Domingo, 24 de diciembre de 2006 | Hoy
EXPERIENCIAS > UN DOCUMENTAL EN VIVO EN INGENIERO WHITE
Todo comenzó con la recuperación de un predio abandonado, donde agonizaban un castillo-usina, un enorme galpón y una casa que supo estar habitada por un espía nazi. Un equipo de especialistas y museólogos lo convirtió en Ferrowhite, gran museo-taller especializado en el pasado ferroviario y portuario de Ingeniero White. Pero cuando quisieron dar un paso más allá y sumar los relatos biográficos de los habitantes y ex trabajadores, se encontraron con un material tan impresionante que decidieron organizar un documental en vivo del lugar. El trabajo se puso en escena el fin de semana pasado y Radar fue testigo de esta obra viviente.
Por Cecilia Sosa
Desde Ingeniero White, Bahia Blanca
A sólo 7 kilómetros de Bahía Blanca y a casi 700 de Buenos Aires, está Ingeniero White, un pueblo de mar, sin mar. Encerrado por la red vaporosa y humeante de un impresionante polo petroquímico multinacional (que está prohibido fotografiar o filmar), sus habitantes viven, en su mayoría, de planes Trabajar. Luego de sus años de esplendor, tras las privatizaciones y el desguace de sus trenes y usinas, White se ha convertido en un pueblo fantasma. Sobrevive entre los ecos remotos de un pasado donde se cuelan espías nazis, el ruido sordo de trenes que ya no circulan, y el fragor de sus viejos cabarets que hoy visitan camioneros de paso y que perturban la calma de sus calles desiertas. Pero por una única noche, ese pueblo, aparentemente sitiado y agónico, subvierte y reinventa su escenografía macabra para convertirse en una obra viviente de sí mismo. Una suerte de conjuro ¿teatral? de su memoria donde sus voces más antiguas despliegan su relato ancestral. ¿Un remoto pueblo del sur convertido en fantástico ready-made? ¿Un sueño navideño cumplido? Radar estuvo ahí para contarlo.
La explicación de esta extraña historia empieza a desovillarse en Ferrowhite, casi un pequeño Berlín oculto en medio del gris reinante. Ferrowhite es un museo y es también un taller. Inauguró en noviembre de 2004, con el apoyo de la Fundación Antorchas, y tiene un arbolado predio donde hay tres edificios: un viejo galpón reciclado donde funcionaba el taller de reparaciones de la usina General San Martín; los restos de aquella usina, un casi inverosímil castillo medieval levantado en 1932 por la Compañía Italo-Argentina, y la “Casa del espía”, un lugar donde reina la magia y la leyenda.
Hasta hace dos años la historia no podía ser más oscura. La vieja usina, que brindó energía eléctrica durante más 50 años a toda la zona, dejó de funcionar en 1988 y a partir de 1997 fue salvajemente desguazada. Vacía, cubierta de escombros y habitada sólo por palomas y murciélagos, permanecía clavada en el parque desolado proyectando su sombra muda y fantasmal. El viejo galpón, cerrado y la casa, tapiada.
Bajo la lúcida e inquieta mirada de Reynaldo Merlino, director de Museos de Bahía Blanca, y un pequeño y entusiasta staff de especialistas y colaboradores, Ferrowhite emergió de las cenizas y se transformó en un escenario extrañísimo. El castillo se limpió, se instaló un coquetísimo y delirante bar en la Casa del Espía y hasta se logró recuperar gran parte del material ferroviario que había sido vendido como chatarra.
Ahora, todo el predio forma un modernísimo complejo que atesora, entre otras cosas, una colección de 4 mil reliquias ferroviarias que incluye centrales telefónicas, matafuegos gigantes, tuercas imposibles, faroles, llaves inglesas descomunales, trajes de guarda y locomotoras en miniatura. En el centro del galpón hay una instalación de máquinas-arte que recorren, burlonas, la tragedia del pueblo. De los últimos muros cuelgan inmensas gigantografías: un grupo de ferroviarios trepados en la quilla de una locomotora rodeando a Arthur Colenman, el virrey sin corona; y hasta una coqueta bañista de 1924 sumergida en la ría de mar, hoy contaminada. Todo se expone en dedicado orden y creatividad inéditos; y está abierto al público que se acerca cada fin de semana.
