Sábado, 13 de junio de 2009 | Hoy
El subsecretario Sábato y el director general Ortemberg demolieron los mármoles de Recoleta. Y luego empezaron a cubrirse con cartas preguntando cómo se interviene el patrimonio, como si nada hubiera sucedido. Es que habían roto a martillazos un monumento histórico nacional.
Por Sergio Kiernan
Cuando los escalones de mármol de Carrara de la entrada del cementerio de Recoleta fueron destrozados a martillazos, se estaba cometiendo un acto de barbarie. También se estaba faltando a la ley, a los procedimientos claritos que dicen qué se puede hacer y qué no. Los responsables de la destrucción de estas piezas tan valiosas, ambos arquitectos, se dieron cuenta de que habían metido la pata y comenzaron a cubrirse. Lo hicieron tan tontamente que terminaron dejando una cadena de papeles que da risa porque prueba con qué dejadez rompieron un monumento histórico y pieza del catálogo urbano sin seguir los pasos previos que marca la ley.
Esto de rehacer la Recoleta viene de tiempos de Ibarra-Telerman, un dúo dinámico que no dejó patrimonio sin alterar. De esa época data el proyecto que se está cumpliendo ahora, bajo nuevo management. El coqueto planito muestra veredas diversas y elimina esos pavimentos mezcla de cemento y adoquín del final de la calle Junín, reemplazando todo por una superficie de adoquines. Detalle importante para la saga de tonterías que viene a continuación, en el planito no queda en absoluto en claro qué pasa con los escalones del peristilo de entrada.
Esto ocurre porque ni Ibarra ni Telerman pensaron en algo tan tonto como nivelar veredas y calzadas, un “recurso” que parece ser la pasión del macrismo (¿habrá sido la tesis de Chaín? La de Piccardo no puede ser porque es ingeniero industrial y se dedica al marketing, o sea que ni sabe de qué le hablan...). La variante no fue incluida en el planito famoso y terminó creando un problema de alturas cuando se levantó toda la vereda en esta obra nueva.
El problema fue con el peristilo, la entrada de honor al cementerio, la que usan todos los turistas y visitantes. El noble edificio tiene columnas toscanas, adustas y simples, que tienen la característica de surgir del suelo, sin base ornamental. Por eso es que es tradicional “montarlas” sobre algún elemento que les haga de base, que ayude a su elevación. En el caso de la Recoleta, la “base” era formada por dos peldaños de alzada, con el tercero formando ya el nivel del pavimento del edificio.
Al levantar la vereda, como se puede ver en la foto de tapa, desaparecía completamente el primer escalón y casi todo el segundo, con lo que el conjunto ya iba a quedar más petiso en proporciones. Este detalle de respeto a las proporciones se les pasó a los responsables, el subsecretario de Proyectos Urbanos, Arquitectura e Infraestructura de la ciudad, arquitecto Jorge Sábato, y a su subordinado, el director general de Proyectos Urbanos y Arquitectura, el también arquitecto Miguel Ortemberg. Algo nos dice que si se les hubiera señalado el detalle, no le hubieran dado el menor peso.
Pero lo que terminó de matar la escalinata fue la rampa de acceso para minusválidos, que por alguna razón Sábato y Ortemberg no pudieron pensar en alguna otra entrada de las varias que tiene Recoleta, incluyendo una a pocos metros de la principal. Tampoco se les ocurrió que un criterio de intervención básico en un edificio tan antiguo, protegido doblemente como pieza histórica, podría ser algo que no implicara demoler. Por ejemplo, una rampa removible, un objeto apoyado sobre los escalones, algo que el día de mañana se pueda sacar.
Lo que decidieron los dos arquitectos, que tienen título y todo, fue destruir los irremplazables escalones de Carrara y construir una rampa. Con lo que ellos deben considerar un refinamiento supremo, decidieron recubrir la rampa también con piedra y eligieron una medio blancuzca, de la que se usa hoy para mesadas de cocina en esos departamentos con amenities. Colocada al lado del Carrara italiano, esa piedra parece un trapo sucio. Y cuesta imaginar una superficie más resbalosa para una silla de ruedas, en particular si está mojada.
Quienes llevaron a cabo este atentado la emprendieron a martillazos contra los peldaños, de cinco centímetros de grosor. La mayoría quedó tirada en trozos que los vecinos se llevaron de recuerdo o los contratistas tiraron rápidamente, pero una parte se volvió a cortar y se usó para revestir el frente de la rampa. Son esas lajas finitas que se pueden ver en las fotos.
Todo esto ocurrió antes del 20 de mayo, cuando la diputada porteña Teresa de Anchorena, que preside la Comisión de Patrimonio de la Legislatura y es además vocal en la Nacional de Monumentos y Lugares Históricos, le envió a Sábato una carta expresando su preocupación por la demolición de la escalinata. Anchorena le recuerda al subsecretario que Recoleta es un Area de Protección Histórica y desde hace dos años el cementerio en sí es un monumento histórico. Y finalmente le solicita que instrumente los medios para la inmediata reposición de lo demolido, porque si no “nos encontraríamos ante una pérdida irreparable para el patrimonio histórico de nuestra ciudad y de la nación toda”.
