Sábado, 31 de marzo de 2012 | Hoy
En la flamante zona de protección de la city hay una excepción, que será usada para construir una mole justo al lado del convento de Santa Catalina.
Por Sergio Kiernan
La flamante Area de Protección Histórica que amplió los límites a la especulación inmobiliaria hasta Plaza San Martín tiene una excepción de las grandes. El terreno que toma toda la cuadra de Reconquista entre Córdoba y Paraguay, y que avanza media cuadra sobre sus laterales, va a ser el sitio de un alarmante edificio. Justo atrás del convento de Santa Catalina, justo enfrente del rectorado de la UBA, una mole de sesenta metros de alto y cien de largo va a enanizar todo su entorno.
La ley que expandió la protección urbana de Parque Lezama a Plaza San Martín fue impulsada y creada por el entonces diputado del PRO Patricio Di Stefano, cuando presidía la Comisión de Patrimonio de la Legislatura porteña. El proyecto original era durísimo y protegía decenas y decenas de edificios y lugares, una lista que fue podada en persona por el ministro de Desarrollo Urbano Daniel Chaín. El funcionario, se sabe, es un celoso defensor del valor y el uso de los terrenos, y se tomó la molestia por el precio de oro de la zona a custodiar. En la volada cayó este enorme terreno, que hasta ahora ocupa un estacionamiento.
La imagen de esta nota muestra en rojo la “inserción” del proyecto en la ciudad actual, equiparable en términos de urbanismo a la de una invasión extraterrestre. Fuera de toda escala posible, el edificio a construir agrega un peligro claro e inminente: por debajo se cavará y cavará para hacer varios pisos de estacionamiento. Todo esto, al lado del invaluable convento colonial.
Santa Catalina es una verdadera rareza en esta ciudad arrasada una y otra vez, uno de los muy contados edificios coloniales que nos quedan sin remodelar. La licencia para construirlo fue emitida en Madrid en 1717 y las obras comenzaron en 1727 con planos del arquitecto jesuita Andrés Blanqui. A este gran italiano le debemos alguna de las encarnaciones del Cabildo, la iglesia de San Ignacio, la de San Francisco, la de La Merced y la del Pilar. Y también lo que puede ser el mejor edificio argentino de esa época, la catedral de Córdoba.
Lo que diseñó Blanqui, sin embargo, no pudo ser. Las obras se paralizaron y en 1737 el proyecto se trasladó al lugar actual, increíble descripto en los documentos de la época como “más tranquilo” y “con buena vista al río”. El edificio se termina entonces en 1745, enteramente realizado en ladrillo y cal, con entrada directa sobre la calle San Martín, por el portón que hoy se ve tapiado. El altar de la iglesia se completa en 1770 y la siguiente reforma del templo se realiza recién en 1910, cuando se coloca la estatua de la santa en el frente y se abren ocho ventanas con vitrales. La municipalidad restaura el atrio y se compromete a mantener el jardín allí creado.
Santa Catalina es monumento histórico nacional desde 1942 y en 1964 el arquitecto Rodolfo Berbery realizó una extensa obra de remoción de agregados y de restauración de ámbitos y materiales. Todo el conjunto recuperó su blancura tradicional, con manos de cal aplicada a la antigua, con manoplas de cuero. La última restauración, ya con el monasterio desactivado, fue a fines de siglo.
Este tesoro ya fue agredido otras veces por obras nuevas. Cuando se amplió la avenida Córdoba, el convento perdió edificios de servicio y... su cementerio. Luego le hicieron en el terreno así “liberado” una torre de fealdad particular, casi pensada para oscurecer el entorno. Y ahora, en esta Buenos Aires donde cavar ocasiona derrumbes, los cimientos coloniales se tendrán que bancar al menos tres niveles de subsuelo para cocheras. Es que si bien el edificio estará retirado del monasterio –para crear la “calle privada” que se ve en la imagen– el estacionamiento va a aprovechar cada centímetro posible, no sea cosa.
La casa de Puan 123 será demolida, pese a la oposición férrea de los vecinos y a la llamativa irregularidad con que pasó por el Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales. Esta semana, la bien llevada residencia apareció tapiada y con uno de esos telones que anuncian demoliciones, como se ve en la foto. Había un amparo que no despegó, al parecer por problemas más formales y legales que otra cosa, ya que nunca se llegó a tratar el tema de fondo. Es que el día en que el Consejo trató el caso de Puan hubo un muy sospechoso empate, causado –como se puede ver en el acta del día– porque terminó votando un representante de una institución que tiene voz pero no voto. El supuesto empate, ilegítimo, fue a parar al escritorio del director general Antonio Ledesma, técnicamente el jefe del Consejo y con voto desempatante. Como Ledesma nunca, pero nunca va a las reuniones que le maneja de hecho y sin mandato por escrito la arquitecta Susana Mesquida, no debe haberse dado cuenta de que no había empate alguno, que el Consejo en realidad había votado por preservar el edificio. Ledesma, con suma coherencia, votó por permitir destruirlo.
