El castillo que volvió
En una obra ejemplar, un equipo de especialistas restauró el castillo de los Pacheco, hoy centro de un barrio cerrado. Una pieza única, un trabajo exacto, un resultado que llena de alegría.
Por Sergio Kiernan
¿Qué se hace con un chateau de cuatro plantas, infinitos ambientes, estucos, bronces, mansardas y hectáreas y más hectáreas de parque secular? Un clavo, diría un ciego, que sólo deja de ocasionar gastos ruinosos con una certera demolición. Pero el castillo de los Pacheco tuvo la suerte feliz de toparse con otra solución, en la forma de un consorcio que decidió lucirlo y disfrutarlo, y lo salvó en una obra que se mereció anchamente el premio a la intervención en el patrimonio que le dio la Sociedad Central de Arquitectos a fin de año.
El castillo es un ejemplo brillante de los tiempos en que el dinero compraba belleza. Esta maison de champagne en su momento reunió la más alta estética con la tecnología más moderna y en 1882 ya tenía calefacción central por radiadores y perfilería de hierro. Cuando fue construido, era la cúspide de una estancia formidable, de 7000 hectáreas, que tomaba prácticamente toda la zona norte de la Capital. Las tierras habían sido compradas en 1837 por el general Angel Pacheco, mano derecha de Rosas, y la próspera estancia incluyó lo que hoy son barrios y ciudades enteras, tramos de autopista y ferrocarriles.
El castillo es hoy el centro del Talar de Pacheco, un barrio cerrado de 80 hectáreas que aloja un verdadero tesoro patrimonial. Cerca de lo que hoy es la entrada está el casco original, una casona criolla panzona y cómoda, de techos de ángulo bajo y largas galerías, que sirve hoy de alojamiento a los que compraron terreno, están construyendo y no pueden esperar para mudarse al barrio. Al lado está la formidable caballeriza, de 1908, impecablemente recuperada con todo y boxes revestidos de mayólica inglesa, con paredes de roble y cerraduras de bronce. Pasando este primer conjunto, entre las casas contemporáneas del barrio, se cruza un notable parque que Carlos Thays diseñó y plantó hacia 1900. En medio de los árboles inmensos, enmarcado por prados impecables, se alza el castillo y sus edificios de escolta.
El chateau es profundamente francés, en ese estilo ecléctico tan de moda en la segunda mitad del siglo que tiene mucho de renacentista a la francesa –con su vocación de altura y sus toques góticos– y mucho de capricho del momento. El desconocido arquitecto –se perdió la documentación de obra y averiguar el autor es una tarea de detectives– le dio a su edificio empaque y aires de gran residencia, y también una notable gracia, un buen humor que invita a pasarla bien y ser feliz.
Como se entiende, el edificio tiene cuatro fachadas, distintas entre sí y perfectamente coherentes en sus asimetrías, juegos y alturas. Con mano segura, el autor mantuvo una total coherencia de textura –ladrillo visto y cemento de subido color arena, todo coronado por las pizarras de la alta y rotunda mansarda– que ancla los volúmenes en baile. Una fachada, la de acceso, está dominada por un amplio portón de doble hoja. Otra, por una terraza elevada y con una linda balaustrada; la tercera, por una loggieta definida por otra terraza elevada –ésta cuadrada– techada por una que abre el primer piso. La cuarta fachada es la de la torre, que esconde con elegancia y altivez una escalera de servicio.
El peculiar uso que se le da al castillo aporta a la notable experiencia que es recorrerlo. Como la administración y la hotelería están resueltas en las caballerizas y en el casco antiguo, el chateau es un agradable espacio para estar. Cualquiera que viva en el barrio puede usarlo, para reuniones, para alojar un amigo, o simplemente para estar entre esas paredes. Por eso, el edificio no fue ni reciclado, ni adaptado, ni cambiado a nuevas funciones: es una residencia igual que hace 122 años.
El tour puede empezar por la puerta principal, que da acceso a un hall moderado, que se abre a su vez en dos direcciones. Tomando la izquierda, se entra en un sueño, un divertimento, un capricho: la sala turca. Usado para fumar –en esos tiempos, al terminar la cena las damas tomaban su té en el salón; los caballeros, sus licores y habanos en el fumoir–, el ambiente es una fantasía árabe perfectamente realizada por alarifesespañoles que no ahorraron oros y hasta taracearon las puertas, que en su interior son arábigas y en su exterior francesas.
Dos arcadas comunican el serrallo con el salón principal, primorosamente decorado a la versallesca, con cremas y oros opacos, y con un festival de molduras y máscaras. Este gran y luminoso ambiente tiene salida hacia la primera terraza elevada, lo que en noches de verano permite imaginar los grandes bailes. En un extremo se alza una bella chimenea de mármol cerrada por puertas caladas de bronce, la primera de una serie que toca casi todos los ambientes de la casa.
Del salón se pasa a un pequeño comedor íntimo, un desayunador de familia realmente notable. Es un ambiente pequeño, decorado rococó en colores pasteles –tiza, celestes– con una doble puerta que da a la loggieta cubierta. Sobre las puertas y la chimenea se ven seis medallones ovalados con retratos de familia: el general Pacheco y su esposa, su nuera y su hijo, su nieto y biznieto, un muestrario de modas argentinas que va de las patillas federales a las barbas roquistas y los rulos de creolina que imponían a los niños.