Ni Sábato ni Ortemberg movieron un dedo para reponer nada, por supuesto. Cuando leían la carta ya se estaba construyendo la rampita revestida de mesada. Lo que sí entendieron fue que tenían que cubrirse: se habían cargado un momento histórico nacional, algo que no podían arreglar entre ellos. El martes 26 de mayo –casi una semana después de la nota de Anchorena y tres días después que la escalinata apareciera en este suplemento–, Ortemberg le escribe a la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos una carta de una ingenuidad conmovedora (ver facsímil). El funcionario pregunta al presidente de la Comisión, Juan Martín Repetto, sobre “el criterio a adoptar en la intervención del basamento del peristilo de acceso al Cementerio de la Recoleta, pieza preponderante de nuestro patrimonio arquitectónico, obra del arquitecto Juan Antonio Buschiazzo”.
Es impresionante la caradurez de Ortemberg y Sábato: le preguntan a Repetto qué hacer cuando “el basamento del peristilo” llevaba una semana demolido.
El presidente de la Comisión debe ser un caballero, porque el 28 de mayo Ortemberg vuelve a la carga enviando dos juegos de planos. Uno es el planito original, de diciembre de 2006. El otro está fechado en abril de este año y es definido como “resultado de las múltiples modificaciones que debimos realizar durante la obra, en función de reclamos de vecinos y otros actores”. Que es una manera elegante de empezar a sugerir que la culpa es de alguien que no sean Sábato y Ortemberg.
El 1º de junio, Ortemberg emite otro documento, dirigido a su jefe, el arquitecto Sábato, pero escrito en realidad para que éste le conteste a la Legislatura sobre las obras en Recoleta, ya que los legisladores le pedían informes. El largo texto se va en generalidades, pero en su inciso “m” aparece algo interesante. Según Ortemberg, los vecinos pidieron tantos cambios que hubo que “reproyectar la solución hidráulica”. Esto obligó a alterar “los niveles previstos en calle Junín y en el acceso al cementerio, que se elevó 16 centímetros. Esta diferencia deja bajo nivel el primer escalón del basamento del peristilo”.
Aquí Ortemberg vuelve a poner en riesgo el tamaño de su nariz, porque les dice a los legisladores que “se estudiaron las alternativas existentes para dar solución a este imprevisto y en obra se decidió una (sic) de las dos posibilidades halladas, consistente en remover las placas del escalón bajo nivel y prolongar la pedada restante a modo de rellano, tomando el ancho de las rampas laterales. Las placas retiradas son puestas a resguardo para su reutilización en el nuevo basamento”.
Esto es manifiestamente falso: las placas no fueron “retiradas” sino rotas a martillazos. Lo que se “retiró” fue cortado para revestir la rampa. Varios vecinos tienen pedazos del Carrara en sus casas que muestran los martillazos y hasta en este suplemento hay uno, grande y cascado, a disposición de los legisladores.
Pero Ortemberg no se deja intimidar por estos detalles y continúa diciendo que “esta opción soluciona dos temas: uno, el suscitado por el cambio de niveles y el otro, dando respuesta a la ley 962 de accesibilidad de un modo definitivo y acorde con la categoría de edificio del que se trata”. Uno pensaría que Buschiazzo también debió pensar que su Carrara estaría allí de “modo definitivo” y que no habría un Ortemberg en su futuro para demolerlo. Tal vez este Ortemberg podría pensar que en el futuro habrá otro Ortemberg que destruya su obra.
En fin, Ortemberg hasta completa diciendo que consideró y se negó a crear un “patio inglés” a la altura de los escalones, esto es, dejar en ese fragmento el nivel original de la vereda. Esto le creaba problemas de desagües y “discontinuidad” en la vereda de Junín. Es obvio que en ningún momento se le ocurrió a este Ortemberg pensar en el futuro Ortemberg que podría querer desenterrar los escalones y bajar el nivel de la vereda. Lo que decidió fue destruir los escalones a martillazos.
Total, los funcionarios públicos no tienen que responder por lo que rompen. Sábato y Ortemberg, arquitectos ambos, estropearon una obra de uno de los fundadores de su disciplina entre nosotros. También rompieron a martillazos un material irreemplazable. Este suplemento llamó a varias marmolerías para ver quién tiene Carrara y escuchó muchas veces que esa piedra ya no existe más. La novedad es que ya no hay ninguna piedra que venga con cinco centímetros de grosor, porque en esta posmodernidad es inimaginable que nadie haga semejante gasto. Para buscar así, recomiendan los del gremio, hay que ir a demoliciones anticuarias y llevar una chequera de las más robustas.
Pero esto no les interesa a Sábato y Ortemberg. No era su mármol ni su peristilo. Y es tan fácil escribir cartas haciéndose los suecos...
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