Domingo, 19 de agosto de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Los Gatos son el mito más justo y merecido del rock argentino: fueron protagonistas de la primera bohemia de pelo largo, grabaron sus propias canciones y gracias a ellos las discográficas nunca más exigieron temas en inglés o traducidos. Hace cuarenta años, su formación original se disolvió tras un viaje a Nueva York y la deserción de su guitarrista, del que nunca más tuvieron noticias hasta hace unos meses. Después de años de rechazar ofertas para reunir al grupo y de negarse a tocar “La balsa” en vivo, Litto Nebbia se puso al frente de un homenaje que se transformó en un regreso. Por eso, Radar entrevistó a los cuatro gatos originales para que cuenten su propia historia.
Por Martín Pérez
Una de las tantas anécdotas fundacionales de Los Gatos sucedió en realidad cuando aún existían Los Gatos Salvajes, la encarnación previa del grupo que inauguró eso que desde entonces y hasta ahora se ha dado en llamar rock nacional. Era noviembre de 1966, y Litto Nebbia –que había viajado a Rosario para visitar a sus padres– compartió un asado con su barra de amigos, entre los que estaban los músicos del grupo local Los Vampiros. Sentados a la mesa estaban sus dos nuevos integrantes, el baterista Oscar Moro y el guitarrista Kay Galiffi. En el exhaustivo libro sobre Los Gatos Salvajes escrito por el coleccionista Mario Antonelli –que acaba de terminar uno similar sobre Los Gatos, aún inédito–, se reproduce un diálogo entre Kay y Litto:
–¿Qué pensás hacer cuando pase el momento de tu música?
–¿Estás loco? La música no es un momento, ¡La música es el camino que uno elige!
Con cuarenta y un años más vividos desde entonces, Cayetano Kay Galiffi recuerda exactamente el mismo diálogo. “Yo tenía una admiración muy grande por la figura de Litto”, explica. “Me impresionaba su libertad.” Nebbia recuerda que por entonces le decía a Kay que quemase sus libros. “Porque para mí no iba eso de tocar la guitarra, y después quedarse en casa”, dice alguien que desde muy chico supo que la música iba a ser su vida. “Lo más loco es que Kay le hizo caso, y literalmente”, recuerda con una sonrisa Ciro Fogliatta, miembro fundador de Los Gatos Salvajes primero, y de Los Gatos después. “Los libros de medicina eran muy grandes y caros, y Kay quemó efectivamente los suyos. Siempre fue un tipo muy expeditivo y drástico. Me acuerdo que en una época tenía unos 40 o 50 discos, pero decidió empezar de cero con la música que escuchaba. Y entonces los regaló rápidamente”, cuenta la anécdota alguien que sabe lo difícil que era conseguir ciertos discos en ciertas épocas.
Apenas un año después de que sus libros de medicina se hicieran humo, y de tomar la decisión de venirse a naufragar a Buenos Aires para vivir la libertad de tocar la música que le gustaba, Kay Galiffi –junto a su admirado Litto, Ciro, Oscar Moro y el porteño Alfredo Toth– formaba Los Gatos. Todo tomó forma cuando editaron el hoy legendario simple de “La balsa”, que vendió la impresionante cifra de 250 mil unidades, y después del cual –como se ufanó más de una vez Litto Nebbia, y con razón–- ninguna banda de rock local debió escuchar de los responsables de las grabadoras eso de que el rock se cantaba en inglés, o que había que traducirlo de los éxitos de afuera. Es más, a partir de ese éxito todos quisieron tener sus propios Los Gatos. Tras poco menos de dos años y tres discos editados, después de unos carnavales el grupo se disolvió. La leyenda cuenta que se reunieron un año más tarde para hacer tres discos más, aunque sin Kay, que se casó con una brasileña y se fue a vivir a Río de Janeiro. Pero lo que es aún más legendario en esa historia es que, desde entonces, nadie volvió a saber absolutamente nada de él. Ni sus amigos, que siguieron haciendo música en Buenos Aires, ni sus familiares en Rosario. Ni una noticia. Nada. Así como quemó entonces sus libros, quemó todo vínculo con su pasado. Hasta hoy.
