Domingo, 18 de febrero de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Hace menos de un mes se pudo ver en los cines cómo María Antonieta no pudo salvar su cabeza. Ahora, se estrena una película exactamente opuesta: La reina, dirigida por Stephen Frears, en la que la gran Helen Mirren interpreta a Isabel II en los días anteriores y posteriores a la muerte de su mayor enemiga: Lady Di. Y muestra cómo, después de mostrarse indiferente al dolor de sus súbditos, consiguió atravesar el momento más difícil de la monarquía en los últimos 50 años, salvar la cabeza, recuperar el amor de su pueblo y salir con la corona en alto. La película está nominada para los Oscar del domingo 25 en las categorías Mejor Película y como Mejor Actriz. José Pablo Feinmann la vio. Y se muere de ganas de decapitarla.
Por José Pablo Feinmann
Tony Blair acaba de asumir como Primer Ministro del Reino Unido. El Reino está Unido porque tiene una Reina, motivo, también, por el cual es un Reino. Todo esto parece atrasar dentro del ritmo de la historia. La historia de nuestros días ya no tiene sentido (es decir: no hay un sentido de la historia) pero tiene ritmo. De ese ritmo parece alejada, al menos en un aspecto, la venerable Gran Bretaña. Ese alejamiento de los ritmos de la historia contemporánea se traduce en que los ingleses todavía sostienen una monarquía. De ahí que Blair tenga que –no bien asume– ir a ver a la Reina y presentarle sus respetos y decirle que él es el nuevo Primer Ministro, laborista, con perdón de Su Majestad. Ella, su Majestad, lo recibe en el Buckingham Palace. Ella, la Reina, es muy parecida a Helen Mirren. Es notable cómo se parece Isabel II a Helen Mirren. Pero no. Esto es una película y la que hace de Isabel II es Helen Mirren. Se trata, más que de una actuación, de una imitación ponderable. Volvamos a Tony Blair, que aquí es un tipo bárbaro, sonriente, que tiene una esposa que lo trata con dureza y él no, toda dulzura. Ahora se acerca a Isabel y ella le dice:
–No.
Tony Blair se detiene. ¿Qué pasa? Ella le explica: tiene que mantenerse a cierta distancia, luego avanzar con lentitud y besarle la mano. Blair, sin dejar de sonreír, hace todas esas tonterías. Luego de hablar con Ella tiene que irse, porque, a diferencia de la Reina que no tiene otra cosa que hacer que –con perdón– boludear todo el santo día por el Buckingham Palace, Blair tiene que gobernar el Reino Unido, que es una monarquía gobernada por políticos. Entonces le dice que se va. Ella le dice que se vaya nomás pero... sin darle la espalda. Retrocediendo. Porque, a la Reina, un plebeyo –ningún plebeyo– no puede darle la espalda. Blair retrocede y –tal como Ella lo ha pedido– no le da la espalda.
Cualquiera se da cuenta de esto. Dar la espalda es una de las cosas más desdeñosas que hacen los seres humanos. Por ejemplo: “Le doy la espalda a la corrupción”, dice un político honesto. Es desdeñoso con la corrupción. “Le dio la espalda a su mujer amigo”, oímos por ahí. Fue desdeñoso con su mejor amigo y lo traicionó. “Le dio la espalda a la vida y se suicidó tomando veneno para las hormigas.” Desdeñaba a la vida y se creía una hormiga, motivo por el que se expulsó de este mundo. Y así infinitamente. Todo aquello a lo que uno le da la espalda a uno no le gusta. ¿Cómo entonces habría Blair de darle la espalda a la Reina? Significaría que desdeña a la Reina y ningún inglés puede permitirse desdeñar a su “Graciosa Majestad”. Al contrario, debe decir varias veces al día “Dios salve a la Reina”. ¿De qué?
Esto es transparente. Isabel II tuvo un solo acto cinematográfico en su vida. Cuando la aviación de Goering bombardeaba Londres, la Familia Real se quedó, digamos, al pie del cañón. Ningún miembro de la Familia abandonó Inglaterra. Ninguno le dio la espalda al peligro. Isabel tampoco. Hay noticieros de la época que la muestran todavía princesa recorriendo los escombros y hablando con los bombardeados. “Qué tal, señor. ¿Cómo se encuentra? Conteste, plebeyo”. “Su Alteza –le dice un enfermero–, ese hombre está muerto.” “Bien, continuemos”, dice ella, impávida pero valerosa.
