Domingo, 15 de marzo de 2015 | Hoy
MUSICA Se formó en la Buenos Aires de los años ’50, cuando el Gato Barbieri empezaba a reinar y la ciudad recibía a Dizzy Gillespie. Caradura y brillante, el contrabajista Jorge López Ruiz llamó la atención de Astor Piazzolla, fue alumno de Ginastera e integró el trío de Enrique “Mono” Villegas. También fue responsable de arreglos para Sandro y Piero. Pero, además, López Ruiz es algo raro: un jazzman con inquietudes políticas, admirador de Jauretche, que escribió en contra de Onganía y que tuvo que exiliarse con la dictadura del ’76. Ahora reestrena y presenta en vivo por primera vez en Argentina su obra cumbre Bronca Buenos Aires, censurada en 1970. Y se siente, a los 80 años, tan joven como siempre.
Por Sergio Pujol
Sube las escaleras de un edificio sin luz con la agilidad de un veinteañero corriendo el bondi que lo llevará a la facultad. Se llama Jorge López Ruiz, tiene 80 años –“65 con la música”, se jacta–, es el segundo músico más flaco de la Argentina –el primero tiene su alma de diamante en el Cielo– y su facultad es el jazz y sus alrededores. “Siempre fui un traga, me pasé la vida estudiando, pero casi siempre por mi cuenta”, aclara sin agitarse, como si supiera con qué oración empezará esta nota de recupero de su figura, de su increíble historia con la música.
Se sienta en un mullido sillón de su departamento de Caballito y empieza a desgranar su vida acompasadamente. A su derecha, recostado sobre un mueble de otros tiempos, como testigo impasible de lo que su dueño tiene para contar, un contrabajo descansa vestido de negro. Es el único objeto musical que habita ese living. ¿Para qué otro?
“Fui el primer contrabajista que se escuchó con claridad”, explica. “Yo era trompetista, bastante malo. Un día faltó Nene Nicolini, había muerto el hermano. Entonces me mandaron al contrabajo, instrumento que me atraía. Había descubierto que Nelson Boyd tiraba con fuerza de las cuerdas y sacaba notas voluminosas. ¿Por qué no tocar así? Enseguida me hice fan de Ray Brown, para mí el mejor de todos. Después arrancaron Jorge ‘Negro’ González y Alfredo Remus. Durante largos años fuimos los únicos contrabajistas de jazz de la Argentina. Eramos tres, estábamos en todas partes, en todos los discos.”
A semanas del reestreno de su obra cumbre, Bronca Buenos Aires, Jorge se encuentra en un buen momento. Disfruta tocando periódicamente con un espléndido cuarteto que completan el guitarrista Tomás Fraga, el saxofonista Jorge Cutello y el baterista Germán Boco, y viene de presentar Bronca... en el histórico Piccolo Teatro di Milan, con el extraordinario Enrico Entra al piano, y en un teatro de Lugano. “Pensar que Bronca... nunca se estrenó en Buenos Aires”, se sorprende. “A fines de los años ’60 yo tocaba con un cuarteto de free jazz, con Horacio ‘Chivo’ Borraro en saxo tenor. Se me ocurrió entonces, a partir de un bellísimo texto de José Tcherkaski, coautor de las canciones de Piero, componer un concierto para ese cuarteto como si fuera un concertino con orquesta. Antonio Carrizo, en su programa La vida y el canto, se animó a pasar el disco completo, pero al día siguiente la obra fue censurada. Jamás la pude tocar en vivo en Argentina. Lo del próximo 20 de marzo en el Auditorio de Belgrano será un verdadero estreno argentino. De todos modos, Bronca... tuvo un recorrido internacional bastante importante. En 1976 se editó en los Estados Unidos, sin el texto. Vendió 90 mil ejemplares. En 2004 se editó completa en la Argentina y luego en España. Se tradujo al inglés y al francés. El recitado en inglés lo hizo Kevin Johansen, que tiene una voz fenomenal, y en francés, Loic Lombard.”
