Sábado, 18 de octubre de 2008 | Hoy
El escandaloso lobby que hacen las cámaras de cartelería contra el lúcido proyecto que envió el gobierno porteño a la Legislatura ya dio resultados: hay un proyecto alternativo, mucho más blando, generado desde el mismo PRO.
Por Sergio Kiernan
Cuando el director general de Política y Desarrollo del Espacio Público, Tomás Palastanga, envió a la Legislatura porteña un drástico proyecto para limitar la publicidad en vía pública, se estaba metiendo en una guerra. No es que Palastanga sea un ingenuo –tiene sus ideales, que no es lo mismo–- pero es posible que ni él se imaginara lo que iba a ocurrir. Que es que las cámaras del sector se instalaron en la comisión de Protección y Uso del Espacio Público y dieron un espectáculo nunca visto ni siquiera en el edificio que alguna vez fue el Consejo Delirante. Como si alguien los hubiera votado, los lobistas carteleros se sentaron a debatir, discutir, corregir y participar del tratamiento de la ley. Esto es francamente insólito y completamente irregular, ya que la norma indica que las partes afectadas por una ley deben ser escuchadas –el reglamento hasta indica mínimos de tiempo en que pueden hablar– pero cuando los diputados o sus asesores debaten nadie tiene derecho a abrir la boca. Pero la presidente de la comisión, la diputada Silvia Majdalani, evidentemente está en contra del proyecto que envió su propio gobierno (ella es del PRO). Es más: su actitud indica que es una ardiente partidaria de los carteles, porque ya redactó un proyecto alternativo, de lo más complaciente, y quiere que se lo firmen ya, en días, ahora.
El espectáculo que dieron los lobistas de la industria del cartel les llamó la atención hasta a los observadores más cínicos del palacio legislativo. Como resulta que el sector cartelero está muy dividido, hay muchas cámaras y sociedades empresarias y muchos, muchos lobistas. Literalmente, m2 llegó a tropezarse con ellos por los pasillos y a tener conversaciones sobre la ley con gente que obviamente estaba dedicada full time al tema. Todos los lobistas están realmente angustiados con el proyecto que envió el gobierno porteño y oscilan entre el alarmismo –-¡cientos de desempleados! ¡quiebras generalizadas!–, la burla –ni en Francia son tan estrictos– y el catastrofismo constitucional: hacer sacar los carteles significa confiscar propiedades privadas.
El proyecto que envió Política y Desarrollo del Espacio Público, una dependencia del Ministerio de Desarrollo Urbano, surge del mismo PRO que gobierna, pero curiosamente tiene como peores enemigos a dos legisladoras del mismo PRO. El proyecto es realmente drástico, como es la tendencia mundial en este momento, y tiene como modelo la nueva ley de Madrid. Resulta que la capital española era de las más contaminadas de Europa y decidió limpiarse de mugres visuales con una ley dura que llevara a la ciudad al standard de Londres, París o Bruselas, ciudades realmente limpias de cartelerías. Más cerca, San Pablo pasó una ley tan draconiana que muchos comerciantes terminaron poniendo un empleado con una bandera o un cartel en la puerta para que la gente se enterara de qué se vende en los negocios. Los paulistas están unánimente felices de no vivir más en una Calcuta latinoamericana, peor de lo que es y será jamás Buenos Aires en materia de cartelería.
Como es comprensible, nada de esto conmueve a los carteleros, que sólo piensan en sus negocios. Su argumento básico es que no hace falta una nueva ley sino hacer cumplir la normativa vigente. Esto es francamente alarmante, porque es una confesión de que las empresas miembro de las cámaras y representadas por los lobistas quiebran sistemáticamente la ley. Resulta casi cómico escuchar a los lobistas dar ejemplos de carteles ilegales que fueron instalados por sus representados. Ante la obvia pregunta de por qué lo hacen, si saben que son ilegales, se te quedan mirando. Nunca se les ocurrió que uno tiene que negarse a quebrar las leyes vigentes.
Lo que no entienden los carteleros es que se pasaron de la raya y ya despertaron el encono general. La sopa visual en que se vive en la ciudad, su aspecto caótico y burdo, no tiene defensores. De hecho, cuando se conoció el proyecto de Palastanga la reacción de lectores –y periodistas, por caso– fue de alegre incredulidad: por fin alguien proponía eso, mezclado con ¿será que alguna vez ocurrirá?
Obviamente, la diputada Majdalani no piensa así. Como si la hubieran votado los carteleros, no sólo les dio un lugar indebido a los lobistas en su comisión sino que compuso un proyecto permisivo, mucho más blando del que generó su propio partido. Curiosamente, este jueves y viernes circulaban por los pasillos de la Legislatura dos agitados lobistas del sector –una de la Cámara Argentina de la Industria del Letrero Luminoso y Afines y uno de la Cámara Argentina de Anunciantes– repartiendo despacho por despacho un escrito. El texto criticaba el proyecto de Majdalani porque había dejado afuera a las marquesinas, esos gigantescos aleros que cubren de maxikioscos a teatros. Con una frescura increíble, el texto hasta sugería, palabra por palabra, lo que debería decir la ley. Exactamente eso: donde dice tal cosa, debería decir esta otra, todo escrito en el mejor lenguaje legislativo.
Ni el lobista ni la lobista notaban realmente qué alucinante resultaba que las empresas se permitieran reescribir proyectos. Tal vez no sabían que ni hacía falta que se molestaran, ya que la vicepresidente primera de la comisión, Inés Urdapilleta, ya había anunciado que sólo apoyaba el proyecto y lo firmaba si se incluían las marquesinas... Majdalani les envió el proyecto a sus colegas a fines de la semana pasada y está muy apurada para que se lo firmen ésta que comienza, un apuro llamativo.
Este nivel de desprolijidad es tal que se sabe que varios colegas de bancada del PRO están indignados (e indignadas) por no hablar de muchos de la oposición. Sin embargo, el proyecto de Majdalani tiene buena chance de pasar o puede que el original del gobierno porteño quede en la nada, como sueñan los lobistas. Es que, por un lado, la industria cartelera mueve mucho, mucho dinero, con lo que tiene fondos como para cualquier lobby. Por otro lado, es una industria que abunda en monopolios que continúan en el tiempo y el espacio, bajo gobiernos de todo tipo, seguro síntoma de aceitados contactos. Y tercero, es una industria esencial para los políticos en tiempos de campaña electoral, una industria acostumbrada a hacer favores y cobrarlos después.
Un ejercicio para lectores interesados: habrá que ver quién impulsa esta ley y comparar su entusiasmo de hoy con el tamaño de su campaña el año que viene.
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