El sonido y la furia
El 23 de diciembre de 1975, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) intentó copar el Batallón de Arsenales Domingo Viejobueno, cerca de la localidad bonaerense de Monte Chingolo. Por el despliegue de medios y hombres, por la duración del combate, la envergadura del teatro de operaciones y el número de víctimas que se cobró, el episodio Monte Chingolo pasó a la historia como el mayor combate librado en el país entre fuerzas guerrilleras y estatales. Casi 30 años después, Gustavo Plis-Sterenberg –entonces un simpatizante orgánico del ERP y ahora un músico de prestigio internacional– exhuma las voces de los sobrevivientes, reconstruye el enfrentamiento en Monte Chingolo-La mayor batalla de la guerrilla argentina (Editorial Planeta) y habla con Radar sobre la relación que mantenía a mediados de los ‘70 con la organización armada, el trabajo de investigación que el libro le exigió, la minuciosidad obsesiva con que lo emprendió y también sobre el extraño derrotero –a la vez fatal y azaroso– que lo llevó desde la pólvora y la sangre argentinas hasta Rusia, hasta la remota
San Petersburgo, donde actualmente dirige la orquesta del teatro Mariinsky (ex Kirov).
Por Susana Viau
Gustavo Plis-Sterenberg es graduado en el Conservatorio Nacional, diplomado en Composición y Dirección Sinfónica del Conservatorio Rimsky-Korsakov de San Petersburgo, director asistente de Mstislav Rostropovich y Valery Gergiev, becado por el Ministerio de Cultura de la ex URSS y por el Mozarteum Argentino y director permanente de la orquesta del Teatro Mariinsky. Alto, delgado, afable, parece tener bastantes años menos de los cincuenta que bordea. Llega con su hijo, León. El chico está conectado a un walkman que lo aísla de conversaciones escuchadas decenas de veces, y cuando se aburre se recuesta sobre el escritorio y dormita. “Leoncito me acompaña a todas partes”, advierte Plis-Sterenberg a modo de presentación. Tres años le llevó la minuciosa reconstrucción del intento de copamiento del Batallón de Arsenales Domingo Viejobueno, la historia que bajo el título de Monte Chingolo-La mayor batalla de la guerrilla argentina acaba de publicar Planeta. Cualquiera podría preguntarse cuál fue el cortocircuito que fundió al compositor premiado en el IV Concurso Internacional de Música de Viena con las ametralladoras y los helicópteros artillados de aquel atardecer del 23 de diciembre de 1975. Sin embargo, la explicación es sencilla: el muchacho que Plis-Sterenberg era entonces tenía la categoría de “simpatizante organizado” del PRT-ERP. “Sentí que estaba haciendo lo que debía”, dice, y agrega que su intención fue mostrar a los protagonistas de esa jornada tal como eran: seres comunes “a los que les gustaba el rock”. O que tocaban el piano, como el simpatizante organizado que acabó dirigiendo la orquesta del Kirov.
¿Cómo fue a dar a San Petersburgo?
–Cursando los últimos meses del Conservatorio Nacional, una comisión de maestros de la URSS pasó por allí. Habían recorrido varias capitales viendo cómo funcionaban los conservatorios del exterior. El rector les recomendó conversar conmigo. Les dijo que había un muchacho que tocaba el piano, que componía y dirigía. A ellos les interesaron mis trabajos, que eran más bien experimentos musicales, y se llevaron unas fotocopias. A los pocos meses me llegó una invitación para ir a estudiar: me costeaban todo, decían que las obras eran muy interesantes, que había que desarrollarlo, que durante cinco años me pagaban. Y me dieron la beca. Era 1986.
¿Desde el ‘76 al ‘86 estuvo en la Argentina?
–Bueno, salvo en dos momentos, siempre estuve aquí. Estuve en Israel porque había habido un problema de seguridad en la organización en la que yo estaba, y en el ‘79 estuve en Nicaragua, en una acción humanitaria durante la Guerra Civil, como socorrista de la Cruz Roja.
