Domingo, 11 de febrero de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Creía que la guerra era sobre todo una tragedia, y precisamente por eso cubrió 27 guerras y revoluciones. Sobrevivió a la malaria, al hambre y a las balas. Vivió del otro lado del frente de batalla y se quedó en ciudades mientras eran abandonadas. Pasó meses aislado. Entrevistó a dictadores y señores de la guerra, pero también a sus víctimas y a sus vasallos: creía en entrar al palacio por la cocina. Considerado el padre de un género capaz de unir la ficción y la crónica, primer escritor de no ficción barajado para el Nobel de Literatura y autor de libros fundamentales para entender hechos clave de la segunda mitad del siglo XX, como la revolución iraní, las guerras africanas y las latinoamericanas, el polaco Ryszard Kapuscinski murió el mes pasado a los 74 años. Sus alumnos le rinden homenaje y ofrecen una guía para internarse en su obra.
Por Cristian Alarcón
Ryszard Kapuscinski nunca escribió su biografía. Veinte libros llenos de observaciones al borde del abismo social, político y humano no lo llevaron al género que lo habría acogido como al más intrépido y entrañable aventurero, esperable bestseller. Sin embargo, quien lea los títulos suyos traducidos al español, más sus reflexiones extraídas de sus clases y disertaciones públicas, podría sentir que al menos los momentos más dramáticos de su vida, en primera persona, han sido narrados ya, de manera lenta y persistente a lo largo de sus años como escritor. Su doble pertenencia, al periodismo y a la literatura, le hizo andar un camino tan largo y prolífico que murió a los 74 años, después de que su nombre sonara en la última edición del Nobel como uno de los candidatos que aspiraba al premio con cierta justicia. Fue la primera vez que se pensó en un Nobel para alguien que escribía no ficción. El mismo año en que Naipaul dijo que la literatura está muerta.
La niñez y la adolescencia del escritor aparecen como imágenes diáfanas y heladas en los recuerdos que reconstruye a lo largo de Imperio, un voluminoso relato de viaje y memoria que logra atar al lector en un recorrido implacable por la fase final en la desintegración de la vieja URSS. Ryszard era un niño tímido de siete años que veía correr a las mujeres de su pueblo, tropezar a los viejos, morir a muchos, cuando en 1939 las tropas del Ejército Rojo invadieron Pinks, la aldea en la que vivía con su familia. Al este de Varsovia, Pinks, entonces, era polaca. “Una tierra desgraciada, de pocos recursos y de una gran escasez”, dijo el escritor sobre esa zona de la vieja Polonia. Hoy forma parte de Bielorrusia. Desde entonces y hasta que a los doce años llegó a Varsovia para quedarse a vivir en la ciudad, los Kapuscinski vivieron como nómadas, huyendo de la guerra, de aldea en aldea, escondidos, aterrorizados por los bombardeos y el fantasma de los ejércitos. Ryszard Kapuscinski fue un niño refugiado. Conoció el destierro y la pobreza.
Cuando Kapuscinski se refería a su vida hablaba de sus orígenes como quien explica una teoría que sustenta su obra. Su itinerario por el Tercer Mundo, que comenzó en los países asiáticos y siguió en Africa y en América latina, no fue un camino que el joven Kapuscinski buscara de manera consciente. Desde los 16 años escribía poemas. Siendo todavía adolescente envió con éxito un texto a una revista que lo publicó. Sin ánimo de sorprender contaba que un día de 1958 lo llamaron de la Agencia Polaca de Noticias simplemente porque en la guerra habían muerto la mayoría de los periodistas y buscaban a alguien que pusiera bien puntos y comas. Tenía 25 años. Y según sus confesiones, nunca había leído para entonces un libro de peso, salvo la literatura juvenil polaca que había caído de cuando en cuando en sus manos. Era un poeta iletrado, se reía.
No se había soñado embarcado durante más de veinte años en sucesivos viajes por los rincones más conflictivos del planeta: su camino fue el de la descolonización, las guerras de liberación y las de las facciones de países remecidos por la inestabilidad de las armas y la miseria extrema. Ese parentesco cercano con la escasez y la intemperie, su condición de migrante del campo a la ciudad, lo hizo caminar como por casa por los escenarios más complejos del Tercer Mundo. Kapuscinski hablaba de un “lazo emocional” con estos países en los que solía enfermar de malaria tantas veces como un porteño se contagia de gripe. O donde su pasaporte polaco, en épocas de la Cortina de Hierro, lo condenaba al cruzar las fronteras hasta llevarlo a la cárcel o a la horca. Si su mito cuenta con ingredientes, son las escenas en que en sus libros se detienen, con un tono de elegante humildad, a relatar la zozobra de sus pesares. La fiebre, el frío extremo, el miedo, el dolor físico propio, jugaban en sus textos como la contrapartida necesaria no sólo con el lector que busca el verosímil de esas escenas dantescas, sino con sus personajes, hombres y mujeres sufridos que parecen encontrar en Ryszard un amigo sin dobleces dispuesto a escucharlos con la mirada clara de un monje lleno de piedad.