A Jorge le siguen interesando la composición y la docencia, y sabe que tiene más o menos la misma edad que el jazz moderno en la Argentina. Tener conciencia de esto le permite hablar con libertad de propios y extraños. A veces lo hace con dureza (“¡qué pelotudeces toca John Patitucci!”), pero es difícil encontrar en sus palabras algún resto de insidia o rencor. Podría tenerlos: su talento no siempre ha sido valorado en todos sus quilates. Pero se lo nota conforme con su vida; cuando mira hacia atrás lo hace sin nostalgia, incluso con cierto regocijo, como si presente y pasado fueran una misma cosa, notas de un mismo fraseo. Reconoce que hoy se toca más y mejor el contrabajo que en su juventud –señala los talentos de Mariano Otero y Jerónimo Carmona–, pero menos jazzísticamente. “Cuando uno cree que está en el tempo, todavía está apurado”, recuerda que le dijo Quincy Jones. “Nunca pude tocar tango, la música que más me gusta, porque no tengo técnica de contrabajista clásico. No sé usar el arco, Virulazo me decía que yo con arco tiro flechas. Pero estudié armonía y tengo un buen tempo, dos cosas fundamentales para tocar el contrabajo. Venís mañana, y yo sigo con el mismo tempo.”
Hijo de una familia platense que él recuerda conflictiva –“hasta hubo hechos policiales en el medio”–, Jorge se mudó a la Ciudad de Buenos Aires después de haber estudiado por su cuenta algunas materias de Derecho en la Universidad de La Plata. Fue en la Buenos Aires de las últimas grandes bandas y los primeros combos de bebop que Jorge y su hermano Oscar se metieron de lleno en el mundo de la música. Jorge arrancó con la trompeta; Oscar, con la guitarra, hasta llegar a ser una pieza fundamental en la música de Piazzolla. Por entonces abundaban los saxofonistas –“la generación de los Barbieri y los Schneider era buenísima, incluso a nivel mundial”–, pero Buenos Aires carecía de grandes trompetistas.
Jorge era un buen orejero, perezoso para los pentagramas y bastante osado a la hora de lucir su pinta con anteojos negros y trompeta en mano. Se había largado a tocar siendo aún menor de edad. A menudo lo sorprendía alguna razzia policial, y entonces las chicas de la boîte lo escondían en el baño de señoritas. Pero fue a partir de un encuentro con Astor Piazzolla que su vida cambió, al menos en su relación con la música. “Nunca supe qué carajo vio Piazzolla en mí”, se sincera hoy. “Yo era un muchacho que se llevaba el mundo por delante, pero no tenía paciencia para la teoría y el solfeo. Por supuesto, con mi hermano Oscar admirábamos a Astor y lo frecuentábamos en los clubes de jazz y de tango. Una tarde me lo crucé en un café y me dijo: ‘Vas a estudiar con un tipo muy ocupado, que no tiene tiempo que perder. Te voy a recomendar y no me hagas quedar mal, o te rompo todos los huesos. Te lo digo a vos, ya se lo dije a tu vieja’. Bueno, ese tipo se llamaba Alberto Ginastera. Parece mentira, pero Ginastera fue mi primer profesor.”
Con un contrabajo en su poder y en compañía del baterista Pichi Mazzei –lo recuerda con especial afecto y admiración–, Jorge salió a ponerle bajos al jazz argentino de fines de los años ’50 y buena parte de la década siguiente. En 1961 editó su primer LP, Buenos Aires Jazz, y un par de años después integró, junto al baterista Eduardo Casalla, el trío de Enrique “Mono” Villegas. Eran los días de Leandro “Gato” Barbieri soplando como un demonio en los boliches del centro –pronto partiría con su mujer Michele a Italia– y las primeras cartas de Lalo Schifrin selladas en Los Angeles. Por cierto, aún estaba fresco el recuerdo de la visita de Dizzy Gillespie a la Argentina. Eso había sido en 1956, y Jorge había estado ahí, merodeando al maestro del bebop. Conserva una foto tomada en Rendez Vous, con Dizzy ¡en el piano! y él... ¡en la trompeta! “Yo era un caradura”, aclara por si hiciera falta. “Pero me puse tan nervioso de estar al lado de Gillespie que en lugar de soplar la trompeta la aspiraba. Me salía un sonido horrible, chiquito, no se entendía nada lo que tocaba. De pronto siento la mano de Gillespie que, sin dejar de tocar el piano, me toma del brazo. Y me grita el mejor consejo que me dieron en la vida: ‘¡Vamos, hombre! Equivóquese fuerte!’”