¿Por qué como socorrista?
–Había estudiado medicina y quería participar de la lucha contra la dictadura, porque sentía que no era sólo luchar contra la dictadura en Nicaragua.
¿Se compatibilizaban la medicina, la música y la militancia?
–Con dificultad, pero la presión de mi mamá fue muy importante: siempre me apoyó y estimuló mi vocación por la música.
¿Es porteño?
–Sí, pero mi papá era de una ciudad relativamente importante de Ucrania, parte del imperio ruso. Mis abuelos paternos tuvieron que irse en el año 21 para evitar que fusilaran a mi abuelo, que estaba en un partido socialista moderado que se oponía a los bolcheviques.
Sería un poco menchevique su abuelo...
–No, no era menchevique; era del Bund. Era un cuadro importante, y durante el régimen zarista había estado deportado en Siberia. Él me contó cosas acerca de la dureza de la deportación. Mi madre nació en Buenos Aires, pero sus padres eran de la ciudad de Boff, que antes era Polonia y actualmente es Ucrania occidental.
Todo apuntaba para allá.
–Todo.
Usted habló de un problema de seguridad en la organización en la que estaba. Me imagino cuál era.
–No, te imaginás mal, porque yo fui simpatizante organizado del PRT y me separé por diferencias, por posiciones que no compartía, errores que yo consideraba políticos. Por ejemplo, el PRT siempre dijo que la política presidía la acción. Tenía varios frentes: el estudiantil, donde yo estaba, el frente sindical, el frente militar, que era la parte del ERP. Yo me acerqué en la época del congreso del FAS de Rosario. Bueno: el PRT siempre privilegió la política, y sin embargo en Monte Chingolo se intentó generar un cambio político a través de un operativo militar. Había un gran repliegue de las movilizaciones de masas, producto de la represión y otros factores. Y el PRT, en vez de acompañar ese retroceso, siguió a la ofensiva.
Ahí fue cuando se incorporó a otra organización.
–Me incorporé con muchas diferencias, y ésa ya no era una organización armada. Lo que más hice allá durante la dictadura fue activar en derechos humanos, en las comisiones de familiares, organizando pequeñas movilizaciones, campañas financieras.
¿Allá dónde, perdón?
–¿Allá?... Acá. Estoy pensando que estoy en Rusia. Incluso me tuve que ir de mi casa: nadie sabía dónde vivía por razones de seguridad. En el ‘75 habían matado a los primeros militantes de la fábrica Miluz. El ERP, como acción de represalia, ajustició al gerente de la empresa. En ese momento, la represión, la Triple A, todo era un descontrol.
¿Qué pasó para que después de tantos años y tan lejos apareciera la idea de trabajar este tema?
–Yo volví a la Argentina con ciertas dudas. Había leído algo sobre los años ‘70, y me llamó la atención que en esos libros era como si toda la resistencia hubiera sido peronista y montonera, como si el PRT prácticamente no hubiera existido. Y si aparecía en algo era en el arrepentimiento. Así que traté de ubicar al que había sido mi responsable, Cacho. No lo pude localizar, pero encontré a una Madre de Plaza de Mayo a cuyo hijo, que era de Medicina, también le decían Cacho. A raíz de eso hubo contactos y reuniones con ex compañeros. Se pusieron a hablar. Escuchándolos me di cuenta de que era una pena que toda esa historia se perdiera. Corrí a casa y busqué un grabador y empecé a grabar sin saber bien para qué: creía que podía servir para un archivo o algo así. Fueron los primeros tres casetes. Después comprendí que ese material me servía para explicar un poco la militancia. Explicar por qué jóvenes comunes, de clase media o proletarios, gente que vivía en la Capital o en barrios humildes o en villas, a los que les gustaban el rock y los cantantes melódicos, tomaban las armas y se iban a asaltar un cuartel. El tema de Monte Chingolo daba la oportunidad de explicar cómo había sido la gente del PRT-ERP. A mí el episodio me había impresionado mucho, me había dado una pena muy grande. Yo ya no estaba en el partido, pero sentí que con eso empezaba el fin del sueño revolucionario.