Ahora escuchen bien: después de eso Isabel II no hizo un pomo en toda su vida. Subió al trono en 1956. Se puso un sombrero estrafalario en la cabeza que le funcionaba como corona. Se puso tapados o vestidos austeros. Y siempre, siempre, pero siempre usó una cartera que sostenía en el pliegue de alguno de sus brazos. Sesenta años sin hacer nada. De pronto, deciden hacer una película sobre su vida. Contratan a Stephen Frears, que imaginación tiene. Llaman a un guionista que, asombrado, pregunta: “¿Qué vida? ¿Cómo vamos a hacer una película sobre la vida de una mujer que no la tiene?”. Hay una solución. Siempre el cine encuentra eso: una salida. Deciden hacer de Lady Di la protagonista y narrar lo mal que le caía esa erotizada joven laborista a la Reina de las Carteras. La Lady tiene todo lo que no tiene la Reina: tiene o mejor dicho tuvo porque, como todos saben, la Lady finó. Volvemos: tuvo amantes en cantidades suficientes y necesarias como para que, si fuera otra, Lady ni loca. Tenía lindas piernas y las mostraba generosa. Vivía tórridos romances con mucha gente, bailaba en la Casa Blanca con John Travolta, a lo Uma Thurman, era laborista, abrazaba enfermos con sida, quería a los pobres del mundo (sobre todo del Tercero, donde hay más) y recorría Africa levantando negritos mientras Isabel la miraba por TV y fruncía el ceño, cuando no vomitaba. Se casó con el Príncipe Carlos, cuya cara –no sé si estaremos de acuerdo, creo que sí– es un Monumento a la Tara Real. Este señor engaña a Lady Di con una señora que se llama Camila Parker Bowles. Se siente poeta, lo arrebata la inspiración, se le mezclan Shakespeare y el amor pasional y le dice a Camila: “Quiero ser tu Tampax”. Pienso que éste habrá sido el momento más inspirado de su vida. Entre tanto Lady Di se metejonea fiero con un beduino de los Emiratos Arabes, que ha ido de mujer en mujer hasta descansar en brazos de la Lady. Pero sus romances anteriores no son desdeñables. No les ha dado la espalda a las mujeres. Se alzó con una nieta de Winston Churchill (que caminaba, allá en la Prehistoria, entre los escombros de las bombas junto a la Reina Unida), con Valerie Perrine (la chica de Lenny, la peli esa con Dustin Hoffman que dirigió Bob Fosse), con una hija de Frank Sinatra (hay que tener coraje para faltarle el respeto a una hija de este gran amigo de Corleone), con Britt Ekland (que infartó y mando de viaje al Más Allá a Peter Selles de tanta cama que le infligió), con Brooke Shields, varias modelos azarosas pero anónimas y con Winona Ryder cuando todavía no afanaba mercaderías en los supermercados. (Pobre Winona, una lágrima por ella.) O sea que el tipo –como suelen decir las Ladys británicas a la hora del té– se cogió todo. Tiene algo a favor. Acaso esto explique su éxito con las mujeres: su fortuna se calcula en más de doscientos millones de dólares. A esa clase de chicas con las que salía le importaba más el tamaño de su cuenta bancaria que el otro tamaño, que no importa para nada si el elemento en sí es travieso e imaginativo. El jeque tiene un nombre simpático: Dodi. Tiene –por si fuera poco– un Padre Todopoderoso, que compró Harrod’s en el corazón de Londres. Su nombre, unido al de la Lady, da bien: Di y Dodi, un romance posmoderno. ¿A qué viene todo esto? A que este film gira –todo él– alrededor del célebre accidente de Lady Di en un túnel de Francia. Un driver borracho, paparazzis persecutorios, Di y Dodi nerviosos y todos se hacen pedacitos chocando contra una columna. Aquí entra Isabel II. ¡Al fin le pasa algo! Le pasa lo que le pasó a Lady Di. Todo el film se centra entonces en la siguiente cuestión:
Como no la quería mucho. Como, seamos francos, la odiaba, reacciona disimulando lo que verdaderamente siente: una alegría fenomenal. Pero, ¿cómo el film va a mostrar a la Reina del Reino Unido gozosa por la muerte de esa joven tan libre, tan linda? Entonces la Cámara va en busca de Helen Mirren. La Mirren, que se ha ido para arriba, tan arriba que la aniquiló como gran dama veterana del cine british a Judi Dench (en buena hora), se ha pasado horas, uno se da cuenta, estudiando los gestos, mohínes, pocos en verdad, sonrisas, leves, y miradas y sonidos (habla) de la Reina. Entonces, no le sale una actuación, le sale una imitación ponderable. Hace algo así como lo que hacía Alberto Locati. (¿Alguien recuerda a Alberto Locati? El que tiró a su mina por una ventana. Consagrada por el escándalo, la chica consigue trabajo en un boliche de Bahía Blanca. La ponen al tope de un cartel luminoso. A los quince días, de inútil que era, la despiden. En Humor publican: “Se cayó de nuevo”.) Hace Mirren, decía, una imitación. Si le dieron un Oscar a la pelada de Yul Brynner, otro a la nariz de Nicole Kidman, bien se lo pueden dar al sombrero y a la cartera de Helen.
