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Jueves, 12 de enero de 2006

Los fundamentalistas del aire acondicionado

Ocho mil grados a la sombra y una humedad que te cierra la garganta, el mal humor a la orden del día, el asfalto que humea y los balcones que gotean... por el aparato mágico.
¿Dónde va la gente cuando hierve?

 Por Facundo Di Genova

Qué calor de porquería, se escucha por todos lados. Es que ahora la humedad supera el 80 por ciento, la temperatura los 35 y la sensación térmica mejor ni preguntar. El sol raja las baldosas. Y el aire está caliente y las personas sudadas, pegajosas, malhumoradas.

A Mariela y Agustina, que todavía no cumplieron los 20, el mal humor se les pasa no bien sortean la puerta del Abasto Shopping. Un aire fresco las invade. Y las renueva, porque en segundos dejan de estar sudadas. Se les nota en la espalda. Y en la pollera mínima. Buena estrategia para eludir el calor en este sofocante día de vacaciones en la ciudad, después de que se pinchara el Plan A, es decir, ir a la pileta de Sergio en Vicente López, que imprevistamente partió hacia Punta del Este.

Pero las chicas, como Fabián, Francisco –este pegó el faltazo a la profesora particular– y Sebastián, que andan de bermudas, ojotas y musculosa porque no se puede andar en pelotas, que andan merodeando el shopping como tantos otros miles de mortales que huyen del calor, no piensan comprar nada. Nunca lo pensaron. Sólo quieren respirar un poco. Porque afuera es un verdadero infierno. Y adentro, el paraíso. Un paraíso de ficción creado por un aparato tan diabólico como celestial. Un aparato que, como ya lo dijo Carlos “El Indio” Solari, tiene sus fundamentalistas.

Qué tiempo de porquería, se escucha ahora por la avenida Cabildo. Una chica de peligrosas curvas se baja de un taxi climatizado meneando el culo. “Dejá de mover la cuna que vas a despertar al nene”, la piropea el sudado chofer de una camioneta mudancera. La chica entra a la climatizada Galería Gral. Belgrano, adonde nunca hay un alma, pero los días de calor parece una exposición de un importante artista. Está llena de gente, pero nadie compra nada.

La chica que meneaba el culo sale de la galería a los cinco minutos. Tiene cara de espanto –es el calor–, para un taxi, abre la puerta y da un portazo sin subirse. No tenía aire, a pesar del cartelito que indicaba lo contrario. “Muchos pasajeros se suben y me preguntan si me anda el aire. De acuerdo adonde vayan les digo que sí o que no, porque ni loco me meto en el centro a la tarde”, dice Héctor A. Núñez, chofer de un Peugeot 405. “Encima el aire me hace gastar el 30 por ciento más de gasoil, el auto se achancha, no tiene reacción. No sirve. Cobramos la misma tarifa con aire que sin aire.”

Qué calor de porquería, se escucha en la puerta de Garbarino. “Esta semana casi se triplicaron las ventas de aparatos de aire acondicionado. La gente prefiere marca porque esto es para siempre, no es como un ventilador, esto una vez que compraste, lo instalás y no se mueve más”, rima un vendedor con cara de pibe y voz de viejo canchero. Y reniega: “La gente se cree que con un aire de 2 mil frigorías va a enfriar toda la casa, cuando en realidad te sirve para una ambiente de cuatro por cuatro”. Es que cuando hace calor, el aire acondicionado tiene que estar en todos lados. Y más en un trabajo. No hay empresa grande que no tenga uno bien potente, casi congelante. “Es para que la gente trabaje mejor, una cuestión de productividad. Acá estuvimos una semana sin aire y no teníamos ganas de hacer una mierda”, dice ahora una empleada de una importante empresa estadounidense radicada en Avenida de Mayo. ¿O creías que las empresas ponen aire por amor a sus empleados?

En verano hasta las computadoras se calientan. Y no porque los purretes se la pasen navegando por páginas porno. Y si no pregúntenle a Graciela Dowie, dueña de un ciber con 16 máquinas, que tuvo que poner un aire de 6 mil frigorías porque si afuera hacía 30 grados, adentro eran 40. “No entraba nadie”, dice Graciela desde el frescor del ciber, que también es quiosco y locutorio.

Pero hay comerciantes que detestan el aire acondicionado. Y detestan a los fundamentalistas del aire acondicionado. Y detestan a los que preguntan por qué no tienen aire. Como la señora gorda de una colchonería de Cabildo, frente a la estación de subte Congreso. Tiene 4 ventiladores de techo. No piensa poner aire en el local. No piensa poner aire en su casa. No tiene calor, pero está toda transpirada. No le importa qué dicen los clientes. No le interesa qué dicen sus empleados. No quiere que este cronista le venda un aire acondicionado (porque cree que soy un vendedor). No quiere contestar preguntas. No piensa decir su nombre. ¿Será el calor que la pone así, señora? Que mejor me voy... a un lugar más fresquito.

Fundamentalistas del aire acondicionado hay por todas partes. Hay parejas –lo dice el encargado del hotel alojamiento Zeta— que se piden un turno porque tienen ganas de pasar una noche íntima, pero más porque tienen calor y el aire del hotel es ideal. Es que cuando hace calor, aire acondicionado y sexo parecen ser una combinación perfecta. “Cuando la temperatura supera los 30, el hotel se llena”, dice el encargado. “Y también aumenta la cantidad de turnos para pernoctar.” Poniendo 4 pesos más al turno (unos 35) después de las 22 se puede pasar toda la noche fresquito, con la pareja preferida, canal porno y desayuno incluido. ¿Algo más? Sí, prestame los 35 pesitos.

Fundamentalistas del aire acondicionado hay por todas partes. Es una enfermedad creciente. Incurable. Es un viaje de ida. No hay retorno. Pretender enfriar un ambiente para refrescarse uno, pero al mismo tiempo elevar la temperatura exterior y contaminar el sonido de las –hasta hace poco– tranquilas noches es claramente una enfermedad. Frío para pocos, calor para muchos. Una enfermedad despiadada. Pero las noches que hace 30, 35 grados, cómo se disfruta tener un aire. ¡Y qué bien se duerme!

Qué calor de porquería, se escucha todo el tiempo cuando hace mucho, mucho calor. Hasta que, de repente, se levanta un viento que huele a tormenta. Y la temperatura baja diez grados de un tirón. Y comienza a caer desde el cielo –es lo que todos pedían– agua fresca. Y entonces se empieza a escuchar por todos lados: qué lluvia de porquería.

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