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Sábado, 3 de mayo de 2008

PATRIMONIO

El fantasma del Metropol

El viejo hotel de la calle Bartolomé Mitre es un caso simbólico de por qué ya es hora de tener una ley general de patrimonio que marque la cancha.

 Por Sergio Kiernan

En Bartolomé Mitre al 1600 se anduvo desarmando el viejo hotel Metropol, un chiche de 1901 que milagrosamente conservaba hasta sus arañas. El lugar fue inspeccionado por la Ciudad, pero los inspectores no encontraron a nadie y dejaron una faja prohibiendo tocarlo hasta presentarse a la DGROC. Según testigos, ya sacaron puertas, sanitarios de época, mármoles y mayólicas para venderlos como anticuariado. El edificio no se puede demoler, pero la vaguedad legal –la orfandad– deja en las tinieblas si se lo puede desarmar por dentro, dejando techo y paredes. La DGROC, gaucha, se paró en que nadie pidió un permiso de obra, necesario hasta para sacar un azulejo.

Hablando por los pasillos, uno nota que ya hay funcionarios y políticos que están llegando a la conclusión de que el tema patrimonial ya no puede seguir en la célebres Nubes de Ubeda. Aunque una mayoría de legisladores y funcionarios todavía no acusan recibo del todo, la cuestión ya está en la agenda política y gradualmente servirá para ganar o perder votos, como la seguridad, el transporte, la salud y la educación. Queda demostrado por la rápida acción de la muy joven gestión de Mauricio Macri en febrero, cuando desde el oficialismo se armó la catalogación del colegio La Salle, votada con una velocidad y unanimidad pocas veces vista. Que el PRO tome un tema patrimonial y lo defienda con todos los fierros muestra que el tema es importante y que el partido está dispuesto a tomarlo, como corresponde a un partido político en gestión.

Así estamos con varios miles de edificios protegidos o al menos prorrogados, gracias a que se votaron las listas de edificios representativos, de premios municipales y de edificios viejos incluidos en el Paisaje Cultural, esa chantada de Jorge Telerman que al final sirvió para algo. Todo esto, en rigor, está en el aire porque todavía no tiene sanción final y porque es una lista amplia pero muy parcial de lo que tiene la ciudad en su stock de edificios valiosos. La amplia mayoría de Buenos Aires sigue al pairo, indefensa.

Pero la preservación patrimonial ya tiene dientes, políticos y legales, los suficientes como para que los boletos condicionen las escrituras a que se pueda efectivamente demoler. Esto significa una fuerte inseguridad jurídica para la construcción, y el que lo dude que le pregunte al dueño de algún edificio a construir en un lote que resultó no demolible: el tipo se hizo el vivo y perdió feo, de a varios centenares de miles. La Justicia porteña, a nivel de Cámara, dejó más que en claro que las avivadas no van más: sólo se puede demoler si Santiago de Estrada te consigue una excepción, y eso corre sólo para las parroquias.

Lo que nos deja, con la legislación actual, un verdadero problema. La lógica entera del andamiaje legal porteño es que la construcción es deseable, un bien en sí mismo. Este modelo de ciudad fue afirmado por la dictadura y no fue cambiado por la democracia, por falta de imaginación y porque nadie se quiere pelear con la industria. La idea es que aumentar la densidad poblacional es positivo, que es lo que hace a la vida urbana disfrutable y le da sentido.

Esto puede ser cierto si uno vive en Nueva York, que tiene cientos de kilómetros de líneas de subte –de cuatro vías, para que corran trenes expreso– y una infraestructura envidiable. Pero la realidad porteña es que la densidad nos abrasileña, pasando de Buenos Aires a San Pablo sin escalas. Hasta cuando hay plata y subte, como en Belgrano, la cosa se pone irrespirable, saturada, excesiva.

Por lo tanto, el primer asunto a cambiar es la total permisividad a la construcción. La primera marca en la cancha es avisarle que no es más la niña bonita a la que se le acepta cualquier capricho. Cambiando la zonificación se puede empujar el poblamiento porteño a zonas vacías, de baja densidad y “nuevas” de la ciudad, como el ignorado suroeste. Y se puede preservar las zonas del sureste –Constitución, Barracas– sacándole los absurdos regalitos de metros extra por ser Zona Sur que concede el código urbano (si se construye en la zona sur porteña se puede subir más y cubrir más metros por el solo hecho de dignarse ir a esos barrios).