“No me podían encontrar porque antes tenía que encontrarme yo”, dice ahora Kay, de regreso. Y con él vuelven Los Gatos, para celebrar los 40 años de sus comienzos. Ya no está Oscar Moro, que lamentablemente falleció el año pasado, pero el resto de sus integrantes originales comparte un escenario por primera vez en mucho tiempo, en algo que es casi un milagro musical. “Los Gatos nos devuelven el sonido auténtico de la época, la alegría musical de los ‘60, el significado feliz y sorprendente de la palabra beat”, escribió Pipo Lernoud, un protagonista de aquellos tiempos inaugurales, luego de ver el retorno de Los Gatos en Rosario, un par de meses atrás. (Ese show histórico acaba de ser editado por el sello de Litto, con el agregado de una nueva versión de estudio de “La balsa” junto a Fito Páez.) Pero el grupo –que disimula la irremplazable ausencia de Moro no con uno, sino con dos bateristas, ambos de lujo: Rodolfo García y Daniel Colombres– realmente vuelve a escena esta semana en el Gran Rex, empezando una gira primero nacional y luego latinoamericana que los revivirá durante la segunda mitad del año. Y que permite que su historia se vuelva a contar nuevamente. Con el agregado de una voz –y una guitarra– que llevaba casi 40 años sin escucharse por estos pagos. Que se confiesa feliz de poder cerrar el círculo de sus recuerdos. Y el de sus Gatos.
Un sábado a la mañana de comienzos de este año Kay Galiffi volvió de ese viaje que había empezado hace 38 años, y Litto Nebbia fue con su mujer a buscarlo al aeropuerto. Sentado en el bar en la esquina de su estudio, frente a una de las tantas cervezas que tomó durante la charla, al hombre que durante tanto tiempo se negó a volver a tocar “La balsa” se le ilumina la cara recordando su reencuentro con alguien al que denomina simplemente “uno de los originales de la banda”, como si con eso estuviese todo dicho. “Cuando sos joven y tenés una idea que te excluye de que hagas amigos de tu edad, porque sos como un marciano, entonces las amistades que tenés son realmente férreas”, explica Litto. “Además, Kay es un tipo muy de frente, y me lo va demostrando día a día. Y ojo que todos los grupos de la época somos muy parecidos, son gente que no tiene vuelta.”
Una de las cosas que más le emocionaron a Litto del regreso de Kay, según cuenta, fue el reencuentro de éste con su abuelo de 93 años. “Porque yo no tuve abuelos ni nada, ya que ellos desheredaron a mis padres cuando se dedicaron a ser artistas”, explica. “Por eso tenía esa libertad, y era capaz de decir cosas como las que le dije a Kay en ese asado. Porque yo estaba totalmente jugado a esa vida.” Esa vida fue la que lo hizo pasar toda su infancia en una pensión junto a sus padres, comiendo salteado y dedicado por entero a la música. Y también la que le permitió comprarles un departamento y traérselos a vivir con él en Buenos Aires, casi al final de la primera etapa de Los Gatos. “Cuando yo cuento que con ese departamento por primera vez tuvimos vasos, platos y cubiertos, no lo digo con tristeza ni dando lástima”, se preocupa por aclarar Litto. “Aquella vida fue la mejor para mí, y yo las recuerdo con mucha alegría. Aunque cuando me encuentro con amigos de esa época, ellos recuerden con algo de angustia que cuando me veían les podía decir al pasar que llevaba un par de días sin comer.”
Aquella libertad de toda su vida fue la que también le permitió esquivar los excesos de los Cueveros, aunque él no los denomine así. “Yo no tomaba nada porque era como ahora, que con dos mates a la mañana ya estoy a mil”, se ríe Litto. Pero además recuerda que a los 17 años no se callaba nada, y contestaba todo y a todos. Era capaz de, por ejemplo, insultar a Jim Morrison frente al resto de la barra por haber muerto de una manera tan tonta. O de resistirse siempre ante la autoridad. “Siempre pensé que si uno tenía razón, si te defendías le ganabas a cualquiera. Algo que me metió en muchos problemas, hasta que aprendí que no necesariamente iba a ser así.” Kay recuerda que era algo de todas las noches que Litto y Pipo Lernoud salieran a la calle y terminasen en un calabozo, sólo por su ropa y su pelo largo. “No aprendimos en ese momento las lecciones de Litto Nebbia: una obra se construye con trabajo duro, habilidad para negociar con el sistema, libertad artística, coherencia estilística, mucho ensayo, cuidado formal en las presentaciones y fotos. Todas cosas que eran difíciles de sostener en la vorágine creativa y delirante de esos días”, escribió Pipo en esa suerte de mea culpa que publicó en el último número de la revista La Mano, que todos Los Gatos parecen haber leído.
