Domingo, 6 de febrero de 2005 | Hoy
PLáSTICA > LAS INCREíBLES HERMANAS VIVIAN DE HENRY DARGER
Hosco, casi ermitaño, con un solo amigo, concurrente diario a misa, señalado como loco, y sospechado por quienes no lo conocían de ser un asesino serial, Henry Darger vivió hasta los 81 años en un anonimato solitario y en apariencia intrascendente. Pero pocos meses antes de que muriera, los hombres de la mudadora encontraron en su casa lo que sería un tesoro único del arte
contemporáneo: The Realms of the Unreal, doce volúmenes, más de 15.000 páginas de prosa hipnótica y cientos de acuarelas que conforman una obra de proporciones bíblicas, protagonizada por siete hermanas que sacrifican su inocencia para luchar contra los ejércitos del mal que dominan al mundo. Ahora, treinta años después, la historia de Darger puede ganar un Oscar.
Por María Gainza
Henry Darger era el portero más antiguo del Hospital St. Joseph de Chicago. Las enfermeras lo recuerdan como un viejo malhumorado que pasaba sus días libres revisando la basura y sus noches durmiendo sobre una silla de madera desvencijada. Dicen que llevaba los anteojos pegados con cinta adhesiva y la billetera atada a la cintura con un cordón de zapatilla. Vivía en una habitación en la calle Webster, iba a misa todos los días, hasta cinco veces por día y, ante los ojos de los vecinos, parecía el hombre más apático de la tierra. Nadie sabía que desde 1909 Darger estaba creando y compilando un trabajo artístico de proporciones épicas. Apretujado entre su colección de pelotas, pilas de diarios hasta el cuello, botellas de Pepto-Bismol y figurines de Madonna, protegido debajo de una gruesa capa de polvo, giraba su mundo, un reino donde virtuosas niñas de vestidos punto smock se enfrentaban a mares encabritados y ejércitos sangrientos. Y Darger lo mantuvo ahí, encerrado bajo siete llaves, durante más de cuarenta años.
Pero unos meses antes de morir, en 1973, a los 81 años, decretó que necesitaba mudarse de casa: sus piernas estaban demasiado débiles para subir la escalera, farfulló. Entonces hubo que limpiar el Vietnam que había dejado atrás. Y ahí apareció lo que uno de los hombres de la mudanza llamó “un libro para un gigante”. Era su ópera magna, The Realms of the Unreal: doce volúmenes, más de 15.000 páginas (escritas a máquina y sin espacio entre líneas) de prosa hipnótica, y cientos de acuarelas gloriosas que toman la cabeza como un virus descontrolado que se propaga por las habitaciones de la mente.
Tan así que la asombrosa producción de Darger llevó a la directora Jessica Yu a filmar In the Realms of the Unreal: the Mysterious Life and Art of Henry Darger, documental que en unos meses compite por el Oscar. “Había algo en la falta total de ironía, en la forma en que el artista concebía esas imágenes, sin guiños ni ingenio evidente, que me conmovió.” Es que la pregunta central de la historia de Darger y aquella que empuja el documental parece ser la misma: ¿puede uno vivir solamente dentro de su cabeza?
Como en un trip religioso, el trabajo de Darger es una historia a lo Scheherazade sobre las siete dulces hermanitas Vivian, princesas de Abbiennia, heroínas de entre cinco y ocho años que libran una batalla contra las fuerzas del mal: un planeta copado por los Glandelianos, hombres que toman como esclavos a los niños, los torturan, estrangulan y, más tarde, desmiembran. Las Vivian luchan contra ejércitos gigantescos y sobreviven a erupciones de volcán, tormentas eléctricas, inundaciones e incendios forestales, todo para salir intactas y rozagantes con los ojos abiertos como Pokemón. Con una avalancha de detalles opresiva, Darger utilizó acuarelas para crear jardines edénicos, dragones, mapas, banderas, retratos de generales y escenas panorámicas de batallas. El efecto es bíblico: en especial en los cientos de acuarelas pintadas sobre rollos de hasta de 4 metros que ilustran la historia. La narración compacta y los colores que van del fluorescente al pastel dan a las imágenes un aire de capilla del temprano Renacimiento, de tapicería de Bayeux y de cartón de LSD, todo en uno. The Realms es un híbrido fabuloso, una maratónica escena pastoral y, a la vez, una carnicería humana digna de los hermanos Chapman, donde niñas desnudas y con penes son estranguladas por ejércitos de hombres adultos. Mirar las imágenes de Darger es como entrar en trance. Son pedazos que se despegan de las paredes de un subconsciente angustiado, que se debate entre la felicidad sin límites y los tormentos psicológicos en carne viva.
