Jueves, 10 de noviembre de 2005 | Hoy
DIEZ AÑOS DESPUES DEL SERVICIO MILITAR OBLIGATORIO
Hace una década, llegaba el fin de año y el sorteo de la colimba se convertía en la más temida de las pesadillas juveniles. Ahora, el Servicio Militar Voluntario es un depositario de hombres que buscan escapar de trabajos “civiles” mal pagos. Eso sí: todos esperan que no haya ninguna guerra. Ni Mambrú.
Por Facundo Di Genova
Parece una eternidad, pero hace poco más de 10 años un número de sorteo podía cambiar tu vida para siempre. Y significaba que te toque o no el Servicio Militar Obligatorio. Fiesta o bajón, todo era una cuestión de suerte. Los sorteos de Lotería Nacional, que por azar determinaban la buena o mala fortuna de quienes tenían 18 años, las largas filas para realizar el control médico, la rígida (y hasta torturante) instrucción militar y el año muchas veces perdido de quienes eran sometidos por la fuerza del Estado a la vida castrense quedaron para la historia. Y dieron paso, luego de 94 años de coerción estatal, al Servicio Militar Voluntario, un sistema de libre elección que se implementó en 1995 y rige hasta hoy, en el cual hombres y mujeres de entre 18 y 24 años, aptos física y mentalmente, pueden prestar servicios en alguna de las tres Fuerzas Armadas a cambio de un sueldo y una obra social, hasta los 28 años. Ahora es algo así como un trabajo estable.
Hizo falta que Omar Carrasco, un conscripto que se había incorporado a un cuartel de Zapala en Neuquén, sea asesinado a patadas en marzo de 1994 para que el fin de la Colimba –por aquello de corra, limpie y barra– se instale como posibilidad. Un poco por el oportunismo del menemato, que iba en busca de su segundo gobierno, y bastante por el salvajismo de dos conscriptos y un oficial del Ejército (los soldados clase ‘74 Cristian Suárez y Víctor Salazar, y el teniente Ignacio Canevaro, que molieron a golpes a Carrasco, dejándolo agonizar hasta su muerte), la Colimba dejó de ser la más temida de las pesadillas juveniles para convertirse, con los años, en recuerdo y anécdota de tipos grandes. Y en avinagrada advertencia de viejos: “Vos, pibe, tendrías que haber hecho la colimba”.
Ahora también se puede hacer el Servicio Militar. Claro, si uno quiere. Según la Ley 24.429, en 1995, todos los soldados voluntarios deben recibir un sueldo, que oscila entre los 600 y los 780 pesos, más obra social, seguro de vida y jubilación. Y, en teoría, existe la posibilidad de completar estudios secundarios. Y de ir a la universidad. Antes era poco más de un año. Hoy, si se ingresa a los 18, pueden ser diez.
“Antes era otra cosa porque era obligatorio. Si un cabo le daba una orden a un soldado, la hacía de mala gana. ¿Por qué la iba a cumplir si estaba acá por obligación? Ahora, si no me gusta o me tratan mal, me voy”, dice el soldado voluntario de la Marina Gastón R., destinado en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Gastón tiene el rango de “marinero de segunda”, acaba de cumplir los 20 e ingresó el verano pasado “porque me gusta y es un trabajo como cualquier otro”. Cuando el No se le acercó hablar del otro lado de la reja adonde estaba haciendo guardia (en la calle Rivadavia, frente a la cancha de Defensores de Belgrano), llevaba casi cuatro horas apostado, caminando por entre los árboles, con el fusil cruzado y dos pesados cargadores a ambos lados de la cintura. Tenía ganas de hablar. “Yo estoy acá porque quiero. Nadie me obligó. Entré voluntariamente y voluntariamente me voy –dice. Y aclara–. Vos me ves acá así vestido, pero afuera soy un tipo como cualquier otro, ando por la calle como cualquiera, los fines de semana me pongo en pedo como cualquiera.” Sabe, sin embargo, que no está trabajando en un lugar como cualquiera. Quizá por eso él mismo saca el tema: “Dentro de poco mudamos todo y nos vamos”.
“La gente no sé que se piensa. Cuando apenas entré hubo una manifestación, yo estaba en la puerta de allá –señala el ingreso a la ESMA–. La gente pasaba y me escupía del otro lado de la reja. ¿Qué tengo que hacer? ¿Agarrarme a trompadas? No, agacho la cabeza, sigo. Ayer pasó un auto, frenó ahí (señala la esquina de Libertador y Rivadavia) y desde adentro gritaron: ‘¡Asesinos!’. Si todos los que estamos acá ni habíamos nacidocuando fue lo del ‘76. No deben quedar ni dos de los que estuvieron en esa época. Qué sé yo, los entiendo –dice resignado–, yo no perdí ningún familiar acá adentro... no digo que lo pasado pisado, pero tienen que entender que los que estamos acá no tuvimos nada que ver.”
“Eh... la verdad mucho no sé del Servicio Militar Obligatorio. Lo único que sé es que existía (risas). Mi papá hizo el servicio militar en el Ejército”, dice Romina M., que acaba de ingresar como soldado voluntario a la Fuerza Aérea. Tiene 19 años y trabaja en el Edificio Cóndor como administrativa: “Entré más que nada para tener un trabajo estable, acá me ofrecen más beneficios que en cualquier otro lugar. Afuera no te respetan tanto tus derechos. Entrar a un trabajo y estar en blanco en este país es muy difícil”. Romina trabaja de 8 a 14 y está terminando el CBC de Psicología. “En otro trabajo la carga horaria no me daría la posibilidad de seguir lo que quiero.”