Aunque los problemas no eran sólo con la policía, apunta Nebbia, sino también con la gente común. “En los shows de barrio, la mitad del público aplaudía y la otra mitad nos insultaba”, recuerda Ciro. Una anécdota que Nebbia recordó en su libro Una mirada (Catálogos, 2004) retrata la época: cuenta Litto que una noche que salió con Oscar Moro por Rosario lo detuvo un motociclista que sacó un arma, y amenazó con matarlo por ser deshonra para los hombres, por su aspecto y su pelo largo. El desenlace pinta mejor que ningún otro la figura de Moro: se puso de rodillas ante el agresor, pidiendo por la vida de su amigo, prometiendo que al día siguiente lo llevaría a la peluquería.
Alto, flaco y canoso, y con infaltable pañuelo al cuello, Ciro Fogliatta siempre fue el más grande de Los Gatos. A los diecisiete años era contador en la Caja de Ahorro y Seguro de Rosario, y de noche tecladista de los Wild Cats. Por eso es el único de los que queda que carga con la “culpa” de haber rechazado a un Litto Nebbia de 13 años cuando fue a probarse para ser el nuevo cantante de aquel grupo que luego traduciría su nombre a Los Gatos Salvajes. “No fue un rechazo, es que era otra época”, se defiende hoy Ciro con una sonrisa. “Si hubiese sido hoy, capaz que cantaba cualquiera de nosotros y listo. Pero entonces el cantante debía tener una voz especial, y Litto en cambio tenía una voz aguda muy particular.” Cuenta la leyenda que el reemplazo que eligieron los Wild Cats no funcionó, y Litto en cambio se lucía cantando en una banda llamada Los Sabres, así que el grupo lo pensó mejor y lo sumó a sus filas.
Corría el año 1964, y desde entonces y hasta el fin de Los Gatos, Litto y Ciro seguirían unidos por la música, quedándose juntos en Buenos Aires cuando Los Gatos Salvajes se separaron, reuniendo a sus futuros compinches a su alrededor mientras surgían trabajos alternativos y esperaban una nueva oportunidad para las canciones de Litto. “Yo fui el que se trajo a Moro para acá”, cuenta Ciro. “Un verano tenía que armar una banda para acompañar a un cantante, y justo Moro venía de vacaciones. Venite con la batería, le dije. Y se vino.” Juntos, Litto y Ciro serían la base del fenómeno musical de Los Gatos, al punto que la única vez que se separaron fue durante esos meses que el grupo estuvo disuelto, luego de los carnavales del ‘69. Después de tres hermosos discos llenos de canciones memorables –los dos primeros con los temas que venían preparando desde antes de entrar a grabar “La balsa”, el tercero con un sonido más volado, y temas cantados por Ciro y Kay, a quienes la compañía intentó convencer para que grabasen sendos discos solistas–, el grupo en pleno intentó cambiar de sonido y se mudó a Nueva York. Como acababa de morir su padre, Litto no quiso dejar sola a su madre y se quedó en Buenos Aires, apareciendo en la película El extraño del pelo largo y grabando su primer disco solista. “Ese viaje me abrió la cabeza”, recuerda Ciro. “A mí los hippies me dijeron que iban a hacer una revolución, y así fue. No se trataba sólo de música, había algo más.” La leyenda cuenta que el grupo buscó cantante e hizo incluso una prueba para RCA. “A nosotros cualquiera que dijera baby nos parecía bien, pero allá nos insistían con que cantar bien no bastaba. Había que tener estilo. Eso que, me di cuenta mucho después, teníamos con Litto”, recuerda Kay.