El segundo asunto, que en este panorama político seguramente será el primero en tratarse, es dar vuelta el proceso de catalogación. Catalogar un edificio en esta ciudad es más difícil que bailar el tango revoleando las piernas: hace falta ser un profesional con una paciencia oriental. Hay que fichar el edificio, armar una carpeta, presentarlo a la Legislatura, encontrarle un hada madrina. Si todo eso sale bien, el proyecto pasa a la doble lectura, esto es: se hacen audiencias públicas y se tiene que votar dos veces. No hace falta ser un genio legislativo para entender que el mecanismo está hecho para que queden algunos edificios testimoniales y punto.

Este tipo de ley les sirve a ciudades totalmente demolidas, como San Pablo, donde se busca preservar alguito de lo que fue quedando. Sampa tiene apenas un barrio conservado, el de Jardim Europa, al que se le congeló la altura y las superficies construibles en uno. Así se conservaron varias hectáreas de casas amplias, con jardines, que se pueden demoler pero sólo para reemplazarlas por una nueva del mismo metraje. Unos pocos millonarios lo hicieron, pero el barrio es un deleite de casas clásicas y verdes añejos. Lo otro preservado es una docena de mansiones sobre la Avenida Paulista, las últimas de tres kilómetros de Francia construidas en el trópico. Y quedan algunos edificios históricos, aquí y allá, conservados como monumentos. El resto es un desierto de cementos mal hechos y apilados, un desastre urbano pocas veces visto.

Buenos Aires todavía tiene algunos miles de casas patrimoniales, bajas y valiosas como arquitecturas, muy nuestras, que le dan todo su carácter a la ciudad. En este tipo de ciudades, el sistema de preservación invierte la carga: todo está protegido y el que tiene que armar la carpetita y hacer el trámite es el que quiere demoler y construir. Este es el sentido del proyecto de la diputada porteña Teresa de Anchorena, que busca declarar patrimonio todo lo que se construyó antes de 1941 –por poner una fecha, porque se escuchan alternativas– y a partir de ahí crear una instancia que permita tramitar la descatalogación, pieza por pieza. Así, con el impulso de la industria de la construcción para que le aclaren dónde sí y dónde no, se formaría muy rápidamente un aparato legal claro y eficiente.

Algunos que escuchan esto suelen protestar que se quiere “congelar” la ciudad, sobre todo si son arquitectos. Esto es una tontera abismal: los edificios anteriores a 1941 son apenas el 20 por ciento, y nadie espera que se preserven todos. Tampoco perderán dinero los dueños de casas y terrenos en zonas protegidas, ya que cuando se demuele todo lo que vale es la tierra, pero cuando se preserva lo que vale es el edificio. Un ejemplo de Nueva York: cuando se protegieron algunos edificios chicos –que allá significa seis pisos– los dueños pusieron el grito en el cielo, porque esperaban varios millones a la hora de venderlos a desarrolladores; lo que terminó ocurriendo fue que cobraron varios millones pero a gente que realmente quería vivir ahí, y pagó bien pero por el edificio, no por el terreno. Entre nosotros, San Telmo es un ejemplo clarísimo de la misma tendencia, como se puede comprobar viendo los avisos inmobiliarios.

A todo esto se le suma el proyecto, también de Anchorena, de permitir que se venda el espacio aéreo que se podría construir y no se construirá por la catalogación, para que las constructoras lo usen en otras zonas. Esto permitiría realizar el potencial económico de una propiedad, sin tener que demolerla.

En el fondo, este debate excede el tema patrimonial y va a esa mala palabra: planeamiento. Si se lo dejamos a los urbanistas, estamos fritos, porque estas cosas sólo funcionan con debate político, donde podamos decirles a nuestros representantes si realmente queremos una ciudad de alta densidad, construida en altura, con infraestructura deficitaria, sin cielo pero a estrenar, con amenities y cableado de Internet.

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Imagen: JORGE LARROSA
 
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