorno biográfico del escritor; otras veces se dirigen a un personaje de su autoría (o al revés, un personaje le escribe al autor), y en otras ocasiones el escritor se dirige a otro artista, con quien puede o no haber tenido contacto en su vida real. Es decir, las cartas entretejen ficción y biografía para mejor indagar en los diálogos visibles e invisibles que una obra entabló con su tiempo y con otras obras. El formato epistolar justamente permite pensar en una obra, ya no desde la distancia crítica del ensayo o del análisis, sino desde un punto de vista conversacional. En estas cartas confluyen así la interacción de un autor con su tiempo y el diálogo personal que Negroni como escritora sostiene con las obras que lee. Y en este sentido, pese a la diferencia de formato, estas Cartas extraordinarias comparten con la obra previa de Negroni la disposición de una textura que entrevera cita escondida, ensayo, invención y biografía, sin diferenciarlos ni confundirlos. Prolijamente intercaladas entre carta y carta encontraremos las sutiles ilustraciones de Fidel Sclavo. Para cada autor, al menos una de las ilustraciones consiste en una intervención gráfica de Sclavo sobre un retrato a partir del cual se ha construido públicamente la imagen de ese escritor. Así las ilustraciones también se componen sobre la tensión entre voz personal e imagen pública.
En el prólogo Negroni anuncia que el hilo común entre las misivas es “la empedernida reflexión que cada carta emprende, casi con saña, en torno de los costos de la actividad literaria”. Creo que la palabra “costos” sintetiza bien el diccionario de heridas que esta correspondencia recorre. Se refiere, por un lado, al pacto a contramano que la literatura firma con (o contra) el mundo de los intercambios financieros y materiales. Y alude también al precio emocional que los escritores pagan por traficar los bienes y los males que encuentran en el pozo oscuro llamado “literatura”. En las cartas, una de las formas más recurrentes de esta reflexión es la protesta de los escritores por los desajustes entre su pasión literaria, el prestigio otorgado o denegado por la crítica y por los otros escritores, y las demandas del mercado editorial. La escritura cuesta. Eso dicen estas cartas donde también hablan las enfermedades –las neuralgias y el vértigo de Jules Verne; el asma de Wilhelm Grimm; los dolores de cabeza y las fiebres de Robert Louis Stevenson–. Donde habla la pérdida trágica de los seres queridos –los de Emilio Salgari, los de los hermanos Grimm, los de Mary Shelley–. Y sobre todo, donde hablan las múltiples variaciones de una misma y única soledad. La soledad de quienes eligen o son elegidos por la soltería, como Louisa May Alcott o Hans Christian Andersen. La soledad de los amores mal correspondidos, como los de Mary Shelley, Lewis Carroll o J. D. Salinger. Y en el centro de todas, la soledad de la invención, que “Carlo Collodi” menciona como un gran hallazgo de Paul Auster. Como Negroni ya había señalado en otras ocasiones, el Capitán Nemo de Jules Verne ficcionaliza magistralmente ese carácter ermitaño y a menudo misántropo de la creación. El “Jack London” de Negroni también lo describe con despiadada exactitud: “En la jaula fría de la escritura, recuerda, no eres más que un tigre, famélico y triste, donado como espectáculo a un público ruin”.
Se podría decir así que estas cartas, aunque basadas en una colección de libros para niños, en realidad tratan los aspectos “no aptos para menores” de la autoría literaria. Puesto que lo que encuentran es que los costos invisibles de la escritura son el hambre, las deudas, el ansia, la obsesión, las enfermedades o el aislamiento. ¿Y qué saben los niños de estos intercambios? ¿Cómo podrían comprender el precio de la ocupación literaria, o de su intensa desocupación? En el reverso de esta moneda, sin embargo, se inscribe un vínculo indisoluble entre infancia y escritura. Se sabe que esta última comparte con la niñez la temporalidad del juego, la forma laberíntica del tiempo libre, y la crueldad y la inocencia de las pasiones que no conocen un tamiz moral. Por eso es sólo a partir de cierto desconocimiento, involuntario o intencional, de la relación entre precio y beneficio, entre trabajo y remuneración, entre el riesgo y sus censores, que es posible escribir. Que los escritores nos parezcan a veces enfants terribles es sólo un corolario de esta inhóspita ecuación. También lo es el que algunos escritores, como J. M. Barrie, Hans Christian Andersen o Lewis Carroll, hayan encontrado en la infancia el corazón atroz de su ficción. Con sus Cartas extraordinarias, sin embargo, Negroni recorre los dos lados de ese espejo como quien patina sobre una cinta de Moebius. Es decir, las cartas dan voz a una escritura que busca en la infancia el refugio necesario de las responsabilidades de la vida adulta, pero también escuchan el lamento del escritor adulto por las mutilaciones personales a que esa decisión lo somete. De esta manera Negroni entabla una correspondencia con las lecturas de su propia infancia para continuar preguntándose, mediante las voces de otros escritores, sobre las hendiduras de la actividad literaria.
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