Como hay que humanizar a Isabel II y darle algunas escenas a Mirren para que se gane el maldito Oscar, el film se mete en uno de sus laberintos más, indeliberadamente, jocosos. Esto, técnicamente, se llama: “Unwanted laugh”. Risa no deseada. Es así: Isabel se sube a una monárquica 4x4 y se atraviesa un río y sale a un lugar con mucho verde. Detiene la 4x4 monárquica y se baja. Entonces lo ve: ¡es Bambi! Es un venado. O un ciervo. Digamos un ciervo. Tiene unos cuernos majestuosos. Lo que le permite a Mirren mirarlo con intensa intensidad y exclamar: “¡Qué bello eres!”. Esto da para Oscar. Porque: 1) un Bambi es siempre un Bambi y los tarados del público (así hablan los productores y guionistas) se babean con los animales; 2) Mirren va a estar soberbia mirando al bicho con sus ojos grises nublados por la emoción; 3) el Bambi se va a robar la escena, pero no importa. “No tenemos nada mejor”, dicen los guionistas o dice Stephen Frears, que está aquí por la guita, no lo duden. (Hace algunos días vi a Kate Winslet en una serie inglesa. Estaba vestida de monja en un campo de concentración. Se le acerca un amigo. “Filmo una película sobre el Holocausto”, le dice Kate. “Todos se preguntan por qué no gano un Oscar y me dijeron que tengo que hacer una película sobre el Holocausto; si no, no.” Detrás de ella vemos a varios SS persiguiendo a judíos con estrella amarilla y traje a rayas. “A la maldita Meryl Streep le dio resultado”, sigue Kate. “Y si no lo gano con esto siempre puedo hacer de tarada como Hoffman, Day-Lewis o De Niro.”)
Pero todo Bambi que trabaja en una película es boleta de los cazadores. Cierto día, la Reina Mirren se entera de que un amigo de su vecino ha liquidado a Bambi. Lo va a ver. Lo encuentra muerto. Lo acaricia. “Roguemos por que no haya sufrido”, dice. Los ojos de Mirren se ponen acuosos. Todos dicen: “Qué gran actriz. Lagrimea y todo”. (Luche y la teniente Tennison vuelve.)
El handsome Blair (lejos todavía de bombardear iraquíes junto a su amigo Bush) le dice por teléfono a la Reina que el Pueblo de Inglaterra está desbordando la Historia para llorar a Lady Di. Algo tiene que hacer. Y aquí tenemos el primer problema de Isabel II en cincuenta años. Los diarios salen con grandes titulares: “Show us you care”. Que significa: “Mostranos que te importa”. Pero Isabel, la Reina de la Monarquía Demorada, no sabe sentir. Sólo sabe cambiar de carteras. Tony Blair insiste: “Señora, es necesario. El Pueblo pide su presencia”.
En la ópera rock Evita aparecía el Che Guevara en los funerales de Eva Perón y exclamaba: “¡Oh, qué circo! ¡Oh, qué show!”. Era la voz de la Razón ante los instintos desatados de la turbamulta que lloraba a Evita. ¡Qué modales tan primitivos! Con Di, los ingleses: lo mismo. Flores, llantos, histeria, velas, rezos, lágrimas incesantes, mares de ellas. “Oh, qué circo! ¡Oh, qué show!”. Para colmo le piden a Elton John que componga algo para tocar y cantar en la Iglesia cuando el féretro con Di (cajón cerrado: ni los hermanos Fisher de Six Feet Under pegaban los pedacitos que restaron de Di) penetre en el Santo Recinto. Elton recicla una canción y sale del apuro. Así cualquiera.
En suma, los ingleses: de lo peor. Llorones, irracionales, primitivos, sudacas, puro Tercer Mundo Barbárico, Civilización ni por joda. Di, desde las honduras del cajón, susurraba: “¡No llores por mí, Inglaterra!”.