Sin embargo, el plantel de Ferrowhite quiso ir más allá de la mera exhibición museística y siguió desovillando el ovillo de este extraño rompecabezas de la historia. ¿Cómo era el trabajo en los talleres?, ¿quiénes utilizaban esas herramientas?, y aun... ¿qué es posible saber hoy de sus vidas? Con estas preguntas, el museo se embarcó en una serie de entrevistas a los ex trabajadores ferroportuarios. Y el material biográfico resultó tan rico que dio lugar a una apuesta infinitamente más ambiciosa: organizar un documental en vivo del lugar: Nadie se despide en White.
Marcelo Díaz, productor ejecutivo del asombroso proyecto, viajó a Buenos Aires en busca de inspiración y es entonces cuando el ovillo conduce directamente a las manos de Vivi Tellas, directora y dramaturga creadora de un novedoso género teatral basado en archivos y biografías de personas vivas. Entusiasta como pocas y agasajada por lo delirante de la apuesta, durante cuatro meses viajó especialmente a White para entrenar a los seis directores de teatro de Bahía Blanca que se dispusieron a poner en marcha la experiencia.
El sábado pasado todo ese trabajo se puso en escena. Cinco situaciones simultáneas transcurriendo en instalaciones dignas de Hollywood. El resultado es difícil de describir: un extrañísimo e inédito documental en vivo con los habitantes de Ingeniero White como protagonistas.
Sábado 16 de diciembre, 20 horas. La noche no podía ser más cálida, más invitadora al encuentro. Los habitantes de White y de Bahía Blanca, llegados especialmente al convite, recorren el parque en medio de la ansiedad y la agitación generalizada. Ultimos ajustes y corridas. La maestra de ceremonias da la voz de aura y las vidas se descorren sin telones ni jurados.
En el principio de White estuvo el tren. Fue su llegada, en septiembre de 1884, la que se festeja como el aniversario del pueblo. La compañía inglesa Ferrocarril del Sud que había obtenido una concesión para construir y explotar un puerto en la bahía, habilitó al público la línea férrea y el primer muelle de hierro para la exportación de cereales. Entonces, White, conocido primero como Nueva Liverpool, creció intensamente cosmopolita. En torno de sus muelles, elevadores y la playa de maniobras más grande del país, italianos, españoles, alemanes, griegos y croatas levantaron barrios, pensiones, bares, clubes y parroquias. Osvaldo Ceci, Pedro Caballero, Mario Mendiondo y Pietro Morelli tienen cerca de 70 años y más de 30 consagrados a los trenes. Son la quinta generación de ferroviarios del país y probablemente la última. Hoy, la estación de White está quemada y a veces pasa un tren de carga sin detenerse. En una de las esquinas del viejo taller, dirigidos por el director Miguel Mendiondo, recuerdan épocas de pasado esplendor. “A los seis años conocí mi primera locomotora. Me deslumbró”, dice uno. “Acá había 350 máquinas de vapor, eran las mejores del mundo”, apunta otro. “Este era el galpón de los ‘leones’. Esos éramos nosotros”, sigue alguien más. Tienen el poco pelo plateado, ojos brillantes y una sonrisa nueva. No hay pánico escénico, todos quieren contar más.
Atilio Miglianelli, ex buzo, ingresa como tantas veces a la torre del castillo en ruinas. “Acá es como si hubiera caído una bomba”, dice. Alto, esbelto, un bronceado intenso y con gorra de capitán, parece casi el personaje perdido de La vida acuática, el film de Wes Anderson. Lo acompaña Luis Firpo, que señala el agujero que alguna vez ocupó el escritorio de roble del jefe de la usina. Allí donde Atilio tantas veces recibió las órdenes de bucear a ciegas por los turbios anales de acceso a la ría, limpiando las compuertas, tanteando herramientas, localizando anclas perdidas o incluso rescatando cuerpos de las víctimas de un estallido, sólo unido por un pedazo de cuerda a tierra firme, allí mismo ahora Atilio recuerda el día que, a los 20 años, se consagró como “Mr. Mar Azul”. “Ahora los modelos tienen tetas y se depilan”, se queja. “No te desvíes, Atilio”, advierte Firpo con la suave perseverancia del que entró como peón y llegó a jefe de taller. Quiere ceñirse al guión pautado con Alexis Mondelo, el más joven de los directores locales, que sólo sonríe y pide “mostrales la foto”. Atilio regresa con una gigantografía en blanco y negro de un buzo con aparatosa escafandra. “Este soy yo, sólo asoma la nariz, pero soy yo”, dice. Por la ventana del castillo, se ven los chorros de agua que lanzan los bomberos desde la explanada.
