Domingo, 24 de septiembre de 2006 | Hoy
PLáSTICA > LA PRIMERA MUESTRA DE POMBO EN OCHO AñOS
En los ’90, el director de su galería repetía: “Compren obra de Pombo, en diez años va a valer muchísimo”. Una década después, Marcelo Pombo no sólo cotiza en el artero mercado del arte, sino que confirmó lo que su obra prometía. Ahora, con ocho cuadros tan barrocos como etéreos, expone en Buenos Aires por primera vez en ocho años. Y en esta entrevista recorre su vida, explica cómo se recibió de artista en una escuela de chicos discapacitados, odia y ama el arte contemporáneo y revela lo que ha aprendido en este tiempo: a llorar frente a un cuadro.
Por María Moreno
Con una parquedad que la obra desmiente, Marcelo Pombo ha titulado su muestra en Ruth Benzacar Ocho pinturas y un objeto. Vendió casi todo. En la década del ’90, cuando exponía en el Centro Cultural Ricardo Rojas, la gente le preguntaba al curador Jorge Gumier Maier: “¿Qué es esto?”. Y él decía en broma: “A esto hay que comprarlo porque dentro de diez años va a valer muchísimo”. El único que le hizo caso fue Roberto Jacoby. Compró un cuadro por 100 pesos que hoy debe valer 10 mil.
Hay algo en común entre las obras de Gumier Maier, Omar Schiliro y Marcelo Pombo, cuando no pintan: les dan una segunda oportunidad al objeto. Gumier Maier hace del objet trouvé una imagen antropomórfica; Omar Schiliro pervierte totalmente su función –de la pieza vajilla plebeya a la joya–; Marcelo Pombo lo limpia, lo maquilla y lo disfraza hasta hacerlo irreconocible. El cuerno de la abundancia, el único objeto de la muestra, es un aerostato de mimbre, mezcla de canasta familiar con los productos básicos, árbol de Navidad y piñata desnuda. El premio en la timba del pobre. Entre dijes, guirnaldas y piedras falsas realizadas por sobreposición de gotas de esmalte, un tubo de Kolgate, con una diferencia ortográfica, invita a agarrarse de la buena suerte.
–Una de las primeras cosas que hice fue cubrir un Winco con pintura, botones y fotos. Pero no usando deliberadamente el efecto expresivo del objeto viejo como rústico o antiguo.
No tengo imaginación. ¿Cómo eras de chico?
–Era muy cerebrito.
¿Tenías el libro Lo sé todo?
–Amaba los animales. Pero no era un ecologista. Me gustaba tanto un tigre del zoológico como un tapado de nutria que tenía una amiga de mi madre, al que me pasaba acariciando. Un ave del paraíso en un documental como la foto de un sombrero de plumas. Era un constante deslizarse de los animales, ornamento a los animales, el misterio y la marginalidad. Un poetita.
¿Te gustaba la cosa técnica? ¿El aeromodelismo, la cohetería? ¿Todo eso del varón cerebrito?
–Me gustaba lo caliente. Nada frío, técnico, deportivo, masculino.
¿Ya querías ser artista?
–Sí, pero artista de rock. A una cuadra de mi casa de Núñez vivían los padres de Luis Alberto Spinetta, y él ensayaba ahí. Entonces venían al barrio todos sus amigos de entonces, que serían Pappo, Molinari, Del Guercio. Yo era un chico que los seguía por cuadras porque me partían la cabeza. Porque la imagen que tenía entonces de los ’60 era tango, trajes, gomina, mundo gris, y de pronto veo a esos tipos que sacaban sonidos de sus guitarras eléctricas, que decían yeah y parecían femeninos con sus collares de mostacillas. Me acuerdo de que le pedí a mi viejo que me compre el primer disco de Almendra, que habrá salido en el ’69. Yo leía Pelo, donde salían todas las letras de Hair. Hasta que mis viejos me la prohibieron: “Marcelo, vos no podés leer estas revistas”. Debía tener diez años. A través de Pelo me enteré de Buenos Aires Rock en el Velódromo. Tengo un recuerdo patente. Nunca me voy a olvidar. Estábamos en el Velódromo, no se quién tocaba, y me salió del alma decirle a mi viejo: “Qué feliz que estoy de que me hayas traído acá”. Y le di un beso. Y todos los jóvenes de la tribuna –se ve que lo dije fuerte– se empezaron a reír. Y yo me quise morir de la vergüenza.
Mito de origen del artista, tipo la peluquería de su tía Esther en Gumier Maier.
–Mi abuelo, de una familia campesina que vino a los tres años al país, se había recibido de ebanista en el Otto Krausse y era considerado el intelectual de la familia. El construyó la casa chorizo adonde vivíamos en Núñez. Y en el fondo tenía un taller. Allí vi algunos de sus cuadritos. Se había jubilado en la editorial Sopena, donde era el carpintero de las bibliotequitas que se vendían junto con los diccionarios. Entonces llevaba muchos libros a casa. Así que yo leí a Zola, a Anatole France, o me mandaba la parte. Mi vieja hacía dibujos de perfiles de mujer con rulos gigantes en arabescos. Compraba La Pinacoteca de los Genios.
