Domingo, 19 de marzo de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Desde su estreno el pasado septiembre en Chile, más de sesenta mil personas ya vieron Salvador Allende, el nuevo documental de Patricio Guzmán, que la semana que viene se estrena en Argentina. Documentalista mítico, autor de una obra maestra monumental como La batalla de Chile –una película en tres partes que pudo sacar de su país como material diplomático bajo bandera sueca, después de sobrevivir una detención en el Estadio Nacional–, vuelve con una película biográfica que es un resumen de época y un ensayo sobre la memoria y el presente.
Por Martín Pérez
Sobre una larga mesa de madera descansa un puñado de objetos y unas manos los recorren sin apuro. Hay una billetera de cuero, que al revisarla contiene sólo un par de amarillentos cheques en blanco. Una banda presidencial con los colores de Chile, a la que las manos respetan. Un pequeño carnet rojo, del Partido Socialista, que al abrirlo revela el nombre de su dueño. Un reloj con malla de metal, cuyas agujas marcan para siempre las dos y media. Una voz en off explica, brevemente: “Esto es casi todo lo que queda de Salvador Allende, presidente de Chile en 1970”. Acto seguido, la imagen deja la mesa de madera y cambia de ámbito para mostrar, dentro de una pequeña urna de plástico transparente, el único objeto que perteneció a Allende expuesto al público: lo poco que queda de sus legendarios anteojos de marco grueso, rotos y ensangrentados, encontrados en el bombardeado al Palacio de La Moneda, luego del golpe de Estado, y exhibidos en el Museo Histórico Nacional.
Recién entonces, después de estas imágenes que recorren los escasos objetos públicos y privados que recuerdan su existencia, aparecen los títulos de Salvador Allende, el personal documental que el cineasta chileno Patricio Guzmán dedicó a un político emblemático cuya figura aún despierta polémicas en su país. “Muchos todavía pensaban que no era el momento para hablar de él. Yo no, porque creo en la memoria”, le dijo al diario La Tercera en el momento del estreno de la película en Chile, donde ya la llevan vista más de 60 mil personas desde septiembre del año pasado. Y agregó, a modo de contundente resumen: “Quería hacer una película sobre un político que cumple con lo que promete y, cuando ya no puede, se suicida. ¿Cuántos pueden decir eso?”. La voz de Patricio Guzmán es la que presenta el fascinante documental –que se estrena el 30 de marzo en Buenos Aires– y son sus manos las que recorren los objetos que pertenecieron a Allende. “Esos objetos estaban en una caja de seguridad, de la que nos dieron la llave y, cuando la abrimos, nos encontramos con ellos”, cuenta. “Deberíamos haber filmado también la caja, pero estaba debajo de una escalera. No podíamos meter la cámara y además no se veía nada”, calcula el director, que confiesa que en esa caja de seguridad además había una capa, pero que era tan grande que decidieron no incluirla en la toma.
Autor de una obra maestra del documental, como son las monumentales tres partes de La batalla de Chile, que rodó durante el último año del gobierno de Allende y recién terminó de editar en Cuba un lustro más tarde, después de haber sobrevivido a quince días de detención en el Estadio Nacional y de contrabandear los rollos del material filmado fuera de Chile como material diplomático bajo la bandera sueca, Guzmán repite una y otra vez en Salvador Allende que la historia no pasa. O no hay que dejarla pasar. Un lujo que no se permite su documental que, como todos los que realizó sobre su país, es un ensayo sobre la memoria y el presente. Así lo asegura su propia voz, apenas empezada la película: “La aparición del recuerdo no es cómoda ni voluntaria. Sacude siempre”. Una frase que resume la apuesta, y la sabiduría, de lo mejor de su cine. Del que una película tan personal como Salvador Allende funciona casi como la culminación de una titánica tarea cinematográfica, que empezó con aquel gobierno y aún se sigue filmando.