Eso era el fabuloso mundo de Darger de puertas para adentro.
De puertas para afuera, nadie lo conocía. Era tan solo el loco del barrio, un hombre que emitía un gruñido seco cuando alguien lo saludaba, que tuvo un solo amigo, William Schloeder, un vecino con quien formó un club de dos miembros, la Sociedad Protectora de los Niños, y que sobre todo, odiaba conversar, a no ser que fuera sobre el clima.
Desde el 31 de diciembre de 1957 al 31 de diciembre de 1967, Darger llevó una serie de anotadores, los Reports, en donde diariamente anotó comentarios y reflexiones sobre el clima en Chicago. La tapa describe el proyecto con entusiasmo enciclopédico: “Un libro sobre reportes de temperaturas, cielos parcialmente nublados a despejados, nieves, lluvias, tormentas de verano, tormentas de invierno, bajas temperaturas y largos calores”. Pero básicamente Reports es una pelea sostenida con el hombre del servicio meteorológico y, como si efectivamente el pobre tipo fuera el intermediario entre los cielos y la tierra, Darger parece enojarse cuando éste no lee correctamente las señales del tiempo: “Enero 20, 1963: tenía razón en predecir una nevisca y en que soplaría mucho viento, pero la nieve era muy ligera. Dijo que habría poco cambio en la temperatura y en eso se equivocó. En cambio estaba en lo cierto acerca del viento del noroeste, pero equivocado en cuanto a que crecería hasta 28 millas por hora. Estuvo más bien entre 30 y 40 millas”.
Las tormentas ciclópeas, los vientos huracanados y nubes tentaculares aparecerían más tarde en sus imágenes. Porque Reports no es simplemente el registro de una obsesión sino lo que hoy llamaríamos un proyecto conceptual que duró exactamente diez años y terminó con la palabra “fin”. Es un sumergimiento total en una conciencia meteorológica.
El pasado de Darger es nebuloso: además de la novela, las ilustraciones y sus reportes climáticos, Darger dejó un diario íntimo y una autobiografía, Historia de mi vida, un relato de 5000 páginas de las cuales dos tercios están dedicadas a describir un tornado que él llama Sweetie Pie. Cuenta ahí que su madre murió al dar a luz a su hermana menor y que su padre, aturdido por el dolor, decidió dar a la niña en adopción. “Nunca la conocí ni la vi, ni siquiera supe su nombre”, escribió Darger. Pero los críticos aseguran que la pequeña habita cada uno de los trabajos del artista.
A los ocho años Darger fue internado en un colegio católico, La Misión de Nuestra Señora de la Piedad, donde se trenzaba en largas discusiones sobre la Guerra Civil con su maestro y entraba en trance ante una nube en el cielo. Fue allí cuando sus compañeros lo apodaron El Loco. A los 12 años fue enviado a Illinois a un asilo para débiles mentales y cinco años después, luego de varios intentos frustrados, Darger logró escabullirse y se marchó a Chicago.
