Domingo, 4 de junio de 2006 | Hoy
MUSICA > EL NUEVO DISCO DE LA COMPOSITORA ARGENTINA MAS PRESTIGIOSA
Una semana antes del lanzamiento de Son, su nuevo disco, Juana Molina elogia la desafinación y dice que ya no le gusta la música “linda”, recuerda aquellos shows en Estados Unidos donde le pedían a gritos que improvisara algún personaje de Juana y sus hermanas y se pregunta si, después de que el New York Times ubicó su disco Tres cosas entre los mejores de 2004 y David Byrne se declarara su fan, los argentinos tendrán finalmente permiso de disfrutar de su extraña y dislocada música.
Por Diego Fischerman
Hay una mujer que grita en una ventana. Juana Molina oía a esa mujer y veía esa escena cada vez que escuchaba –y eran muchas, tirada en el piso, adolescente, con un parlante a cada lado de su cabeza– el disco Larks’ Tongues in Aspic, de King Crimson. Ahora sabe que esa mujer no existía. Que era un fantasma. Un error. El CD remasterizado borró para siempre esa equivocación y puso una guitarra en el lugar de los gritos, pero Juana Molina, que ve las grabaciones de sus viejos programas televisivos “con fantasma” y que busca, también, sonidos con fantasma, desafinando meticulosamente ecos casi imperceptibles, elige, por supuesto, aquella mujer gritando en la ventana. Está ahora frente a otra ventana, frente a la cual antes no había nada y ahora hay una mezquita, en una casa donde pasó su infancia y que ahora, casi vacía –o casi amueblada– se alquila para turistas incidentales. Y canta, con afinación fonográfica –ese debe ser el equivalente sonoro de la memoria fotográfica–, el viejo solo de Robert Fripp en la guitarra y, también, remeda los gritos de la mujer fantasma a los que, como en sus canciones, pone palabras: “No, dejame, te dije que no”.
En sus canciones, aparentemente diáfanas, siempre complejas, elaboradas en múltiples capas, siempre hay algo levemente fuera de lugar, apenas desplazado, nunca esperado del todo. A veces, ese toque inquietante está en los procesos sonoros. A veces, en una palabra. En ocasiones, alguien dice, por ejemplo, “felón”. Sin embargo, ella dice que, sobre todo, busca que “las palabras no sobresalgan”. Las canciones, cuenta, siempre están antes que los textos. “Hay algo que no me gusta, en mucho del rock cantado en castellano, y son esas palabras que aparecen como si fueran gatos en una bolsa, dándole codazos a la música. Prefiero que el texto se mimetice; que se camufle. Todas las canciones empiezan, para mí, con una melodía y una especie de balbuceo que me indica de qué va el tema. Después empiezo a trabajar sobre ese balbuceo para que deje de serlo. De todos modos, en este disco, especialmente, hay mucho menos letra que en los otros. Salvo en un par de canciones, los textos son muy breves; a veces una sola frase. A veces, eran mucho más largas y les fui dejando sólo una parte, porque me parecía que allí ya decía todo lo que tenía para decir.” Cuando dice “este disco” se refiere a Son, que saldrá a la venta en Argentina el próximo jueves y donde el nombre, brillante, sólo brilla –y sólo se ve– con algunas luces y en algunas posiciones. Cuando dice “los otros” se refiere, entre otros, a Tres cosas, aquel que fue considerado por el New York Times uno de los diez mejores discos de rock de 2004, en una lista que incluía, también, a U2 y Björk.
Molina, que desafinaba con una perfección absolutamente imposible de imitar cuando, en Juana y sus hermanas, hacía con su hermana el sketch de Sandra y Judith, habla de la desafinación. O de las pequeñas desafinaciones que busca sistemáticamente. Comenta las piezas para dos pianos afinados a cuarto de tono, del compositor norteamericano Charles Ives, y dice: “Ya no me gusta más la música linda; me aburre”. ¿Ninguna música linda? “Bueno, sí, Ravel, por supuesto. Pero él también tiene desafinaciones. En el dúo de los gatos de El niño y los sortilegios, por ejemplo.” Hace una pausa y aclara: “No, es que esa no es música linda. Ravel, Bach, Schubert, King Crimson, es música perfecta. Está mucho más allá de lo lindo”. Ella pertenece a una generación que fue educada por los grandes relatos; a una época en que incluso el rock era un gran relato. En su música, en cambio, hay una resistencia a cualquier clase de exhibición. Están los instrumentos que ella necesita. Dos sintetizadores que maneja a la antigua, sin sonidos preseteados ni loops pregrabados, alguna guitarra inventada por un constructor cordobés y aportada por Alejandro Franov –uno de sus compañeros de ruta incondicionales–, su voz. No hay sencillez ni tampoco su impostura. Sí un tono ascético, despojado. “Cuando grabo entro mucho en lo que estoy haciendo, hasta el punto de que no siento que sea yo”, cuenta. “Me dejo llevar. Veo miles de cosas, que no sé si otros ven, veo una serie de dibujos abstractos que me van diciendo cómo sigue lo que estoy haciendo.”