Suaves o fuertes, aquellas equivocaciones fueron conformando un método de aprendizaje de una cultura musical que, a diferencia de lo que hoy sucede, llegaba desde los Estados Unidos de modo discontinuo e incompleto. Uno podía saber mucha música estudiando con Ginastera, pero Ginastera no sabía nada de jazz. Sin embargo, a juzgar por la calidad de aquellos discos diríase que aquella generación no estaba huérfana de información. “Eramos unos maniáticos”, reconoce. “Entre Kind of Blue de Miles Davis y mi primer disco había pasado sólo un año, y nosotros, salvando las distancias, absorbimos ese estilo en seguida.”
¿Cómo se las arreglaban para estar al día en materia de jazz, un género por esos años de mucha presencia y prestigio pero de ningún modo masivo?
–En la época del Bob Club, últimos años del gobierno de Perón, la importación estaba cerrada, por lo tanto si te pescaban en la calle con un disco importado ibas en cana. Aun así nos cruzábamos a El Palacio de Montevideo a comprar discos y los traíamos de contrabando. O íbamos al puerto de noche, porque siempre había marineros yanquis o europeos que traían algún material para vender. Pero teníamos una gran ventaja en relación con los músicos de hoy: tocábamos de lunes a lunes, 16 horas por día. Tocábamos mucho jazz, pero también otras músicas, lo que viniera, hasta “La jota”, de Dolores de Bretón. Eso nos llevó a ser muy buenos lectores. Leíamos todo a primera vista, con papeles tachados, pifiándole a veces, pero tocando, siempre tocando.
En 1967 compusiste y grabaste El grito, y en 1970, Bronca Buenos Aires. Son dos experiencias diferentes pero ambas están marcadas por cierta inquietud política. Podría hablarse de un jazz de protesta, algo inusual para la Argentina. ¿Qué te llevó a componer y tocar de esa manera?
–En el caso de El grito, ahí tuvo que ver Arturo Jauretche. Yo lo admiraba profundamente. Un día nos tocó compartir un programa de televisión de Roberto Galán. Era un programa periodístico, y yo descargué toda mi bronca contra la dictadura de Onganía. A la salida, Jauretche me invitó a tomar un café. “Si está tan enojado –me dijo–, ¿por qué no escribe algo contra Onganía? Lo que se dice por televisión en 10 minutos ya nadie lo recuerda.” “Pero soy músico, no escritor”, le aclaré. “Ya lo sé, escríbalo con música entonces”, me retrucó. Así nació El grito, una suite para orquesta de jazz que transmitía esa sensación de enojo e impotencia que vivíamos.
El grito, con su brillante sonoridad levemente emparentada con Count Basie, no sólo le permitió a Jorge incursionar en la composición original y canalizar su disgusto político, también le abrió las puertas de la CBS y lo puso en contacto con su principal directivo, John Lear. “Era un caballero, no como los piratas de las discográficas que vinieron después. Me introdujo en el trabajo de músico profesional. Me llamó un día para decirme que tenía un problema: Sandro arrasaba en vivo pero no vendía ni un disco. Le dije que el rock vendía poco, que tenía que convertir a Sandro en un baladista, un poco a la manera de Aznavour y otros cantantes europeos. Lear se entusiasmó con la idea. Le propuso a Sandro terminar con Los de Fuego, y ahí mismo me encargó los arreglos para la nueva etapa. Acepté porque tenía dos hijos; para mí la familia siempre fue lo primero. Había que comer.”
