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Domingo, 20 de enero de 2008

PERSONAJES > LA BIOGRAFíA DE CHARLES “PEANUTS” SCHULZ

Pequeño gran hombre

Peanuts no fue la primera tira cómica para chicos, sino mucho más que eso: fue la primera tira cómica de chicos, protagonizada por chicos, escrita por un adulto que seguía siendo un chico y leída por millones de chicos que cuando crecieron la siguieron leyendo para el chico que seguían llevando dentro y al que no renunciaban. Ahora, la completa, monumental y polémica Schulz and Peanuts, de David Michaelis, retrata la vida, la obra y las desconocidas conexiones entre ambas del autor de esta tira que no envejece, y en la que un puñado de personitas en la cuadra de sus casas y su escuela viven y sufren con sabiduría universal el amor imposible, las burlas, la humillación, el fracaso, la maldad, el dolor, la impotencia y sus minúsculas redenciones.

 Por Rodrigo Fresán

Hay imágenes que dicen más que mil palabras y hay dibujos que dicen más que mil imágenes y ahí están –la fotografía y el retrato– como evidencia incontestable de ello.

La foto del niño Charles Monroe Schulz y el dibujo del niño Charlie Brown.

Tal para cual.

Difícil precisar (tan sólo las gafas del primero imponen una casi inútil interferencia que no alcanza a ser diferencia insuperable) dónde termina la sangre de uno y comienza la tinta del otro. Unidos para siempre –con trazo sencillo pero nunca simple– en una tira cómica que, en realidad, nunca fue tan cómica. Porque su gracia era (y sigue y seguirá siendo) rara y reflexiva y, sí, diferente; aunque apoyada en el examen minucioso de “lo normal” y en la exploración proustiana –pero de polaridad inversa– de la infancia como territorio eterno y recuperable.

Ahora, una portentosa y apasionante y definitiva (y, por lo tanto, cuestionada) biografía –Schulz and Peanuts, de David Michaelis– pone los puntos sobre las íes y los * suspiros * (siempre entre esos asteriscos sin centro, como estrellas que no duran nada) dentro de los globitos y las notas en la partitura eterna que ejecuta Schroeder y las pelusas en la frazadita de Linus y las letras en la máquina de escribir de Snoopy para contar la historia de un hombre muy triste. Un muy perdedor que triunfó y se hizo universalmente muy multimillonario contándole al mundo la historia de un niño muy melancólico para mucha felicidad de muchos grandes y muchos chicos.

VIDA DE ESTE CHICO

“Cuando yo era un niño, creía que mi rostro era algo tan soso que la gente no me reconocería si me viera en algún sitio diferente de donde solían verme. Siempre me sorprendía que cuando, de compras con mi madre por el centro de St. Paul, me encontraba con algún compañero de escuela o con una maestra, éstos supieran que era yo. Yo pensaba que mi aspecto muy común era como un disfraz perfecto. Fue esta extraña manera de pensar y sentir las cosas que inspiró el rostro redondo y común de Charlie Brown”, recordó Schulz (Minneapolis, 1922) en una de las innumerables y casi nunca negadas entrevistas que concedió a lo largo de su carrera. Entonces, en lo más alto de la colina (una colina mucho más alta que la lomita desde la que Charlie Brown pitcheaba sus desesperadas derrotas) Schulz también apuntaba que “durante mi infancia en el colegio no es que me odiaran porque yo no le importaba tanto a alguien como para odiarme” y que “Charlie Brown tiene que ser el que sufre, porque es la caricatura de la persona común. Y la mayoría de nosotros estamos mucho más familiarizados con el fracaso que con el triunfo”.

Esta génesis pesimista para una de las más impresionantes historias de éxito se continúa en varios de los acápites de los 28 capítulos que componen la biografía firmada por Michaelis. Frases extraídas de reportajes en los que Schulz suena como el más vencido y cínico de los maestros zen. Sentencias sin apelación, aforismos sin doble sentido. Ideas tan redondas como infinidad de las contenidas en el globito del último cuadrito de una tira que muy a menudo conseguía la resonancia de haikus. El lugar más alto pero un tanto desolado al que llegó un espíritu romántico obsesionado y radiado en su juventud, revela Michaelis, por las luces verdes de El gran Gatsby y las nevadas de Citizen Kane y que muchos años más tarde sintetizaría, a la perfección, lo que podría considerarse como el perfecto destilado del Sueño Americano en un remate de comic-strip donde un perro llamado Snoopy razona: “Cuando era pequeño, a Gatsby le regalaron un trineo para Navidad y lo bautizó Rosebud”.