Los que más prolongaron la experiencia neoyorquina fueron Ciro y Moro. El tecladista recuerda con mucho entusiasmo los shows de Santana en el Fillmore y de Jimi Hendrix en el Madison. Kay menciona a Chuck Berry, Albert King y The Who, pero su recuerdo no es tan entusiasta con respecto a Hendrix: “Armaron el escenario en el medio y era giratorio. ¡Así que imaginate cómo se escuchaba! Había gente que corría alrededor del estadio para poder verlo y escucharlo siempre de frente. ¡Cosa de gringos!”. Ciro replica que a él ese show lo dio vuelta: no sólo fue uno de los que corrió alrededor del Madison, sino que incluso se lo grabó. El llamado para regresar a casa les llegó a Ciro y a Moro cuando estaban cuidando una vieja peluquería que luego sería una librería de literatura latinoamericana. “Hasta habían dejado abandonados esos sillones con secadores de pelo.” Moro alguna vez contó que Ciro atendió el llamado desde Buenos Aires diciendo que lo iban a pensar, porque allá les iba bárbaro. Cuando en realidad se turnaban para dormir en el piso, porque sólo había un colchón inflable... ¡que como estaba pinchado, se iba desinflando durante la noche! “Moro me quería matar, pero qué iba a decir: estábamos en Nueva York, viviendo una experiencia que para mí era alucinante.”
La oferta para volver incluía dinero para reequiparse allá en Nueva York y traer los instrumentos a Buenos Aires. “Pero nos lo pasaron como adelanto, no como un pago extra”, se queja aún hoy Ciro. Como Kay se había ido a vivir a Río y no iba a ser de la partida, Litto les pidió que trajeran una guitarra para un pibe nuevo que lo iba a reemplazar. “Conocí a Pappo en un boliche de Rivadavia al 2000, donde para no pagar una banda estable te dejaban zapar toda la noche”, recuerda Nebbia. “Ibamos con Osvaldo Fattoruso, y se armaban zapadas con Spinetta y yo tocando el bajo, o Emilio en el bajo y Fattoruso en la batería. Ahí me le acerqué a Pappo y le dije si quería sumarse a Los Gatos. Pidió una Gibson Les Paul, y cuando los pibes se la dieron en Ezeiza, casi se desmaya.” Aquel regreso reinsertó a Los Gatos en una escena local que era mucho más rocker, y editaron dos discos a tono con los tiempos: Beat Nro. 1 y Rock de la mujer perdida. Cuando el grupo se separó apenas comenzado 1971, quedó sin editar un tercer disco de esta segunda época, ya sin Pappo y como cuarteto, En vivo y en estudio, que recién se publicaría en... ¡1987! El final de Los Gatos fue como su primera separación, sin despedida y con el resto de sus integrantes –sin Nebbia– yendo a probar suerte afuera, esta vez a España. “Si hubiésemos ido con Litto no sé qué pasaba, porque allá no había nada”, se sigue lamentando Fogliatta, recordando aquella nueva oportunidad perdida.
“Fue mi ser o no ser”, dice Kay Galiffi con ese acento portugués que le ha quedado después de décadas de vivir en Brasil, recordando el momento en que estuvo a punto de dejarlo todo. Si su historia deja en claro que siempre fue un desprendido, en los ’80 confiesa haber llegado a su propio límite. Casado en 1969 con una hermosa carioca a la que conoció cuando Los Gatos se presentaron un año antes en un Festival en Río (donde compartieron escenario con Os Mutantes, por ejemplo), Kay volvió del viaje del grupo a Nueva York directamente a Brasil, se instaló en Copacabana y se le perdió la pista. “Yo tenía esa cosa de buscar la libertad, de alejarme de las cosas que consideraba terminadas”, recuerda Kay, sentado en la única silla del departamento que ocupa desde su regreso a Buenos Aires, ubicado en el barrio de Coghlan, a unas cuadras de Melopea. “Me separé en 1975 y me metí en la religión, estudié yoga, teosofía y me hice astrólogo... algo que, por otra parte, fue lo único que me hizo bien. Pero llegó un punto en el que para mí nada más existía, y fui abandonándolo todo. Vendí la ropa, los discos, las partituras... todo. Me quedó sólo la guitarra, y cuando llegó el momento, no pude desprenderme de ella. Me dije: Si la vendo, me vuelvo loco. Era lo único que me sostenía al mundo. Fue ahí cuando empecé a volver poco a poco, tocando música clásica, componiendo y dedicándome a la enseñanza.”