Cada vez que pasaban por ese barrio, y hacían ese camino casi todos los días, los veían tirar de sus carros por aquella bajada. Una tarde, finalmente, decidieron que iban a filmar a uno de ellos. Se pusieron a la par de uno de los carros en el Citroën 2CV en el que se movilizaban y, aprovechando que la puerta delantera se abría para atrás, el flaco Jorge Muller Silva sólo tuvo que preocuparse por mantenerlo en cuadro, filmándolo desde el asiento del acompañante, mientras Patricio Guzmán iba al volante y el resto del equipo de rodaje de La batalla de Chile se acomodaba en el asiento de atrás. El largo travelling resultante, en el que se puede ver a un hombre tirando de un carro con sus pies casi flotando sobre el suelo por el contrapeso, mientras de fondo desfilan las paredes llenas de pintadas, nunca falta en ningún documental de Guzmán. “Ese plano es un símbolo del estado de ánimo de esos tiempos, del entusiasmo, del deseo de triunfar, de seguir, del optimismo”, explica el director, que ha incluido una versión breve de esa toma también en Salvador Allende. “Pero era algo muy peligroso para el que llevaba el carro porque, como iba en bajada, si se cruzaba algún auto no podía frenar. Sólo le quedaba el recurso de irse para un costado, dejando que el carro chocase sin él”, cuenta Guzmán, un cineasta que sabe de metáforas en sus documentales y que, de golpe, se encuentra casi sin darse cuenta ante una que resume la época que supo filmar mejor que nadie. Algo que hizo por culpa de Allende, cuyo triunfo en las elecciones chilenas de 1970 cambió su vida, al igual que la de toda su generación.
Antes de decidir que se dedicaría al cine, Guzmán confiesa haberse fascinado por los títeres, las marionetas y el teatro. “Siempre sentí una atracción, no sé de dónde venía”, recuerda el cineasta, que nació en Santiago de Chile, pero pasó gran parte de su infancia en Viña del Mar, donde su familia tenía un pequeño hotel. Hijo de padre arquitecto, Guzmán regresó a Santiago para estudiar en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde se solía cruzar con Poli Délano y Antonio Skármeta, sus compañeros de generación. En aquellos años iniciáticos, Guzmán pensaba que sería escritor y llegó a publicar una novela y un libro de cuentos antes de descubrir el camino del cine. “Mi pasión por el cine comenzó cuando empecé a filmar unas peliculitas con una cámara de 8 mm que tenía un amigo”, recuerda. Queriendo hacer copias de aquellas películas, el futuro cineasta fue a golpear las puertas del Instituto Fílmico de la Universidad Católica, donde le explicaron que no se podía. Pero el joven Guzmán era insistente, así que el director del Instituto terminó viendo aquellas películas e invitándolo a ocupar un puesto de ayudante. De allí saltó a España, donde se fue a estudiar a la Escuela de Cinematografía, y ya trabajaba en publicidad para vivir y había recibido una propuesta para hacer su primer largometraje cuando se enteró de que Allende había sido proclamado presidente. Y se dio cuenta de que tenía que volver. Malvendió todas sus pertenencias en una semana y, al volver, estaba golpeando la puerta del Instituto Fílmico que había abandonado un lustro antes con un proyecto de documental titulado El primer año. “Al irme a España me perdí el Festival famoso de Viña del Mar, el período de El chacal de Nahueltoro y Tres tristes tigres”, cuenta, haciendo referencia a las películas que significaron la renovación del cine chileno a fines de los sesenta. Pero con El primer año logró, por ejemplo, que el legendario documentalista francés Chris Marker golpease a su puerta. “Casi me caigo sentado cuando lo recibí”, recuerda Guzmán, que ya había visto La jetée. “Me dijo que quería hacer una película como la mía, en la que narraba el primer año del gobierno de Allende, y como yo ya la había hecho, me la compraba”. Marker había llegado a Chile acompañando a su amigo Costa Gavras, que buscaba locaciones para rodar su película Estado de sitio. Volvió a París con la película de Guzmán, que estrenó doblada al francés con las voces de actores amigos, entre ellos Yves Montand, y logró un relativo éxito. Por eso, cuando recibió urgente una carta de Guzmán pidiéndole material virgen para seguir rodando en Chile, Marker no dudó y le envió lo que necesitaba. La batalla de Chile había comenzado.