A saber, así habló el verdadero dueño del perro, inspirado en un inteligentísimo perro de su infancia llamado Snooky: “Yo no tenía idea de si podría encajar en algún lugar, pero no importaba. Yo quería ser un dibujante de tiras cómicas, y punto”; “La tira que tenía a los chicos como protagonistas fue la que finalmente se vendió. Así que seguí dibujando chicos. Los chicos son más fáciles de dibujar que los adultos”; “Los dibujantes de tiras cómicas no viven en ninguna parte. No son personas reales”; “Siempre habrá un mercado para la inocencia en este país”; “Tal vez mi destino sea el de morar a solas detrás de un tablero de dibujo”.

Y esta elegante melancolía de trazo fino es la que acaba revelando el libro de Michaelis: la alegre historia de un tipo triste que comprendió muy temprano en su carrera que no hay nada menos divertido que la alegría y que la felicidad jamás será “un cachorro calentito”.

Algo que se lee casi como una Gran Novela Americana que –como Babbit, Herzog, Stern, Jeringan, McTeague, Studs Lonigan– podría llamarse nada más y nada menos que Schulz: porque hay contadas ocasiones en que un apellido lo cuenta todo.

Algo que John Updike –fan confeso de Peanuts, al igual que Jonathan Lethem o Jonathan Franzen y tantos otros escritores norteamericanos que entienden a Peanuts como una de las escalas imprescindibles en su educación literaria– celebró en las páginas de The New Yorker como un acontecimiento y un espécimen a admirar del arte biográfico resultante de siete años de investigación y más de 200 entrevistas.

Algo que Monte Schulz –hijo de Schulz y en principio entusiasta promotor del proyecto, editor también de la loable Snoopy’s Guide To The Writing Life, donde colaboran, entre otros, Ray Bradbury, Elmore Leonard, Budd Shulberg, Dominick Dunne, Danielle Steele y Sue Grafton– condenó con un: “Este libro es un estupidez y David Michaelis es un idiota”.

*Suspiro*, diría Snoopy.

DOBLE VIDA DE ESTE CHICO

Lo que molesta al hijo y alrededores (amigos y familiares que se sometieron encantados a la investigación de Michaelis esperando que el retrato resultante de la deidad fuera muy diferente) es, me parece, que el Schulz fuera de Peanuts fuese tan diferente de lo que suponían los lectores tenía que ser el autor de Peanuts: un tipo amable, ligeramente neurótico, sensible, antiheroico, etc. Es decir: los allegados de Schulz –cercanos y distantes– necesitaban que Schulz fuera Charlie Brown. Pero no. El fantasma palpable que invoca Schulz and Peanuts –y que ya había sido apenas y cariñosamente insinuado en 1989 en Good Grief: The Story of Charles M. Schulz de Rheta Grimsley Johnson– es el de un hombre atormentado, amargado, depresivo, religioso pero dubitativo, frío con su familia y constantemente proclive a culposos arrebatos de soberbia y eternamente insatisfecho, alguien que, en realidad, quería ser un novelista “como Joan Didion”. Alguien que habiendo creado un clásico donde se dan la mano la cultura popular y la alta cultura todavía no puede olvidar la afrenta de que en sus inicios le hayan impuesto el nombre de Peanuts (que detestaba) a lo que originalmente se llamaba Lil’ Folks y que en más de una ocasión (Michaelis presenta en su libro 240 “casos” al respecto) utilizaba la tira para revelar escondiendo, de manera encriptada y decodificable sólo por él, sus pasiones más oscuras, sus crisis matrimoniales y un profundo desprecio por buena parte del mundo en general y por Mickey Mouse en particular.

