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Domingo, 5 de agosto de 2007

BERGMAN, FIN > POR CARLOS GAMERRO

Imágenes interesantes

 Por Carlos Gamerro

A primera vista, El huevo de la serpiente puede parecer un film atípico de Bergman: producido por Dino de Laurentiis, hablado en inglés y filmado en Alemania, ocupándose de “grandes temas” como el nacimiento del nazismo, protagonizado por un David Carradine que sugiere un Kwai Chang Caine que de tanto caminar llegó a la República de Weimar... Uno creería haberse equivocado de película hasta que aparece Liv Ullmann y respiramos tranquilos. La historia se centra en los padecimientos de Rosenberg/Carradine, sobre cuya cabeza llueven más infortunios que sobre la del proverbial Cándido, hasta que se descubre protagonista de una versión nazi de The Truman Show... El doctor Vergerus conduce en forma clandestina una serie de experimentos con seres humanos que filma concienzudamente y, sobre el final de la película, exhibe ante el azorado Rosenberg. De todos ellos, el más memorable es el “experimento de resistencia” de una enfermera (“una mujer completamente normal, bastante inteligente”) a la cual encierran en una habitación con un bebé que, por un daño cerebral, nunca para de llorar. A las doce horas todavía es dueña de sí misma; a las veinticuatro concibe la idea de matar al pequeño demonio berreante; algo que finalmente hará seis horas más tarde. Aunque la comicidad no era su fuerte, Bergman sabía que, para ser perfecto, el horror debe tener, como los chistes, un remate: estamos todavía transidos de horror por el abominable acto cuando el doctor agrega, circunspecto: “Una notable resistencia”. Esas tres palabras nos dan vuelta como un guante, revierten sobre nosotros la condena moral a medias formada en nuestra mente (¿y cuánto te creés que hubieras aguantado vos?), y convierten al corto en cifra de la obra de Bergman, que es toda ella una prolongada exploración sobre la capacidad de resistencia del ser humano. Sus películas buscan una y otra vez, y despiadadamente, ese punto de quiebre; cuando nuestro equilibrio psíquico, moral y emotivo colapsa bajo el peso del terror, el castigo, la agresión, el dolor físico, el agotamiento. El de Bergman era un genio sádico, que no daba tregua a nadie (menos que menos a sí mismo), y por eso fue una suerte que Suecia se declarara neutral durante la Segunda Guerra: con semejantes inclinaciones, y las simpatías nazis de toda la familia, hasta torturador no paraba.

Resulta, quizá, chocante emitir semejante opinión en un texto que se supone de homenaje, pero me consuela pensar que Bergman hubiera ido aún más lejos; su candor, como cualquier lector de sus memorias sabe, no conocía límites: en un mismo soplo de aliento era capaz de confesar su irrestricto amor juvenil por Hitler y su costumbre de contar con retrete propio para no hacerse encima durante los ensayos. Especulando sobre los orígenes de Shylock, Borges propone, en su cuento “Deutsches Requiem”, la escena del joven Shakespeare visitando a un prestamista judío; menos sentimental, quizás, Joyce sugiere, en Ulises, que el Cisne de Avon, que dedicaba las horas libres que el arte le dejaba a la especulación y la usura, había sacado a Shylock de su propio bolsillo. Bergman hace El huevo de la serpiente menos desde un humanismo crítico y bienpensante que desde un nazismo residual y sublimado; y su maliciosa presencia se adivina detrás de los anteojos del impasible doctor Vergerus cuando presenta su show con las palabras: “Mire la pantalla, y verá algunas imágenes interesantes”.

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El huevo de la serpiente (1977)
 
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