Porque no muestra el odio genuino que Isabel II le tenía a Di. Porque la muestra austera. Sólo algo terca, difícil pero digna. Al final asume su papel. Sale a la calle. Se junta con la muchedumbre. ¡Desde la guerra que no lo hacía! Ahora no hay guerra: sólo Di fragmentada, discontinuada, estallada en miríadas infinitas como la historia para Foucault. (Chivo: ver el Suple de Filo.) Porque ignora por completo que no sólo Isabel, sino todo el estamento monárquico odiaba a Lady Di y hasta se dice que la mataron. Era demasiado populista, casi progre: un peligro para la economía del Reino Unido. Y si no la mató la Monarquía la liquidaron los que no querían que se robara a Dodi, ligado por lazos familiares con fieros traficantes de armas. Porque no dice que el chofer del Mercedes apenas ese día empezaba a trabajar: jamás había manejado antes ese auto. Porque Blair, en suma de sumas, no es ese muchacho sonriente y lindo sino un estadista guerrero que ya le hizo ganar al Reino un atentado terrorista carnicero por su política pro-Bush. Y porque no dice La Gran Verdad (y no decirla es La Gran Mentira): ¿Qué lleva Isabel II en su cartera? Nosotros, para nuestros lectores, lo diremos. Si llegan hasta el final.
Porque, aunque lo nieguen, no hubo una Revolución Inglesa. Oliver Cromwell sólo echó a los católicos y abrazó la teología calvinista. O sea, la teología del capitalismo. Pero fue más la imposición de la teología de la burguesía que su triunfo político. De aquí que los ingleses conserven la Monarquía. Qué injusta es la Historia. María Antonieta era linda, una gota de agua con Kirsten Dunst, una gota de agua con la novia de Peter Parker, el Hombre Araña, y tiene que estar (ella: una linda adolescente austríaca) en el lugar equivocado en el momento equivocado. Porque si Kirsten no está en Versalles en 1789 seguro no le pasa nada. Pero no, ahí estaba y para colmo (porque fue así) dijo lo de los pasteles: que comieran eso los pobres en lugar de pan. Le agarraron un odio bárbaro y los franceses, durante esos días, cuando odiaban a alguien lo metían en la guillotina sin decir agua va. Pobre niña. No hay caso: en esta historia las lindas pierden, Kirsten Dunst, Lady Di, amasijadas. En cambio, a Isabel II no le pasa nada. Ni le guillotinan el sombrero. Hubieran hecho una película con su hermana. ¿Alguien recuerda a la Princesa Margarita? Era muy loca. Le decían “la princesa que quería vivir”, el título que aquí le pusieron a Roman Holiday, esa peli con Audrey Hepburn y Gregory Peck. Margarita inauguró la época de las princesas locas de aquí y locas de allá. Como las hijas de Grace. ¡Llegamos! ¿Por qué no hacen la vida de la Princesa Grace? ¿Qué esperan? Pronto ni Gwyneth Paltrow (la única que la puede hacer) va a estar en edad: los años, en Hollywood, son despiadados con las mujeres y benévolos con los hombres. Sólo Gwyneth, digo. Porque la otra sería Charlize Theron. Pero Charlize tiene una sexualidad agresiva, cosa que Grace no. Y aquí está el centro de la cuestión. Se puede hacer la vida de Isabel II porque es una frigidaire asexuada. Porque no tiene un solo punto oscuro que pueda cuestionar el Orden Monárquico, que todavía existe. Todo poder es, en el fondo, monárquico. Y si no, miren hacia el Imperio Americano. Son monárquicos porque son absolutistas. ¿Cómo, entonces, oscurecer la traslúcida moral de la monarquía? La princesa Grace no fue un cisne que navegó por aguas mansas. Se hartó de su elección absurda. Vivió añorando los días alocados de Hollywood. Extrañaba los besos de La ventana indiscreta y Para atrapar al ladrón. ¿Recuerdan el beso que le da a Cary Grant? Le parte la boca. Esa era Grace. Se hizo princesa y se condenó al aburrimiento perpetuo. Tuvo dos hijas que se permitieron todo lo que ella se negó: el placer del reviente sin límites. Se odió a sí misma. Odió a Rainiero. Odió a sus hijas. Y, alcoholizada, sumergida en una depresión sin retorno, se hizo puré en una carretera plebeya, en una tarde cualquiera, derrotada. Ahora saben por qué ni Michelle Pfeiffer en los noventa ni Gwyneth Paltrow en el dos mil –que se morían por hacerla y la habrían hecho espléndidamente– pudieron hacerla. La película debió llamarse La princesa que quería morir.
Sólo algo más:
Su corazón. Es decir, nada.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.