Nacido en Italia, Galiffi es hijo de una familia de sicilianos que huyeron de la depresión de posguerra haciendo las valijas para venirse a vivir a la Argentina. Su padre descargó bolsas en el puerto de Rosario, después abrió un puesto de venta de pescados en el Mercado Central, que devino en verdulería y más tarde en un negocio de venta de quesos y fiambres. “Aquel negocio de mi padre sería fundamental para la supervivencia de Los Gatos”, bromea el guitarrista. “Sobrevivimos durante mucho tiempo gracias a la comida que nos mandaba mi padre.” A pesar de su fanatismo por la música –-y un talento especial con la guitarra, que le permitía sacar no sólo las notas de cada solo sino también el sonido del guitarrista de turno–, antes de aquella pregunta en medio de un asado fortuito de fines de 1966, Kay aún era un orgulloso estudiante de Medicina. Pero poco tiempo después, para horror de su padre, abandonó los estudios y se fue a buscar suerte como músico en Buenos Aires. “Para acortar la historia, nosotros siempre decimos que nos fuimos a Buenos Aires para formar parte de Los Gatos”, cuenta Galiffi. “Pero yo no tenía nada seguro cuando vine: Los Gatos Salvajes ya no existían, y todavía no había ni noticias de Los Gatos. Pero yo me vine a tocar igual, las palabras de Litto en ese asado me habían pegado.”
La memoria de Kay guarda el momento en que vio a Litto y Tanguito entrar juntos al baño de La Perla de Once para componer “La balsa”, los rechazos en las pruebas de las discográficas (para las que la música de Litto y Los Gatos era un rock muy particular, con acordes de bossa y un poco de bolero, algo que los sorprendía y por eso extrañaba), y también recuerda que el grupo como tal no tomó forma hasta que hicieron esa prueba y salió el simple. Después, claro, todo es historia. Y también fue historia su salida del grupo. “Nos fuimos a Estados Unidos a hacer música diferente”, recuerda. “Estando allá, me fui a casar a Río, y me volví a Nueva York con mi mujer. Y cuando ese sueño se terminó, para mí volver a la Argentina no era opción. No quería volver a un lugar donde te amaban y te odiaban a la vez, donde te gritaban cosas por la calle. Tal vez si hubiésemos ido a probar suerte a Londres, como se dijo alguna vez, me hubiese quedado. Pero la solución de todos mis problemas era Brasil, que en aquella época era un paraíso comparado con Argentina. Así que no lo dudé.” Pero la realidad carioca fue que el rock casi no existía. Y cuando quiso tocar jazz y bossa, se dio cuenta de que no sabía nada del asunto. Así que tuvo que aprender de cero, para seguir viviendo de la música.
Profesor de toda la generación carioca de rockers de los ’80, entre ellos Roberto Frejat (el guitarrista de Barao Vermelho, el grupo de Cazuza), Kay volvió lentamente de su libertad en los últimos años, retomando contacto con gente de su historia. Aunque no tenía título habilitante, consiguió trabajo en un conservatorio. Grabó un disco (producido por Frejat) y volvió a tocar con grupos de música clásica. Ese volver a insertarse en el mundo lo puso en contacto con un periodista de un site musical brasileño llamado Senhor F, que escribió una nota de Los Gatos. Con él se contactó Mario Antonelli, y empezaron los llamados y después los mails. “No tenía ni casilla de mail, imaginate lo desconectado del mundo que estaba”, se ríe ahora Galiffi. Los primeros llamados, recuerda, eran muy escépticos. “¿Pero realmente sos vos, Kay?”, recuerda que le preguntaba Antonelli. Después lo llamó Ciro, que le preguntó si quería viajar a Buenos Aires para participar de un homenaje a Los Gatos. “Le respondí automáticamente que sí, y cuando colgué el teléfono me di cuenta de que no era tan fácil.” Pero la rueda había empezado a rodar, y los posibles inconvenientes –su falta de pasaporte, el trabajo en el conservatorio e incluso un incipiente problema en un oído– fueron solucionándose o dejándose de lado para poder venir a Buenos Aires primero por un mes, que después fueron dos, y ahora será probablemente hasta fin de año. “Para mí este regreso es como cerrar un ciclo”, confiesa un sonriente Kay, en medio de un departamento porteño semivacío. “Pero porque lo alquilamos amueblado así, ¿eh? Yo ya quiero sumarle una mesa”, agrega el guitarrista con una sonrisa, dejando en claro que su vida ahora suma y ya no resta.