¿De cuál número te acordás?
–Del de Van Gogh. La noche estrellada: los rulos de mi vieja en el cielo.
Marcelo Pombo se enganchó con el arte cuando mandó una carta a Gumier Maier, que entonces hacía una columna en El Porteño y participaba del GAG (Grupo de Acción Gay). Se conocieron y Pombo le mostró sus dibujos en tinta china con ratones Mickey ciegos, enormes pijas o los intestinos al aire, entre arte pop y relevo de los textiles para sábanas infantiles. De la militancia gay moderada extrajo la capacidad de transformar la injuria en orgullo, el estigma en prestancia, como cuando se decía “somos todas lesbianas” en la línea “somos todos judíos alemanes”. El enseñar a los calificados con un menos a hacer del menos un más; del despojo, una joya imaginaria.
–En el ’85 conseguí un trabajo en un taller de artes plásticas para discapacitados mentales. Era en una escuela privada de Núñez. Allí la pasaba tan bien, había tanto goce, tanto teatro, tanta locura, que fue mi paso anterior al arte. Reaparecieron las manualidades que había aprendido en un taller de expresión plástica al que me había mandado mi vieja: el esmaltado sobre metales, el pegado y recortado, el monkiri, que es una técnica japonesa para calar flores en papel. Me gustó tanto que decidí ser profesor especial para discapacitados mentales. Cuando estaba en primer año del profesorado me entero de que hay una oferta de trabajo para alumnos de primer año: ir a colegios adonde nadie quiere ir, ubicados en zona de emergencia educativa, es decir escuelas especiales de lugares inundables, pobres, inaccesibles del Gran Buenos Aires. Francisco Solano, por ejemplo, donde hay asentamientos, miseria, delincuencia y discapacidad mental. Ahí yo era Marta Minujín...
¿Allí te sentías menos expuesto a las miradas críticas? ¿O todo lo contrario?
–Los chicos me amaban. Me sentía mirado, querido, deseado. En Solano había algo que tenía que ver con el arte y era: “No puedo creer que me paguen por divertirme”. Y también algo de: “Creemos artistas en un taller protegido”.
Ahí ponías en juego las manualidades, adquiriste ciertas destrezas...
–Poesía, identificación con los chicos. A las manualidades se sumaba la extrema pobreza de los elementos. Trabajábamos con cartones engrasados, cajas usadas, un botón, y a eso le poníamos purpurina. Lo pobre y lo tonto.
¡Lo pobre y lo tonto!
–Y no llorar sobre eso sino todo lo contrario. Era hacer la fiesta de lo pobre y lo tonto.
En el catálogo de Ocho pinturas y un objeto, Daniel Molina relaciona las obras de Pombo con el úrico-é, “pinturas del mundo flotante”, japonés. Las obras de Pombo son universos luminosos y aéreos, coagulados de ocelos que evocan tanto piedra preciosa como señuelos de la vida animal, representaciones de átomos engarzados o placas con muestras visualizadas a través del microscopio, que contradicen la ley de gravedad con su sobrecarga barroca, okupa absoluta de unos soportes suspendidos que deberían desplomarse como la manzana de Newton. Es como si sus antiguos envases de Mirinda engalanados por moños de confitería se hubieran multiplicado y transformado mediante un anómalo crecimiento rizomático.
¿Será pecado de narcisismo deslizar que se fue testigo de cómo Pombo recogía los restos diurnos (en este caso nocturnos) de sus universos flotantes? A mediados de la década del ’90, él nadaba de noche en el río Sarmiento, contra la corriente, bajo las estrellas. Cada vez que sacaba la cabeza y abría los ojos, a través de las pestañas mojadas, tenía que ver las luces de la orilla, como suspendidas, las de los reflectores de los helicópteros policiales que barrían el cielo. Sus ojos debían pasar de la oscuridad del agua a esa visión flotante, una y otra vez como en un mantra.
Luego hizo un cuadro con los materiales de acolchar regalos, bolitas de telgopor celestes y blancas con las que se arma un océano si se mueve el marco como si fuera una escudilla para recoger arroz u oro.
–No, no era ése. Pinté uno que se llamaba Cae la noche sobre el río.
Pero no caía la noche. Era de noche.
–No seas tan literal.
Ya sé. El arte viene del arte.
–Pero mi disfrute de los museos es actual. El pasado es como un tesoro que descubro en estos últimos diez años. Antes, operación bien de resentido, prefería las reproducciones porque no podía acceder a los originales. Me interesaba la cultura de masas. De joven sentía eso de “lo más lindo es la canción de moda que suena en la radio”.