Para Juana Molina es claro que sus canciones no tienen una forma preexistente, que después es arreglada, embellecida con distintos instrumentos y con variados procedimientos de estudio. Las canciones, para ella, se componen en el estudio como antes, para otros, se componían en la partitura. Incluso en sus presentaciones en vivo ha llegado a una especie de reproducción de esas condiciones. Tiene sus teclados frente a ella e improvisa: mueve parámetros, cambia, decide, construye el sonido cada vez. Y ese sonido no es un agregado de la canción. Es la canción. “Para mí hubo un punto de inflexión en un show que di en Chicago. Yo no sabía nada. Y estaba como movida de época. Cometía los errores que otros cometen mucho más jóvenes. Mi nombre no se correspondía con mi trayectoria. Era el proyecto de una compañía multinacional, era su cara latina, tenía a la MCA detrás, pero era una pichi. Mis shows vendían un montón de entradas, en relación con el tamaño de las salas en las que actuaba, pero antes del final se había ido todo el mundo. No quedaba nadie. A veces, alguno que desde atrás me gritaba ‘hacé la coreana’. Y en ese show de Chicago, después del primer tema, me di cuenta de que no les importaba nada de lo que hiciera. En un primer momento me desesperé. Tenía que llegar hasta el final y sólo quería irme. Pero entonces me dije que, si no había nada que pudiera hacer, porque realmente cualquier cosa que hiciera sería inútil, entonces haría un ensayo. Creo que fue el mejor show de mi vida. A partir de entonces, ensayo. Pruebo. Compongo.”
Más allá del humor, en una carrera televisiva tan breve como explosiva, a partir de la cual se la señaló como la nueva Niní Marshall, puso de manifiesto una fenomenal capacidad para observar tipos sociales y situaciones cotidianas. Algo de esto podría aparecer en sus canciones. Podría, por ejemplo, ser una contadora de historias, una fabricante de personajes, a la manera de Joni Mitchell. “Allí hay demasiado texto”, opina, sin embargo. Y elige decir cosas como “quiero ver las culpas en la mesa de otros que no son yo”, en “Las culpas” o, en “Río seco”, la canción que abre el nuevo disco, “Yo no quiero ver más/ a todo aquel que se ha ido/ mi corazón roto ha venido, me habla y dice/ que no le ha quedado nada, que él está vacío/ me dice que todo se ha marchitado/ y yo no tengo más que un río/ tan seco el lecho/ que está agrietado profundamente/ la falta de agua/ no le han echado asiduamente/ ahora, otrora/ dando vueltas me voy dando cuenta estoy sola/ donde hubo fuego heridas quedan/ miré para otro lado y vi lo que pasó/ no lo quiero/ el tiempo ha terminado, mirá lo que quedó/ no lo quiero, ahora, otrora/ los recuerdos que el tiempo borró”. La portada del disco es un tapiz realizado por su tía abuela, una buena metáfora –como el tapiz que se teje en La traición de Rita Hayworth– del entretejido sonoro con que está construido. Allí, además, aparecen otras cosas. Ella misma, de niña, mirada por su tía abuela y ahora por ella, que mira a ambas. Un mundo infantil, casero, de parientes y lentejuelas, que parece contradictorio con el icono de modernidad que algunos han construido con Juana Molina, vista, también, como por primera vez, por aquellos que la descubren a partir de la mirada de los otros. De hecho, que el New York Times o que David Byrne la elogiaran la puso en la mira de muchos que hasta ese momento la habían ignorado. “Los argentinos somos inseguros”, dice. “Yo he leído durante años a Marosa Di Giorgio en secreto porque no sabía si tenía que gustarme o no. Recién cuando mamá me dijo que a mi tío le encantaba me sentí con permiso de pensar que era buena. Es posible que a algunos les pase lo mismo conmigo. Les gusto porque les gusto a quienes les gusta. Es una historia argentina.”
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