“¿Cómo es que un equipo de cinco personas, algunas de ellas sin ninguna experiencia cinematográfica previa, trabajando con un equipamiento limitado y algunos rollos de película en blanco y negro enviadas desde Francia, puede producir un trabajo de semejante magnitud?”, se preguntaba una azorada Pauline Kael, la legendaria crítica de cine de New Yorker, cuando La batalla de Chile se estrenó en los Estados Unidos. La respuesta sólo es posible encontrarla recorriendo los 272 minutos de las tres partes en las que se divide una película que es una de las cumbres del cine documental del siglo pasado. “Comenzamos a filmarla en octubre del ‘72, cuando fue el gran paro de los camioneros”, recuerda Guzmán. “Ahí ya estaba el planteamiento de la batalla, de la lucha social en Chile, que era implacable y uno sabía que podía pasar lo peor. En la carta que le envié a Marker pidiéndole material, ya le anticipaba que estábamos ante una situación terrible, y que por eso mismo había que filmarla. No había que ser ningún politólogo para darse cuenta de que estábamos sentados en un volcán. Nunca supe si con lo que filmaba iba a hacer una, dos o tres películas, pero sí que íbamos a registrar unos días irrepetibles. Estábamos viendo un muro que se iba a caer y no sabíamos qué hacer para contenerlo. Y además existía la posibilidad de que cayese para el otro lado.” Cuando ese muro finalmente cayó, y lo hizo encima de ese sueño colectivo, Guzmán pasó dos semanas detenido en el Estadio Nacional. Según confiesa en el relato en off de Salvador Allende, durante esos días en lo único que pensó fue en cómo sacar del país los rollos de película que había filmado, a la que llama como una “prueba” de ese sueño viviente. “Casi ni dormí hasta que, cuatro meses más tarde, me reencontré con esos rollos en Suecia”, confiesa. “Porque si lo hubiera perdido nunca me hubiese recobrado de haber vivido lo que viví, hecho lo que hice, poderlo recordar, pero de que nadie me creyese porque no había ninguna prueba”.
Cinema verité en blanco y negro y con sonido directo, ver La batalla de Chile es como ver en vivo y en directo un fenómeno natural. “Cuando la terminé, pensaba que era un ladrillo. No tenía música, era cine directo, era interesante, si tú quieres. Pero densa. Creí que sólo les podía interesar a los que seguían el problema de Chile. No tenía entonces la claridad suficiente para darme cuenta de que la coyuntura chilena era completamente universal”, confiesa Guzmán, autor de una película llena de gente que habla y se explica, gente que vocifera, gente que ama y que odia, gente que ocupa las calles y gente que las vacía. Por ejempo, es imposible no maravillarse al escuchar una y otra vez el término momio, con el que la izquierda define y al mismo tiempo insulta a la derecha, por considerarla momias que se niegan al cambio. Y también no impresionarse por el odio de clase que se percibe en las marchas organizadas por los adversarios de Allende. “Nosotros sabíamos que, si El primer año era una película de cosas visibles, porque se trataba de inauguraciones y discursos, lo que íbamos a filmar a continuación era una película de cosas invisibles. Por eso hay tantas reuniones de base filmadas, tantas discusiones. Porque teníamos que hacer visible lo invisible. Teníamos que esforzarnos para captar lo que estaba sucediendo realmente, detrás del miedo que anunciaba la tragedia.” Guzmán y su equipo lo lograron. Al punto de que, al verla hoy en día, eso que estaba sucediendo parece ser simplemente La batalla de Chile.
Según revela el propio Guzmán apenas comienza Salvador Allende, la primera vez que vio al protagonista de su documental, siguió de largo. Así nomás. “Eran los tiempos del Che Guevara y Allende era un parlamentario de toda la vida, de traje y corbata, con esos lentes de marco ancho y pelo engominado. Así que no le presté la más mínima atención”, explica el director, que confiesa que siempre disfrutó más de filmar a la gente que al protagonista de su flamante documental. “El coro era lo más bonito de esa ópera que era Chile en aquellos momentos y para nosotros el solista no era tan bueno como ese coro. Pero ese coro no cantaba sin ese solista y eso era algo que a los jóvenes de esa época nos costaba entender. Que sin Allende no había historia.”