En el primer piso del museo-taller, Rita Aversano prepara café a la italiana. Juan Califano, su marido, manipula con rapidez sorprendente un pequeño bastón de madera, aguja e hilo: teje firmes redes de pesca, igual que en los últimos 70 años. Sin dejar de mover sus nudosas manos, Juan cuenta cómo a los 3 años aprendió a pescar pulpos, recuerda las épocas de cousinière en uno de los barcos que fue a buscar prisioneros italianos a Egipto y, claro, los 200 escalones que trepaba en la Isla de Ponza sólo para enamorar a Rita. Allá por 1948, juntos desembarcaron en White. Más de medio siglo compartido de pesca y café, y un amoroso y casi incomprensible dialecto italiano que celebran cada noche frente a la RAI prendida. Todo aquel que ingresa a la sala es invitado a prender una vela a San Silveri, el santo de los pescadores.
La Casa del Espía es pura algarabía. En la puerta hay un corazón de terciopelo atravesado por flechas. La leyenda dice que allí vivió Edward, un inglés a cargo del cuidado de la usina y sospechado de espía nazi. Se dice que un día por 1945, a pedido de la Interpol, la gendarmería vino a buscarlo y que nunca más volvió. Pero esta noche, las ventanas de la casa están abiertas de par en par. Sentada frente al piano eléctrico está Sarita Cappeletti, otro mito viviente de White. Profesora de música oficial del pueblo e iniciadora de muchas de sus generaciones no sólo en las artes musicales, celebra una suerte de recital biográfico. El músico Rodrigo Leiva oficia de director. El público, agolpado en la coqueta salita pintada de rojo y turquesa, acompaña relatos y desempolva recuerdos, y celebra cuando la profesora invita a algún ex alumno a compartir un viejo hit. En el piso superior, una instalación de la artista bahiense Alicia Antich recrea el mito del espía: escritorio con mapamundi marcado por banderas de guerra, misteriosas diapositivas veladas, lingotes de oro nazi, zeppelines y apariciones fantasmales del Gauchito Gil. Una de las habitaciones guarda los más delicados secretos de la amante del espía y hasta hay un submarino hundido en la bañera verde pálido. Abajo, en la sala, Sarita canta un bolero más: “Toda una vida”.
Mientras, un poco más allá, atrás del museo y en un galpón improvisado como bar, el estibador y barman Pedro Caballero atiende a su público vestido de smoking, faja y moñito. Tiene 64 años y es el boletero del museo. Su mujer alcanza copas de vino, cerveza y platitos de queso a los invitados. El menú es el catálogo de su vida. Los años de pupilo en el Colegio Don Bosco, los días de lustrabotas o de sommelier en hoteles de lujo donde recibió a Frondizi, a Guido y hasta al presidente norteamericano Dwight Eisenhower, su intervención en una película con Armando Bo o los años de estibador. Hay fotos que atestiguan todo y también está su libro de cabecera, La razón de mi vida. La acción se arma a pedido. Los bises son tangos que baila con su esposa.
En medio de todo, un coche-bomba ocupa el centro del predio. Es puro despliegue de luces y sirenas. Los bomberos voluntarios de White, acaso la institución más querida, están allí para revivir hazañas dignas de superhéroes. Cual magnética obra en vivo, despliegan mangueras y descargan violentos chorros de agua sobre fuegos invisibles, sostienen escaleras en el aire, rescatan heridos. El operativo es conducido por Néstor Magno, el jefe de bomberos en persona. ¿Alguien puede imaginar un nombre más adecuado? La manguera es micrófono.
Y una y otra vez, y en cada uno de los puntos de Ferrowhite, el relato comienza una vez más...
Es medianoche. El cielo brilla. Luego de casi cuatro horas del más vertiginoso capítulo no escrito de Elige tu propia aventura, directores, público e intérpretes se acomodan felices y exhaustos en mesitas repartidas por el parque. Quieren que el documental se repita en marzo. De la mesa de Atilio llegan más aplausos: el buzo quiere reacondicionar el túnel que cruza por debajo la usina para que sea posible recorrerlo a pie. Quiere llamarlo “El túnel del tiempo”.
Contra las rejas que miran un pedacito de mar, unas esculturas de hierro hechas con desechos ferroviarios brillan extrañamente iluminadas.
Más allá, el vapor del horizonte industrial que nunca se detiene.
Juan, el tejedor de redes, canta una nueva canción en italiano.
Nadie se despide ...
Ferrowhite queda en Juan B. Justo 3885, Ingeniero White, (0291) 457-0335. Más información sobre el museo y la experiencia en www.undocumentalenvivo.blogspot.com
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