Ese es el inicio del libro...
–Así empecé a buscar testimonios, personas, documentos, archivos. Fueron tres años de trabajo muy fuerte, en los que traté de tomar distancia para, después de 28 años de ocurrido el combate, encontrar una explicación que no fuera sólo política. También quería darles a los oponentes la oportunidad de exponer su punto de vista. Entre ellos me he encontrado con gente que no quiere hablar, que hizo como un voto de silencio porque no tiene motivos para enorgullecerse. Y hay otros que pensaban que estaban combatiendo a la subversión y creían que lo hacían con honestidad; por ejemplo, el soldado Nessi, que resultó herido en el combate, o un oficial que me llegó a decir: “Yo los respeto porque combatieron por un ideal, sabiendo que tenían un armamento muy inferior al nuestro. Para mí calificaron con un puntaje muy alto”. Pero, claro: ese oficial no hizo carrera dentro de las Fuerzas Armadas. Tuve que andar mucho para lograr los testimonios: busqué en España, en México, en Finlandia, en Argentina, en Buenos Aires, en las villas. A muchos de esos lugares me acompañó Leoncito.
¿Leoncito por Trotski?
–No, por mi abuelo. Fue una búsqueda muy difícil: había quedado muy poca gente viva, y cuando encontraba a alguien lo exprimía como a una naranja. Después tuve que cruzar los testimonios, porque el tiempo –involuntariamente– afecta la exactitud y cuando los cotejaba me encontraba con contradicciones. Pero poco a poco todo fue tomando forma. Otra gran ayuda fueron los informes de los propios militares, que con una minuciosidad muy particular describen detalles que se me hizo necesario interpretar. Detallan, por ejemplo, el aniquilamiento de un grupo de militantes, pero sin precisar el momento en el que ocurre. Si se lee con ingenuidad el informe, parece que todo hubiera sucedido durante el combate, y sin embargo fue muy posterior; no fue un enfrentamiento: fue un asesinato de prisioneros. Para reconstruir el combate de Villa Domínico tuve que leer los informes de 36 agentes de la Policía Federal. Cruzándolos reconstruí su visión de la batalla.
¿Cómo obtuvo los documentos militares?
–Bueno, yo estuve en todas las instituciones militares. Me costó mucho, y no conseguí todo lo que pretendía. Hay materiales que están escondidos. Lo creo porque me lo dijeron personas que me entregaron otros informes. Por supuesto que hubo quien se negó a dar datos. A través de Internet conseguí el teléfono del jefe de la Jefatura II de Inteligencia de Ejército. Pero el interrogado terminé siendo yo, porque este oficial me preguntó dónde había encontrado su número, cuál era mi nombre, mi teléfono, mi dirección, mi ocupación y mi número de documento. Dijo que después me facilitaría la información. Le contesté lo que me pedía, pero le aclaré que el historiador era yo. Cuando lo fui a buscar al comando no lo encontré. Nunca lo pude ver. Fracasos de esos hubo varios, aunque también tuve pequeños éxitos. Había todo un mito de que en Monte Chingolo una guerrillera escondida logró esconderse y vio todo. La llamaban “La Petisa”. Todos sostenían que esa historia no era cierta, que esa mujer no existía. Y yo busqué y busqué hasta que apareció. Otro: todos los informes militares decían que el PRT no había entrado por los fondos del cuartel, no había cruzado la línea de ingreso. Yo, en cambio, tenía el testimonio de un militante que había leído un papelito escrito por un guerrillero y el papelito decía que había llegado hasta el depósito y cortado los alambres. Supe que esa persona estaba viva y la busqué por Europa. Viajé varias veces a España hasta que la encontré, y logré que me diera un testimonio invalorable de lo que pasó aquel 23 de diciembre del ‘75.