Tenía dieciocho años cuando comenzó a escribir su novela. La terminó once años más tarde. Y en algún momento del proceso decidió que necesitaba ilustrar sus palabras. En 1932 alquiló una habitación en una calle Webster 851. El propietario, el fotógrafo Nathan Lerner, intentó durante varios meses tomarle unas fotografías. Pero Darger se negaba a posar. Lerner quería sumarlo a sus colecciones de “locos del barrio” y colgar su retrato junto a la mujer que se guardaba las colillas de cigarrillo en el cabello y el hombre que paseaba con su pato bajo el brazo: “En realidad, había una sola criatura viva a la que Darger le demostraba cariño: nuestro perro”. Un día, la mujer de Lerner ingresó a la habitación a cambiar una bombita de luz y vio algunos de sus dibujos desparramados. “Henry –le dijo–, eres un muy buen artista.” Y Darger sin darse vuelta contestó: “Sí, lo soy”.Su diario íntimo registra sus visitas a misa, sus batallas contra las pelotas de hilo, su fastidio con la vejez: “¿Pueden creerlo? Al contrario de la mayoría de los niños, odiaba ver llegar el día en que sería grande. Quería ser joven para siempre. Ahora soy un viejo rengo, diablos”.
En 1972, Darger buscó otro lugar para vivir. Pronto las Pequeñas Hermanas de los Pobres lo habían bañado, afeitado y peinado. “Pero ya no parecía Henry”, dijo Lerner. Entonces aún no sabían que al dejar su habitación Darger había dejado su vida. Murió en 1973. Un día antes lo vieron en el café de la esquina terminando de pulir la lista de las ilustraciones que faltaban.
John Ashbery (que, inspirado por la saga de las Vivian, escribió el poema Girls on the Run) dijo que Darger era tan solitario que nadie sabe a ciencia cierta cómo se pronunciaba su nombre (si la g era fuerte o suave). Y cuando le preguntaron el porqué de su elección el poeta dijo tan solo que había quedado fascinado por los vestidos y zapatos de las hermanitas. Como la explicación de Rick Blaine acerca de haber elegido Casablanca por sus aguas, la de Ashbery suena a elusiva. La obra de Darger es tanto sobre cosas de niñas como las muñecas del surrealista alemán Hans Bellmer lo eran.
Nunca sabremos qué ideas tenía este solitario sobre niñas en jumpers jugando en patios escolares. Pero no estaba solo en su fantasía: la idea de una dulce niñita –Alicia, Caperucita, Gretel, Ricitos de Oro, Laura Palmer– siendo acosada por fuerzas del mal es parte de nuestro folklore colectivo. Acusado de pedófilo, de asesino serial, Darger alimentó sus fantasías a lo William Blake, con la caída de ninfas de la inocencia a la experiencia.
En 1977, el Hyde Park Art Center montó una muestra de sus trabajos. Para ser exhibidos, los volúmenes de The Realms fueron divididos y separados. Una decisión muy discutida ya que la muestra atrajo público y reconocimiento pero también dividió irreparablemente un trabajo que fue pensado para ser visto en conjunto.
Se lo llamó outsider art, proto-pop, apropiación, pero el trabajo de Darger, como el de todo artista en serio, trasciende las categorías. Es, al mismo tiempo, más y menos que eso. Es la experiencia de una vida destilada dentro de un nuevo paradigma, un opus mitológico. Una guerra con su psique pulsada por el deseo de tener compañía. Outsider art puede que sea un concepto marketineramente efectivo, pero es, también, un término que tiende al equívoco. Suele atraer una perorata de análisis psicobiográfico particularmente crudo e irritante. En el caso de Darger mucha de la culpa es de John MacGregor, uno de los primeros historiadores que tuvo acceso al archivo. MacGregor escribió sobre la compulsión del artista, sobre cómo se excitaba pintando incendios forestales, sobre cómo la muerte de su madre lo había llevado a obsesionarse con el clima, sobre cómo no podía distinguir entre la realidad y la ficción. Y lo importante pasó de largo.
Porque Darger no nos devuelve los ojos de la infancia sino la infancia en el momento en que ésta se nubla por la experiencia, aquel instante cuando una bolita de vidrio rodando por el piso de madera se vuelve tan ominosa como un cometa atravesando el cielo. Con el Edén perdido, con nuestro camino de regreso bloqueado por una calesita que arde en llamas, las niñas de Darger nos muestran que hay que seguir corriendo.
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