En Imperio, Kapuscinski va de la niñez a un viaje hecho entre 1989 y 1991 desde su Varsovia hacia el más impenetrable infierno de la antigua Rusia comunista, sus vestigios frescos. Volver a casa le hace bien al hijo pródigo y se transforma en una pintura entre sórdida y exquisita de la tensión entre la cultura polaca y la rusa. Su encuentro con los nacientes líderes de las repúblicas, su percepción de Gorbachov y la implosión inminente se contraponen al más gélido clima de opresión, el de la Siberia del norte: lagers abandonados, ciudades hechas sobre cadáveres.
Es por todo esto el libro con más background del autor. Es un recuerdo revivido, una operación que juega a dos puntas con el destino de una nación rota y el de un niño desterrado. El resto de su obra, al menos el grueso de ella, es la consecuencia de sus viajes como periodista. De lo poco que Kapuscinski contó sobre su trabajo se sabe que durante sus 22 años en la Agencia de Prensa Polaca lo que hizo fue ganarse el sueldo de un redactor para vivir viajando y escribiendo. Claro que diferenciaba lo que llamaba el sustento, la nota diaria de pocos caracteres, telegrafiada a Varsovia, de lo que quedaba en sus libretas de anotaciones. No era un clásico corresponsal en tierras calientes, abrazado al whisky bajo el ventilador de techo de un viejo hotel al estilo de Evelyn Waugh en ¡Noticia bomba!. Despreciaba el estilo de vida que sus compañeros de generación llevaban en los trópicos. El por la noche escribía, o leía, su mayor pasión. Como maestro no hacía otra cosa que señalar la ignorancia como el peor de los enemigos del que va por la noticia. Su erudición –-comenzó estudiando historia aunque renegaba de la elección porque prefería la filosofía– es parte de las tramas que supo construir, aunque jamás se vaya a percibir en sus textos un ápice de jactancia intelectual.
Así procedió al escribir uno de sus libros más elogiados por la crítica europea y norteamericana, quizás el que lo llevó a salir de las fronteras polacas como un autor de culto al comienzo, y un consagrado después: El emperador. No son pocos los lectores jóvenes que llegaron a este relato buscando información sobre la deidad rasta, tras las huellas de Bob Marley. Es que Haile Selassie es considerado por la filosofía rastafari como una divinidad, un sucesor del Rey Salomón. Kapuscinski llegó a Addis Abeba, la capital de Etiopía, para cubrir la caía del hombre que había gobernado durante 50 años, derrocado ahora por un Consejo Revolucionario. Kapuscinski concibió el libro sobre Selassie como el relato coral construido por todos los que lo rodeaban, desde el porta-almohadones hasta el hombre de la tercera puerta. Son diversas voces que narran lo increíble. “Mi habilidad consistía en saber abrirla justo en el momento adecuado. Porque si la abriese demasiado pronto, eso podría causar la imperdonable impresión de que invitaba al Emperador a abandonar la sala. Si, por el contrario, la abriera demasiado tarde, habría obligado al Más Extraordinario Señor a espaciar sus pasos o incluso a detenerse, lo cual hubiera supuesto un menoscabo a su imperial dignidad, la cual exigía que el movimiento de la Primerísima Persona se realizara sin el menor peligro de colisión y sin que se interpusiese el menor obstáculo.”
Cuando este cronista, y entre otros, los siete que recuerdan a Kapuscinski en esta edición, participaron de un taller de periodismo narrativo que organizó la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano, FNPI, por iniciativa del propio Gabriel García Márquez, en México, en el 2001, fue grande la dificultad para sacar del maestro los consejos que esperábamos los novatos. Sólo se detuvo a hablar de El Emperador. “Tengo una costumbre: cuando no sé cómo comenzar un libro trato de escoger la sentencia más sencilla que se pueda imaginar, como de libro para niños (a la manera de ‘Alicia tiene un gato’). Un día de repente recordé que vi al emperador en varias ocasiones con un pequeño perro siempre en su regazo. Y escribí la primera sentencia: ‘Ese era un perro de raza japonesa. Se llamaba Lu’. Cuando escribí esa frase pensé que tenía el libro.” El libro fue saliendo de a poco. “Cada semana entregué un pedazo. Y ahí felizmente comenzó el problema. Todos estaban sorprendidos porque esperaban un reportaje ‘clásico’ y de repente apareció el perro de Haile Selassie y estaban muy insatisfechos. A la segunda semana el editor me preguntó: ‘¿Cuándo empieza a escribir el reportaje?’ Pero algunos empezaron a entender: poder, dictadura... y comenzaron las llamadas del Comité Central: ‘¿Qué están publicando?’. La gente lo leyó como un retrato de la elite gobernante polaca. El Emperador se agotó en una noche.”