Este lugar íntimo se comunica con el comedor formal, que a su vez tiene comunicación con el hall, un ámbito más severo y oscuro. La boiserie cubre todo, con un pico en la chimenea que tiene empotradas las armas de los Pacheco y en el cielorraso de falsas viguerías. El comedor se salva de la severidad por sus dos grandes ventanales, que le dan luz y una amplísimas vistas al parque.
El resto de la planta baja está tomado por la cocina, por circulaciones discretas y por un ambiente escondido, probablemente un recibidor donde se podía conversar y atender visitas sin usar el salón. Justo al lado del hall de acceso, se alza el volumen que acoge a la escalera, de triple altura y con un pavimento de mármoles blanco, negro y marrón que reproduce el damero óptico del siglo XVIII que tanto amaban los ingleses. La escalera es una pieza realmente notable: su sábana es libre, sin columnas ni soportes visibles, con sus piezas ancladas a los muros con una firmeza todavía hoy absoluta. Entre la planta baja y el primer piso, se ve mármol amarronado y una baranda de fina herrería –nada de fundición para los Pacheco–. De ahí hasta el segundo piso, hay un entablado de roble. Los muros están decorados con un estucado que recuerda que los artistas plásticos una vez fueron parte integral del trabajo arquitectónico.
El primer piso es una agradable colección de cuartos privados, en la que sólo se distingue una suite cuya sala principal es hoy un informal microcine. Al lado, está el baño principal, equipado con una bañera de una pieza de mármol empotrada en una alcobita decorada con murales de mayólica. En este mismo piso, y hablando de baños, está la única remodelación evidente del castillo, una composición en verde nilo de los años cuarenta. La terraza que cubre la loggieta le da aire a la suite principal y da ganas de adivinar que era exclusividad de la pareja reinante.
El segundo piso es nuevamente una colección de habitaciones, en su momento de servicio y hoy, muy remodeladas, de huéspedes. Una puerta da acceso a la última terraza, oculta entre las mansardas y con una vista que llena los ojos. Si se camina hasta la torre y se toma el último tramo de la escalera de servicio, se llega al remate, un mirador con ventanitas verticales, como troneras, que permite ver por kilómetros y kilómetros. Otra escalera lleva al tercer piso, que comparte la mansarda con el segundo, pero es un gran espacio abierto, un altillo. Allí se puede ver uno de lo secretos de la preservación del edificio: el gran ambiente es muy caluroso porque no tiene la menor aislación. Sus superficies son una red de maderas que anclan las tejas de piedra negra, perfectamente visibles, aireadas y secas. Esta simplicidad minimalista no deja espacio para bichos o humedades.
El edificio guarda pocas pero notables piezas originales. En la planta baja hay un precioso perchero y portmanteau que hasta tiene su terciopelooriginal. En la sala turca hay una mesa y una araña bizantina y bizarra. Y en el sótano... Lo que hoy es el gimnasio del barrio cerrado exhibe un espejo y mesada en estilo romano, en mármol blanco, que deja sin habla. En el mismo ambiente hay bancos amurados en el mismo material y estilo. Atrás del espejo hay una gruta artificial que aloja un guaraní de bronce de tamaño natural. Y en un rincón hay un baño completamente tapizado en mayólicas, con sus artefactos originales. Comedores y salones todavía tienen sus apliques y arañas, y algunos muebles de época.
El chateau no está solo en esta vida. Su primer vecino es un castillito de hadas, que el biznieto de Pacheco –un escultor– le encargó a Thays como su atelier. El francés creó un folly medieval con lago y todo, que hoy es un encantador jardín de infantes. Unos metros más allá hay una gran estructura de puro vidrio que uno asume como jardín de invierno y en realidad fue una colosal pajarera. Reciclada y cambiada, es el bar del barrio cerrado, pura luz bajo un techo de cabreadas de madera torneada que recuerda al del tatersall.
Thays también se dedicó al agua. El chateau tiene un lago, hoy muy ampliado, en el que confluye un sistema de arroyos artificiales que se activa con una bomba, cosa de crear un sendero de aguas. El lago supo comunicarse con una exclusa con el río Reconquista, de modo que los Pacheco pudieran venir al centro navegando. La propiedad todavía tiene una entrada, hoy cerrada, que da a la estación de ferrocarril, erigida en terrenos donados por la familia. Fuera del perímetro actual del Talar, y en estado lamentable, hay edificios originales de la estancia como una casa de caseros y una usina eléctrica en desuso. La iglesia del pueblo, recientemente restaurada, también fue obra y donación de los Pacheco.
Cuando los arquitectos Ricardo Carbone y Andrea Guerrieri, del estudio Estrategias de Intervención, se encontraron con la obra, realizaron un minucioso relevamiento para ver qué tenían entre manos. El caserón necesitaba una obra extensa, un mantenimiento demorado, y mostraba una peligrosa rajadura en uno de los muros. Carbone y Guerrieri son veteranos en restauraciones complejas y tienen crédito por algún milagro en materia de molduras. En el chateau realizaron lo que puede definirse como las primera etapa de una restauración total, tomando la envoltura. Los problemas eran los esperables: hierros florecidos, cementos perdidos o degradados, mugre, ladrillos perdidos o erosionados, muchos salitres. Y sorpresas, como la notable entereza de las cubiertas que, si bien necesitarían zinguerías nuevas y tienen algunos pináculos algo cachuzos, resistieron su siglo largo sin mayores desastres.
Y el chateau es hoy la pieza ejemplar que fue en 1882, disfrutable hasta en su contexto cultural y boscoso. Una obra que alegra.