Debe haber sido muy complicado ordenar el caos que fue la batalla de Monte Chingolo. Establecer secuencias, ubicaciones, roles.
–Mi casa en Rusia estaba llena de papelitos. Yo anotaba en hojas que después recortaba y ordenaba en pilitas. Llegué a tener más de cien pilitas: esto pertenece a este lugar, esto a este otro... Y después a entrecruzar, como un rompecabezas. Para reconstruir lo de Villa Domínico tuve que recortar los testimonios de los policías, porque cada uno pertenecía a un móvil distinto y describía a quien tenía delante en función de su ubicación. Uno, por ejemplo, decía: “Yo vi a una mujer vestida así y así”; otro relataba lo mismo y yo, entonces, los ponía juntos. La gente de la villa recuerda mucho de esa noche. Hay un muchacho que se llama Cristian Vitale que publicó en La Maga un trabajo muy bueno sobre la actitud de la gente de la villa, y algunos de sus comentarios yo los reflejo en el libro. Los combatientes decían “Soy del ERP” y la gente los ayudaba, les daba ropa para cambiarse. Conozco una sola excepción: un vecino de cerca del Puente de la Noria que denunció a un combatiente que estaba herido. Cuando los compañeros fueron a rescatarlo no lo encontraron: la policía ya se lo había llevado. Pero incluso a ese militante delatado, la gente de la villa lo había protegido a lo largo de toda la noche anterior.
De todos los personajes que surgieron en su investigación, de todo ese universo que participó en la batalla de Monte Chingolo, ¿cuál fue el que más le impresionó?
–Silvia Gatto, la teniente Inés: por su integridad como ser humano. Era madre de dos chicos y acompañaba a su marido en todo. Cuando a él lo detuvieron ella siguió adelante y se destacó en tareas de mucho riesgo. Al mismo tiempo mantuvo una actitud amorosa con sus dos criaturas; nunca perdió la sensibilidad que la había llevado a integrar una organización que trataba de cambiar una realidad injusta.
¿Qué sensación tuvo al terminar ese libro?
–No tengo una respuesta impactante. Lo sentí como un deber cumplido; sentí que había hecho lo que tenía que hacer. Conté, mal o bien, la verdad de un suceso que estuvo oculto. Muchos pretenden que la discusión sobre el tema está cerrada. A mí me parece que todavía estamos muy lejos de eso.
¿Hay algún punto en el que hoy se encuentren la música y aquella etapa de su vida?
–Son etapas muy diferentes, pero tienen puntos en común. En Nicaragua venían guerrilleros a la base de la Cruz Roja porque había una huelga de hambre de los trabajadores de la salud. Hacían discusiones políticas y todo terminaba siempre cantando. Un día pusieron el grabador y un campesino, un guerrillero de la GPP sandinista –un indio con unos dedos gordos–, empezó a tocar la guitarra y a cantar una canción que hablaba de los pajaritos y las avecitas. El campesino las imitaba. Me regalaron el casete y lo guardé. Más de una vez, allá, en Rusia, hice obras para música de cámara basándome en los temas que había recopilado con el grabador.
¿Lo defraudó el reencuentro con quienes fueron sus compañeros?
–No, de ningún modo. Fue una alegría comprobar la integridad moral de esa gente. Me enorgulleció haber compartido con ellos un pedacito de esa historia.
¿Y ellos? ¿Los sorprende el personaje que usted es?
–No sé. Una vez se presentó un libro de Daniel De Santis en Córdoba, en Luz y Fuerza, y fui para contactarme con una persona importante que me iba a dar su testimonio. Esa noche yo dirigía el Cascanueces en el Teatro Libertador. Como me quedaban justo cuarenta minutos antes de que empezara la función de ballet, me había ido con el frac. Con la manía de la izquierda de citar a las siete y empezar a cualquier hora, lo perdí. Pero él sí reparó en mí, por la ropa. Después, cuando le explicaron, dijo: “¡Ah! ¿Así que era el pianista?”