La confesión va más lejos y Guzmán revela que en las elecciones del ‘64 no votó a Allende, sino a Frei. Su toma de conciencia política, cuenta, fue tardía, y sucedió en España, junto a aquellos estudiantes que luchaban contra Franco. Después, sí, volvió a Chile para filmar El primer año y lo que luego sería La batalla de Chile. Una vez que la terminó de editar, en Cuba, recién entonces entró en el exilio. Poco menos de tres décadas más tarde, de alguna manera, Salvador Allende funciona como la summa de todo su cine documental y chileno, incluyendo esa emocionante coda de La batalla de Chile, que es La memoria obstinada (1997), y el más reciente El caso Pinochet (2001). Porque, además de alimentarse de los planos originales de sus dos primeras películas, este último documental abreva de los mecanismos del recuerdo practicados en La memoria obstinada, mientras que las deudas con El caso Pinochet funcionan por oposición. “Pinochet es la imagen de la pesadilla, mientras que Allende es la imagen del sueño”, dice Guzmán, que enfrenta el desafío de documentar semejante personaje desde el comienzo. “Hay dos dispositivos naturales para el documental: el de un viaje y la biografía. Pero las biografías suelen estar llenas de estereotipos. Entonces, el principal desafío de una película como Allende fue el de escapar del estereotipo. Por eso la película omite prácticamente todo lo que se refiere a su biografía. Ya que tiene una vida riquísima, fue diputado cuando era muy joven, y hay miles de anécdotas muy interesantes, pero de eso no aparece casi nada. Porque el dispositivo principal para evitar un relato demostrativo, fue decir: ‘voy a contar lo poco que conozco de Allende, éste es mi punto de vista y lo voy a desarrollar con sinceridad’”. Lo cierto es que, desde el mismísimo comienzo, Salvador Allende es una biografía diferente, que presenta personajes que bien merecerían su propio documental, como ese jefe de las brigadas que pintaron todas las paredes de Chile llamando a votar a Allende. O como esa artista que guarda una carta de puño y letra del ex presidente, que se dedica a pintar enormes lienzos con mapas del exilio. Tomándose su tiempo, Guzmán desgrana su Allende, al que filmó casi sin querer entonces, mientras filmaba a la masa, y hoy se da cuenta de que fue el auténtico protagonista. Pero la historia se impone hacia el final, demostrando la falacia de la teoría de los dos demonios, de la izquierda iluminada y asesina. Porque en Chile, donde la izquierda fue democrática, la derecha arrasó igual a sangre y fuego. “Sin miramiento alguno y sin ninguna humanidad. No perdonaron ni a los muertos”, dice Guzmán, cuyo documental tiene al menos dos momentos reveladores. Uno es la entrevista con Miriam Contreras, la Payita, secretaria personal de Allende y también amante, a la que Guzmán entrevistó justo antes de su muerte. Según cuenta, su inclusión en la película le costó la amistad de la familia de Allende, que no fue al estreno en Chile. Y el otro es el relato del saqueo de su casa particular en el barrio de Providencia, narrado por Guzmán mientras golpea las puertas de la gente del barrio, que contestan sólo a través de sus porteros eléctricos, sin abrir jamás. “Toda esa gente miente. Porque todos los objetos que faltan en la casa de Allende siguen en ese barrio, pero en esas casas. Jarrones, ceniceros, cuadros, ropa, se llevaron todo.”
Ahora que finalmente, y contra todo lo que esperaba, una película como Salvador Allende se estrenó comercialmente en Chile, Patricio Guzmán ya está pensando en otro proyecto que hable de su país. “Estoy empezando a buscar un dispositivo para investigar la nueva identidad que los chilenos pretenden construir. Porque resulta que ese país provinciano y aislado que yo conocí en mi juventud ahora se ha transformado en un país próspero, conectado con el mundo y con ambiciones. ¿Por qué? ¿De dónde sale esto? Tengo algunas ideas, vamos a ver si funcionan. Ahora no me importa que me digan que me repito, que no abandono el mismo tema, sino todo lo contrario: creo que lo que uno debe encontrar en su vida es un camino y un tema coherente y centrar ahí tu obra, tu energía y tu trabajo.”
De pronto hace un silencio y no puede dejar escapar una sonrisa. “Es complicado, porque cada vez que en Europa me preguntan qué estoy preparando, yo digo: ‘Disculpe, pero es otra película de Chile’. Y ellos me responden: ‘Hombre, pero si ya te dimos dinero para esto’. Al punto de que debe haber gente que diga: ‘Ahí viene Guzmán pidiendo dinero para otra película sobre Chile, atiéndelo tú’. O sea que no es nada fácil. Pero siempre ha sido difícil. Así que ya estoy acostumbrado.”
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