En español, Anagrama editó El Emperador en 1989. Antes, en el ’87, había publicado El Sha, sobre la revolución que depuró al sistema político iraní. Aquí se vale de la ruptura y la mezcla. Rompe la convención de la narrativa lineal para valerse del collage: fotos, cartas, anotaciones en servilletas, Kapuscinski construye en torno del Sha un libro que sustenta su posición fundamental: no apegarse a los géneros. “Yo escribo textos”, les decía, haciéndose el pillo, a los periodistas culturales que le preguntaban por el asunto. En La guerra del fútbol y otros reportajes (1992) cuenta el Congo de 1960, la Argelia del ’65 y la absurda guerra de cinco días entre Honduras y El Salvador. Durante el último año preparaba un libro sobre Latinoamérica. Imperio salió en español simultáneamente con su edición polaca e inglesa, en 1994. Luego vino el de una entrevista larga en Italia, Los cínicos no sirven para este oficio. Y en 2003 la colección Crónicas sacó el que, a pesar de no tener tanta prensa en español como El Emperador, quizá sea su mejor trabajo: Un día más con vida.
El libro comienza con un mapa en el que se puede detectar Luanda, la capital de Angola, al borde del mar. Allí Kapuscinski se dejó estar; es decir, no se sumó a la diáspora de la ciudad por el temor al azote que se predecía. Es posible ver al en ese entonces vital y hermoso Ryszard deleitarse con el trágico momento de la despedida de los seres vivos de toda esa ciudad que lo dejaban a él, a unos cuantos locos aferrados a sus propiedades, y a los perros abandonados, a la buena del odio y la guerra. Desde su ventana en el despoblado hotel Tívoli, ve los barcos cargados alejarse, en olas migratorias enormes, y describe la ciudad como “un esqueleto desnudo pulido por el viento, un hueso roído que sobresalía de la tierra en dirección al sol”.
En esa novela de guerra atrapante y llena de melancolía Kapuscinski hace el descubrimiento que lo hizo meditar hasta su muerte. La novedad de un siglo de liberaciones nacionales que permitía vislumbrar un futuro de guerras focales, el hoy, nuestro más acuciante y sordo presente. “La guerra de Angola fue el principio de este nuevo tipo de guerras, sin fronteras, de unos grupos armados que cambian de bando todo el tiempo, robando, destruyendo, ocupando –en ese caso– las minas de diamantes y los campos de explotación petrolera y autofinanciándose. Angola fue el origen de este nuevo tipo de guerra”, dice en una entrevista en Varsovia con la revista Letras Libres, una de las últimas que dio, y en la que profundiza sobre conceptos fundamentales de su obra, ejes que permiten comprender su escritura y el futuro del mundo. “Se cambiaron los actores y los objetivos de la guerra. Ahora tenemos muchos actores distintos: mafias, milicias tribales, terroristas, narcotraficantes, mercenarios. Se trata de grupos armados que se independizaron del Estado. El Estado como tal ha perdido el monopolio del instrumento de la violencia.”
Parte de estas últimas reflexiones de Kapuscinski se cruzan con sus declaraciones en torno de la globalización, el rol del Estado y la privatización de la violencia que se pueden leer en Los cinco sentidos del periodista, un libro que resume sus clases en México y Buenos Aires para los alumnos de la FNPI. El hombre que escribió un libro, no traducido, al que le puso De una guerra a la otra, estaba interesado en los grupos armados autónomos, autofinanciados por el robo, el lavado de dinero, el tráfico de diamantes, el dinero del narco y su desarrollo tecnológico en armamento. “No sólo las armas ligeras actuales son muy precisas, sino que son muy fáciles de manejar, lo que permite a estos grupos contratar a gente desesperada, niños huérfanos, desocupados, mercenarios, para engrosar las filas de sus ejércitos particulares”, dijo.
A Kapuscinski le preguntaron, cuando estuvo en Buenos Aires en la Fundación Proa, durante una semana, a fines de 2002, por qué tantas veces se había puesto en riesgo durante sus años como periodista. Explicó la diferencia entre la inminencia de la muerte y la condena a muerte. La certeza de la muerte, dijo, anestesia el cuerpo. El condenado, dijo, no teme. Sólo espera. “Lo único que le falta es la muerte física”, dijo. Es cierto, Kapuscinski estuvo condenado a muerte cuando era un hombre sin canas. Y vivió lejos de la vida cotidiana de su amada Varsovia. Su honestidad ante la muerte lo pinta para siempre. Cuando pensaba en ese momento previo al último movimiento del verdugo decía: “La muerte es una experiencia de vida de suma importancia”.
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