Apenas bajó del escenario aquella histórica y terriblemente fría noche rosarina en que Los Gatos volvieron a tocar juntos después de casi cuatro décadas, Alfredo Toth confesó que cuando tocó “Viento, dile a la lluvia” se le puso la piel de gallina. Nacido en Dock Sud pero criado en La Boca, donde tocaba con su primer conjunto en un corso que se hacía en la calle Olavarría, Alfredo siempre fue el más chico del grupo. Fue el porteño dentro de Los Gatos Salvajes, a los que se sumó cuando estaban separándose, lo que le aseguró un lugar en Los Gatos desde el comienzo. “Fue muy impresionante vivir todo eso siendo tan chico”, dice hoy Toth. “Me acuerdo que cuando empezamos a ganar plata, yo tenía una novia en Pinamar. Así que salía de un show, paraba un taxi y hacía que me llevara hasta allá.” El final de Los Gatos lo dejó en otro mundo, confiesa. “Me acuerdo que me fui a tocar la guitarra a un grupo de covers, Santa Bárbara. ¡La pasaba bárbaro! Así que cuando Spinetta me vino a buscar para ser el bajista de Pescado, le dije que no. ¡Fue la peor decisión musical de mi vida! Porque a mí Pescado siempre me rompió la cabeza. Pero se ve que en ese momento sólo quería boludear... y además fumaba como un animal.”
Aunque Toth confiesa haberle quitado el cuerpo a los ’70, los ’80 lo tuvieron como protagonista, tocando tanto con el moderno Porchetto de comienzos de década como en el primer disco de Santaolalla, y más tarde integrando la banda de Charly García, un trabajo que terminó llevándolo al éxito continental como parte del trío GIT. Reconvertido en productor durante los ’90, Toth acaba de trabajar en el flamante disco de Los Piojos y mientras ensaya con Los Gatos está terminando el nuevo de la Bersuit. “Es difícil salir de ese rol”, confiesa. “Pero voy aprendiendo a tratar de disfrutar del momento cuando toco con Los Gatos. Somos lo que somos, y sonamos como sonamos. El desafío era estar a la altura de lo que todo el mundo recuerda que éramos, y creo que eso lo vamos consiguiendo.” Justamente eso es lo que recordaba el baterista Rodolfo García, ex Almendra, en el asado después del debut en Rosario: que Los Gatos siempre sonaron muy bien en vivo. Y, durante mucho tiempo, mantuvieron el mito de ser los únicos de rechazar cualquier posibilidad de reunión. “Siempre hubo propuestas”, confiesa Litto. “La más seria fue después de la reunión de Seru, y se habló de estadios y cientos de miles. Pero nadie arriesgaba nada, íbamos siempre a porcentaje. Y además era un negocio que no me dejaba tranquilo con mi conciencia.”
¿Qué cambió para que ahora se reúnan Los Gatos, y Litto quiera volver a tocar “La balsa”? Pasó el tiempo, para empezar. “Antes me negaba a tocar ‘La balsa’ porque la gente sólo quería escuchar eso, y no tenía oído para mis cosas nuevas. Pero ahora ya no es así: desde hace tiempo, mis derechos de autor en todo el mundo son superiores por ‘Sólo se trata de vivir’ que por ‘La balsa’.” Pero los números redondos ayudan. El éxito del regreso de Los Gatos Salvajes fue una experiencia importante para Litto, y este retorno de Los Gatos empezó como un homenaje, en realidad. “Empezamos a armar un show con invitados, pero cuando apareció Kay nos dimos cuenta de que era el regreso del grupo, y no un homenaje”, explica Ciro. Por lo pronto, los shows para la gira de esta reunión se van sumando, incluyendo una reedición del catálogo completo del grupo. Y el sueño de Nebbia es dejar grabado un disco, con canciones nuevas y versiones con sonido Gatos de clásicos ajenos, antes de separarse a fin de año y seguir cada uno con lo suyo. A juzgar por el tratamiento Gato que le dieron a un tema de Lalo de Los Santos en el concierto de Rosario, el proyecto va a ser más que interesante. “Yo prefiero no tener expectativas”, se ataja Ciro Fogliatta. “Porque si se trata de sueños, siempre quise tocar en el Carnegie Hall. Y de acá, en el Colón. Pero mejor vivir al día. Ya tocamos en nuestra casa, pero ahora es el turno de la vidriera: Buenos Aires.” Una cosa es segura: Los Gatos están de regreso. Y la historia pide repaso, pero siempre pensando hacia adelante.
Los Gatos empiezan su gira nacional este jueves en el Teatro Gran Rex.
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