Resultó, por suerte, una versión y nada más que eso. La renovación de la ley que protege el patrimonio anterior a 1941 no fue tratada sobre tablas este jueves pasado, en la sesión de la Legislatura. Será tratada después del feriado largo con trámite especial.
Que los porteños estemos sin esta ley tan básica, tan débil, tan pobrecita es una muestra del odio que le tiene a cualquier límite la corporación inmobiliaria. La ley apenas crea un trámite especial para los edificios anteriores a 1941, cuya destrucción no es automática como era antes, sino que tiene que pasar por el ya mencionado Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales. Esta entidad, como lo indica su nombre, era un grupo asesor sin mayores poderes ni deberes, que recibió este fuerte encargo vinculante.
El actual Ejecutivo porteño jamás consideró siquiera crear la estructura para que hiciera su trabajo en serio. Al contrario, lo degradó con trampitas como los barridos y, ahora, las revisiones que constituyen una apelación para los amigos y los bien conectados que “sufrieron” la catalogación de algún lote a construir.
No alcanzó: a fin de año, el PRO hizo otra trampa y no permitió que se votara la renovación de la ley, como se venía haciendo regularmente. Un rápido amparo ordenó que la ley siguiera vigente hasta que la tratara la Legislatura, mientras que una contrachicana de la diputada María José Lubertino fue presentar un proyecto para simplemente catalogar todo lo construido antes de 1941. En estos días se verá hasta dónde el macrismo está dispuesto a comprarse otro problema mayúsculo para defender a su principal clientela, los especuladores inmobiliarios.
Este miércoles se realizaron las anunciadas audiencias públicas sobre varios temas de gran importancia que está tratando la Legislatura. Las audiencias son un mecanismo por el cual los diputados de la Ciudad escuchan a los involucrados en un tema a tratar, y es una chance de los vecinos para hacerse oír directamente. Varias ONG organizaron hasta una reunión previa para movilizar para estas audiencias en particular, que tratan temas de gran porte.
Uno es desactivar un jugoso regalito que les hizo esta ciudad a las constructoras durante el pánico de la crisis de 2001. Fue entonces que se creó el concepto de Area de Desarrollo Prioritario, con extras de todo tipo para los especuladores. La idea quedó en apenas un ADP enorme, que toma todo el sur porteño siguiendo el eje de la avenida San Juan y sus continuadoras, hacia el Riachuelo. El proyecto original hasta ponía algunos límites para lo que se podía hacer, pero esos límites fueron cayendo y lo que se votó era muy simple: un 25 por ciento de metros de más por encima de la zonificación.
El año pasado, María José Lubertino, Eduardo Epszteyn, Martín Hourest, Sergio Abrevaya y Aníbal Ibarra presentaron un proyecto para retirar este regalito de una parte sustancial del ADP. Este nuevo perímetro incluye La Boca y buena parte de Barracas, barrios que alojan buena parte del patrimonio construido de la ciudad.
El otro proyecto que se discutió y que inicia ahora su vida legislativa, es el de transferencia de la capacidad constructiva, que por una vez crea un potencial negocio para el patrimonio. La idea es que los que se vean “afectados” por una catalogación, como les gusta decir a los que se oponen al tema, puedan vender los metros que podrían construir si les permitieran demoler su edificio. Estos metros potenciales se transforman en reales por medio de un instrumento legal, que luego se puede vender.
Los compradores serían las constructoras que hasta ahora reciben gratuitamente muchos metros de más de parte de un gobierno complaciente. Por ejemplo, todos los que van a construir un edificio de altura X al lado o entre medio de otros más altos. Las alturas permitidas son, en muchos casos, menores ahora que antes y por eso los constructores piden un “enrasamiento”. Como en el gobierno porteño –en todos los gobiernos porteños– odian los serruchos, siempre les dicen que sí, que suban para que quede parejito, reglando metros cuadrados sin costo alguno. Estos metros, y los que surgen de otros trucos por el estilo, tendrán que pagarse presentando certificados de compra de metros virtuales de edificios catalogados.
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