Ahora, como confesó hace poco en el Rojas, Pombo llora ante los clásicos de los museos: “Me encontraba en el área de pintores del pre Renacimiento, cuando comenzó a invadirme una emoción profunda. Tenía frente a mis ojos el exacto momento en que el anhelo por representar una realidad ideal y perfecta todavía se enfrentaba con técnicas rudimentarias para alcanzar ese fin, y de esa imposibilidad surgían imágenes de una carga polisémica alucinatoria. Personajes cuyos mantos parecían vistas aéreas de cadenas montañosas, con sus valles y precipicios o de glaciares o cascadas congeladas. O el pelo rubio de un joven, pintado como si fuera un trigal sacudido por el viento y que, gracias a una leve diferencia de escala, también era un animal que le devoraba el cerebro. Sentía que frente a esa involuntaria riqueza, el repertorio onírico del surrealismo del siglo XX resultaba previsible y pobre. Comencé a llorar y a repetirme: “Esto es lo que amo y en lo que creo”. Atravesé a paso firme varias salas con el fin de calmarme, perseguido en mi imaginación por los guardias, como si el clásico desequilibrado que llora en el museo pudiera ser confundido con un terrorista de Al Qaida. Me dirigí a una salita oscura y, una vez adentro, observé que había varias personas. Me acerqué para ver lo que ocultaban sus cuerpos y se me aparece el pequeño cuadro de Jan Vermeer, Mujer escribiendo, de 1665. El de la mujer que mira al espectador sonriendo, mientras sostiene una pluma a unos pocos centímetros por sobre el cuaderno. Volví a llorar de nuevo y con más fuerza...
“Cuando no tengo un día bueno, detesto el arte contemporáneo, el reino de la impostura y de la petulancia. Pero en un día bueno pienso que gracias a sus límites tan elásticos yo puedo exponer en buenas galerías y recibir la atención de los críticos en lugar de estar vendiendo artesanías en Plaza Francia.”
¿Y el arte contemporáneo?
–A veces, cuando no tengo un día bueno, detesto el arte contemporáneo, el reino de la impostura y de la petulancia, pero cuando tengo un día bueno no sólo me gusta sino que pienso que gracias a los límites tan elásticos que tiene el arte contemporáneo yo puedo exponer en buenas galerías, recibir la atención de críticos importantes en lugar de estar vendiendo artesanías en Plaza Francia.
Eso que hacés exige el sudor de la frente.
–A los cinco o seis años uno aprende el goce diferido. En mi trabajo hay mucho de actividad dura, displacentera, sacrificada para llegar a algo que me dé placer. Y otra parte que es goce puro y respuesta inmediata. Verter colores, mezclarlos, chorrear. Cuando lo hago, entro en una manía compulsiva que no puedo parar. Leo Chiachio se burla de mí diciendo que padezco de una “locura diarreica cromática”. Cuando termino un trabajo, lo primero que deseo es venderlo. Aparece el goce que me da hacerlo y el deseo de que guste y quieran comprarlo. A esos dos aspectos los estoy nitidizando.
Ningún mito romántico del artista pobre, loco y puro.
–Pero al mismo tiempo pienso que la opulencia del mundo –el arte, la cultura, toda esa espuma de textos y leyendas, canciones, imágenes, esa parte de la vida adonde me tiré de cabeza– no es para poseerla sino para saber que está. Me acuerdo del cuento “Los amantes” de Silvina Ocampo. Es una pareja de pobres que van a comer a Recoleta, en el pasto, contra el muro del Asilo de Ancianos. Se habían comprado ocho tajadas de torta en una confitería y Silvina empieza a describirlas: hay una que se parece al Monumento a los Españoles con frutas abrillantadas formando flores, otra que es como parte de un cofre con nieve en la parte superior, otra casi negra cubierta de chocolate y otra que se parece a un pedestal. Detalla las chorreaduras de chocolate, de caramelo; los confites y las grageas como si fueran joyas. Cuando lo leí, pensaba: ¿cómo una aristócrata puede entender el lujo de los pobres? Me gustaría escribir un libro que se llame Tortas y confituras imaginarias; otro, Joyas y gemas imaginarias; y otro, Telas y textiles imaginarios.
La posesión por la lengua.
–Describir una opulencia, pero no poseerla. Hay algo de eso en mi trabajo: lo sensual, lo rico, lo brillante. Vislumbré lo bueno y lo bello desde muy chico, pero acceder a eso me habrá llevado cuarenta años; entonces estoy en mis primeros pasos de aprender a vivir. Con el arte me pasa lo mismo. Si hay algo que no hay en mi vida es el mito del artista joven y brillante. Pronto voy a tener cincuenta años. Me gustaría tener salud ahora que “la estoy cazando”.
¿Sueños?
–Que mi pintura se aplique al diseño de telas, a la moda.
¿Escombros flotantes en una pollera plato?
–Poder estar en un pañuelo de Versace.
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