La no obligatoriedad y la remuneración no son las únicas diferencias con la vieja conscripción obligatoria, que comenzó a regir en el país en 1901, por obra del coronel Pablo Riccheri (sic). Los más grandes recuerdan que ser soldado no sólo significaba estar obligado a empuñar las armas en defensa de la Patria y correr, limpiar y barrer en una unidad, sino también a pintar y cortar el pasto de la casa del mayor Pirulo. El artículo 6º de la ley prohíbe expresamente la encomienda de tareas que no tengan que ver con lo estrictamente militar. Un pequeño paso para un soldado, un gran paso para los militares.
También parecen cosa del pasado los “manijeos” torturantes, los “movimientos vivos” en exceso, los “bailes” de madrugada, prácticas que consistían en ejercicios físicos y psíquicos tormentosos, que provocaban desmayos y rotura de meniscos, calambres, vómitos y convulsiones. “Comparado con lo que era la instrucción del Servicio Militar antes, la nuestra no fue nada –dice Pablo C., 21 años, voluntario de segunda y compañero de arma de Romina–. No tenemos derecho a queja, pero los instructores no tienen derecho a hacernos de goma. No nos pueden andar boludeando por cualquier cosa sin razón. Si uno anda bien, nunca tiene quilombo. Cuando se manda alguna, ahí liga, y no liga uno, ligan todos.”
“Tengo casi diez años para pensarlo –dice Romina sobre el futuro–. No sé todavía si me voy a quedar cuando cumpla los 28, hace poco que entré, primero quiero orientarme hacia lo mío. Después lo otro si se da, bueno. Por ahora pienso estar acá un tiempo.” ¿Si la discriminan por ser mujer? “Nunca. Siempre hay diferencias, pero no por ser mujer. Acá se rige por orden jerárquico y nosotros somos el primer escalón y entonces, bueno, las diferencias siempre se van a notar, las tareas no son las mismas. Pero es como cuando apenas entrás a un trabajo.”
Si antes el número de sorteo (que se asignaba de acuerdo a los tres últimos números del DNI, “el número de orden”) determinaba el arma y el destino en el que se cumplía el servicio –si vivías en Munro tranquilamente podías hacer la colimba en Río Gallegos–, ahora se puede elegir de acuerdo a la afinidad con la fuerza.
Una de las fuerzas que más vacantes tiene es el Ejército. Y es una de las más elegidas. Como explicó al No el teniente coronel Gerardo Ferrara, este año sólo en la provincia de Corrientes se presentaron 15 mil aspirantes: “Muchas eran chicas sin estudios y en estado de pobreza extrema, que buscan escapar del trabajo como empleadas domésticas”. En el Norte, el número de vacantes es varias veces inferior a la suma de aspirantes aptos para ingresar. Muchos quedan afuera. Lo contrario sucede en la Ciudad de Buenos Aires. “Este año se presentaron 3 mil aspirantes y no llegaron acubrir las 500 vacantes asignadas”, dice el teniente coronel. Las restricciones son varias. Tener familia a cargo, no estar apto física o psíquicamente o –señala Ferrara– “tener algún impedimento judicial, como son los antecedentes policiales”. Si te agarraron fumando un caño por ahí, o metiendo caño por allá, olvídalo.
A meter caño se fueron los compañeros de Sergio R., soldado voluntario de primera de la Compañía Comando y Servicios de la Guarnición Militar Buenos Aires del Ejército. “Entraron a la instrucción conmigo en Campo de Mayo, pero después se cansaron. Unos se hicieron chorros. Otros policías.” Sergio se quedó. Hace cuatro años que está asignado en un barrio de suboficiales del Gran Buenos Aires. No está muy contento. “La verdad -dice con cara de poker–, me aburro bastante.” Tiene 26 años y ya se le pasó la fecha para rendir combate y orden cerrado (desfile). Era la última oportunidad que tenía para quedarse hacer la carrera de suboficial. No le importa. “El que fue ‘soldado clase’ (como les llaman a los antiguos colimbas) me puede entender. Por más que sea voluntario, siempre voy a ser soldado. Esa distinción siempre está –desmiente–. Igual nunca me trataron mal. A lo sumo un poco en la instrucción. ‘Si no le gusta, pida la baja, soldado’, te decían. Pero yo no me voy a dejar tratar mal. Antes de eso me voy a la mierda. No tengo problema en ir a vender helados al tren.”
Pero antes que vender helados, Sergio quiere entrar a la Policía Federal. “Pagan un poco más y tengo la posibilidad de hacer adicionales –dice. Y aclara–. Ojo, lo que te cuento es mi experiencia, lo que viví yo. En una de esas si me destinaban a otra unidad estaba mejor. No sé. Por ahí otro te dice que es lo mejor que le pasó en la vida.” Otro es el caso de la soldado voluntaria en comisión Adriana L., que aún no está confirmada en el cargo, porque entró este año, pero va camino a eso. “Me quiero quedar. Me gusta la vida militar, más allá del tema de defender a la Patria, para mí es un trabajo –dice la soldado, borcegos negros, uniforme mimetizado, pelo recogido–. Acá aprendí y aprendo cosas que en la vida civil nunca hubiera aprendido.” La soldado también hizo la instrucción en Campo de Mayo, durante dos meses. “Eramos 60 mujeres y 200 varones.” De lunes a viernes. Día y noche. Pero no dormían juntos, claro. ¿Hubo amor entre soldados? “Yo no, pero tengo compañeras que sí. También entre soldados y suboficiales –amplia–. Historias así salen siempre en la revista El Soldado.” Si hay una guerra ¿vas?, pregunta el No. “Obvio, para eso estamos –saca pecho–. Pero no va a pasar. No me gustaría que pase. La guerra es triste.”
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