Domingo, 21 de enero de 2007 | Hoy
TELEVISIóN > EL REGRESO DE “GRAN HERMANO”
Volvió. La Casa, volvieron los valientes. Pero en esta edición ya no queda inocencia: los dieciocho participantes conocen el juego y sus consecuencias. La versión 2007 es más casting que reality, y cada uno de los elegidos espera su colocación en el
mercado del espectáculo.
Por Alan Pauls
Tal vez el único gran mérito de la versión argentina de Gran Hermano haya sido la clarividencia con que su primera edición –2001– anticipó la sobredosis de realidad que en el verano de 2001-2002 haría colapsar a la Argentina entera. La Casa –con su vocación de claustro, sus reglas impuestas desde afuera, su esclavitud– fue el prototipo adulto del Corralito, y el puro presente imbécil que consumía las vidas de los “valientes” que arengaba Solita Silveyra parodiaban avant la lettre el vértigo sin pasado ni futuro que centrifugaría a una sociedad cuyo grito de guerra –“que se vayan todos”– se parecía demasiado a una “nominación” indiscriminada. Es una suerte (y una fatalidad) que el pionerismo televisivo dure tan poco. Si el profetismo old fashioned del 1984 de Orwell sigue interpelándonos por su perspicacia anacrónica, la actualidad de Gran Hermano sólo puede despertarnos una nostalgia desolada o sarcástica, que pone al desnudo el modo en que la TV transforma toda realidad, incluso la más candente, en déjà vu. A fines de los ’90, cuando el experimento del señor de Mol irrumpió en las pantallas, muchos creyeron que la televisión había alcanzado el colmo de su monstruosidad y muchos que sólo se había reconciliado con su destino. Las dos fracciones tardaron bien poco en comprender hasta qué punto estaban de acuerdo. Harta de depender de la excepcionalidad, la televisión encontraba gracias a GH el yacimiento de acontecimientos más prodigioso y aparentemente más inagotable: la banalidad de la vida cotidiana en un universo concentracionario de pacotilla. Sin embargo, a seis años del primer GH argentino, es evidente que nada envejece más que la vida cotidiana.
De ahí la sensación de lánguida erosión, ese efecto irremediablemente fané, tan enemigo de cualquier morbo, que producen estos primeros días de GH 4. Porque el programa no continúa (como en España, por ejemplo, donde ya casi ni lo miran): el programa ha vuelto. Y no ha vuelto en un contexto donde el argumento del retorno es una cualidad específica, un plus distintivo, un argumento de marketing (el canal de cable Volver, por ejemplo), sino en el mismo canal de aire donde alguna vez se dio a conocer, y que por el simple hecho de “ser aire” –en un mundo donde el aire ya se nutre de las imágenes que un celular le roba a un dictador ahorcado y que YouTube vuelve célebres– ha “avanzado” mucho más que un formato que lo prometía todo porque vampirizaba la nada boba de la vida de las personas comunes.
Por lo demás, no sé si las “novedades” de la cuarta edición no complican el cuadro. Dieciocho participantes son y sobre todo suenan demasiado, mucho más si con espíritu federal pretenden samplear cierto espectro de acentos y mundos de provincia. La Casa ya no emula el Campo sino el Arca de Noé (¿cuándo emulará al country, de donde parecen venir últimamente las verdaderas emociones argentinas?), y cuando todos hablan al mismo tiempo –lo que sucede cada vez que se juntan más de tres– lo mejor que podría pasar es que el Diluvio fuera implacable con ellos. Contagio nefasto de la epidemia de popstars, muchos, encima, son estudiantes de actuación, actores amateurs, pseudo actores, groupies de actores o lisa y llanamente artistas de la impostura; es decir: gente preparada y por lo tanto extremadamente desconfiable. (Incluso Jessy –en quien deposito mis fichas cuando apostar por alguien es lo único capaz de justificar que siga viendo el programa–, con su aire de asombro, su actitud de segundona modosa, el desamparo con que se aferra a su repugnante peluche, todas cualidades ganadoras, me resultan sospechosas: no las aprendió “en la vida” sino en las actrices de reparto de las películas de Almodóvar.) Es gente que está en la Casa no para ser objeto de una manipulación diabólica (a cambio de una recompensa de fama, un contrato, un canje de ropa) sino para hacer lo que sabe. Esa apuesta a cierto protoprofesionalismo dilapida, creo, uno de los pocos divertimentos que el formato deparó alguna vez: el espectáculo, dudoso pero atractivo, de un puñado de don nadie que lo aprendían todo en cámara y en vivo. En el primer GH, el gran espectáculo era el proceso de cocción que hacía pasar a los cobayos de lo crudo a lo cocido; en GH 4 todos entran ya cocidos; lo único que les falta es aire y descubrir en qué rubro (intriga, poder, sexo, comedia, información) pueden fructificar los talentos que forjaron en las clases de teatro.
El único para quien los cautivos siguen teniendo alguna tasa de virginidad parece ser Jorge Rial, que empezó nervioso y solemne y tardó una semana en encontrar el dosaje de humanismo canalla y cinismo paternal con el que soñaba la producción del programa cuando pensó en él para conducirlo. Comparados con la carroña marchita en la que está acostumbrado a hurgar, quizá la juventud, la inexperiencia o el desconcierto de los 18 neovalientes que debutaban en TV le parecieron milagros nobles y elevados, y se creyó de pronto conduciendo una gala en el Colón y comprendió que no era lo suyo y zozobró. El formato, sin embargo, parece concebido para él (no sólo para su apellido). En apenas siete días de encierro, los jugadores de GH demostraron que todo lo que hacen en la Casa –hacer teatro, competir, intrigar, armar y desarmar alianzas, traicionar, etc.– es la versión joven –es decir, corruptible– de lo que hacen los freaks a cuyas vicisitudes suele consagrarse Rial en Intrusos. No en vano Rial consiguió un aplomo perfecto el día en que se anunciaba el primer eyectado del juego, coyuntura darwinista que sigue siendo uno de los hallazgos más sórdidos y apasionantes del formato. No por la crueldad de la situación sino porque el trance expulsivo pone en escena con nitidez –la misma nitidez infantiloide con que The Wall grafica la trituradora de niños que es la institución escolar– el modo instantáneo en que el cobayo, ya cocido, pasa de la sartén donde se frió al mercado donde acaso consiga colocarse y donde Rial (que a Claudia, la primera víctima, ya le prometía tapas de revistas) lo espera relamiéndose. Además del desliz de programación delator (si GH no es ya historia, ¿por qué lanzar en verano, espacio tradicional de los experimentos más efímeros, la versión 4 del éxito que en 2001 era lanzado con bombos y platillos y parecía llamado a colonizar la TV?), tal vez el error de GH sea seguir presentándose como un formato de entretenimiento cuando en rigor es algo más vulgar, más político y quizá más necesario (algo de lo que precursores como Suar, Pablo Codevila o Claudio María Domínguez, los primeros frutos de la telegenesia argentina, nunca gozaron): una agencia de casting, un centro de reclutamiento, una institución educativa especializada en cultivar endemias catódicas, esas formas de vida que sólo pueden existir en el ecosistema de la televisión.
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