Entre 1967 y 1970, mientras en su cabeza se gestaba Bronca Buenos Aires, Jorge trabajó de cerebro musical de Sandro. “Era un buen muchacho –lo recuerda–, con un gran talento en lo que hacía, pero muy egocéntrico, como todo ídolo; no era fácil convencerlo de algunas cuestiones musicales y de sonido. Pero trabajamos muy bien. El venía todas las noches a mi casa en Martínez y se quedaba varias horas. Cuando sacábamos un single, ya teníamos grabados otros doce. En ese tiempo se invertía mucho en producción.”
Imagino que, para un admirador de Miles Davis y Piazzolla, aquello debió ser sólo un buen trabajo. Sin embargo, hay arreglos, como el de “Trigal”, en los que fuiste un poco más allá.
–En “Trigal” pude meter esos “acordes subversivos”, como decíamos en joda. Pero en general estaba bastante limitado a la hora de arreglar. Había fórmulas que respetar. Mi primer arreglo para Sandro fue “Las manos”. Yo caí al estudio de grabación con una partitura bastante complicada, para 35 músicos. “¿Cómo te creés que va a cantar Sandro arriba de esto?”, me retaron. Y lo tuve que reescribir todo. Lucio Milena, que tenía amplia experiencia en cine, nos enseñó mucho, a Horacio Malvicino y a mí. El tano nos decía: “No hagan acordes raros, la gente va pensar que están desafinando”, y tenía razón. Claro que me harté de trabajar así. Era agotador. En 1970 Sandro vendió 4 millones de unidades. Por suerte yo había firmado un contrato por regalías. Otra avivada que me enseñó Milena: en lugar de cobrar por cada arreglo una suma fija, recibía el uno por ciento de las ventas. Gané mucho dinero en pocos años: llegué a cobrar 17 mil dólares por mes. Pero yo quería hacer mi música.
Jorge y su mujer salían muertos de risa de un cine de Lavalle cuando escucharon al canillita vocear la noticia de la masacre de Trelew. De aquel contraste de impresiones nacería “Homenaje a la muerte”, años más tarde, llevado a la danza por Ana Itelman. Pero la dinámica de la violencia política terminaría empujando a López Ruiz a la emigración, ya en medio de la dictadura del ’76. No fue una decisión urgente. Viejas raíces salió en 1976, y Un hombre en Buenos Aires lo compuso para los 400 años de la ciudad. “No me fui por miedo a que me pasara algo a mí sino a mis hijos”, explica sobre su radicación en los Estados Unidos durante casi 10 años. “En el ’80 asesinaron a mi sobrino Ballesteros. Mis hijos estudiaban y creímos con mi mujer que lo mejor era que lo siguieran haciendo en los Estados Unidos. Yo había estado en el ’78, grabando el disco Encuentro en New York.”
En el exterior Jorge se dio el gusto de tocar con Tomy Flanagan en el célebre club Bradley, hacer amistad con el guitarrista Jim Hall y componer música para dos filmes de Roger Corman (A Fine White Line y Play Murder for Me). Musicalmente lo pasaba bien, pero la vida fuera del jazz no era nada fácil, por más que Jorge viviera en la Gran Manzana. El Flaco López Ruiz era un jazzman con probadas inquietudes políticas y sociales. Bronca Buenos Aires... y él tan lejos de Buenos Aires. Sin embargo, fue su hija la que lo impulsó a volver: Cecilia quería “escribir en argentino”.
Volvió en 1990, cuando todavía no se hablaba de un boom del jazz en la Argentina. Al principio se lo veía y escuchaba poco, pero finalmente recuperó su lugar en el centro de la escena jazzística. Una nueva escena, lógicamente. “Desde hace un tiempo, no más de 10 años, se está dando algo muy bueno: los músicos jóvenes quieren tocar con nosotros, con los viejos. En mi cuarteto, por ejemplo, el guitarrista y el baterista son muy jóvenes, pibes con gran futuro, sin techo. Hay una experiencia jazzística que no debería perderse.” Dice esto último moviendo las manos como si estuviera sobre un escenario disfrutando del compás. Y del siguiente.
Bronca Buenos Aires se presenta el 20 de marzo a las 21 en el Auditorio de Belgrano, Virrey Loreto 2348. La entrada es gratuita y las localidades se retiran el mismo día desde las 17 en el auditorio.
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