He aquí la saga intimista del hijo de un barbero de St. Paul que jamás había podido superar la muerte de su gélida madre, que había creado a la iracunda Lucy Van Pelt como contraparte infantil de su temperamental y agresiva primera esposa y que, como Charlie Brown, nunca había dejado de soñar con una joven pelirroja paradigmática (una tal Donna Mae Johnson quien, en 1950, rechazó sus avances amorosos) y que, en Peanuts, sólo era una presencia invisible y distante de la que los lectores sólo llegaron a ver su sombra en apenas una ocasión, en un legendario cuadrito de 1998 que más de uno habrá enmarcado o tendrá como fondo de pantalla en su computadora.

Pero –más allá de las revelaciones sobre su “protagonista”– Schulz and Peanuts es, también, un libro apasionante por otros motivos. Michaelis retrata aquí magistralmente el ambiente de los dibujantes de comic-strips y de los sindicatos periodísticos. Rastrea los orígenes de la mecánica de Peanuts hasta los loops narrativos de Little Nemo y Krazy Kat (tira esta última que Schulz consideraba insuperable y que fue la única que venció a los chicos de Charlie Brown en una encuesta de 1999 como la más importante del siglo XX). Devela el porqué de la anatomía macrocefálica de sus dibujos inspirada por una compañera de trabajo enana. Investiga la perturbadora historia del “verdadero” Charlie Brown –Charles Francis Brown–, olvidado amigo al que Schulz le robó el nombre y condenó a una vida psicótica de alcoholismo y homosexualidad oculta narrada en una perturbadora memoir hoy descatalogada. Retrata el pasmo en ocasiones envidioso de los colegas de Schulz (abundaron las acusaciones de “sentimentalismo”) ante el suceso de una tira que, de golpe, no respetaba ninguna de las pautas impuestas por todas las otras tiras de éxito. Analiza el modo en que Peanuts es abducida por el personaje de Snoopy convirtiéndose en un fenómeno de masas y cómo es abrazada por la intelligentzia en los ’60 (recordar que Schulz y los suyos son piezas fundamentales de los Apocalípticos e integrados de Umberto Eco, en 1965) así como por la Generación de Acuario (a la que Schulz le hace un guiño cómplice con la incorporación del canario lisérgico llamado Woodstock). Y explica cómo, paso a paso, el pequeño y humilde Schulz acaba convirtiéndose en el Gran Schulz y el Citizen Schulz, dueño de un museo y artífice de un bestial imperio de merchandising que le reporta más de sesenta millones de dólares anuales sin contar los beneficios de publicar Peanuts –considerada como la historia más larga jamás narrada por un solo autor– en 2600 periódicos de 75 países con un público lector de 355.000.000 millones en 25 idiomas diferentes.

Y aun así... ya saben... Snif.

VIDA DE ESTE OTRO (PERO EL MISMO) CHICO

Y de alguna manera, la primera comic-strip de Peanuts –2 de octubre de 1950– ya lo anuncia y lo dice todo:

Cuadrito 1: Un niño está sentado conversando con una niña y contemplan a otro niño que se acerca. El niño le dice a la niña: “Bueno, pero si aquí viene el viejo Charlie Brown”.

Cuadrito 2: El niño –Charlie Brown retratado con trazos primerizos pero ya claros– pasa junto a ellos sin mirarlos y sonriendo. El otro niño comenta: “El bueno y viejo Charlie Brown, sí señor”.

Cuadrito 3: Charlie Brown ya ha pasado y el niño y la niña miran al extremo de la viñeta por la que ha salido. “El bueno y viejo Charlie Brown”, dice el niño.

Cuadrito 4: El niño y la niña continúan sentados y a solas. El niño comenta: “Cómo lo odio”.

Y aquí ya está el germen identificable de un futuro e inmediato virus más que interesante: niños de cabeza grande que hablan con expresiones de adultos (ese insistente good ol’ ya en la primera entrega) y a los adultos no se los ve ni se los verá jamás por ninguna parte. Se habla de ellos pero han desaparecido como exterminados por una bomba atómica que sólo acaba con los mayores de la especie. Y entonces lo comprendemos: es 1950 y estos niños –los niños de Peanuts– son, culturalmente, los hijos de los personajes disfuncionales y martirizados y martinizados de John Cheever y John O’Hara y Richard Yates. Así que, tal vez, mejor no verlos junto a niños, porque los niños suelen terminar muy mal en sus relatos. Y otra cosa: uno de los niños –pero pronto sabremos que no será el único– no vacilará en reconocer y hasta intentar propagar el odio por uno de los suyos desde ese mundito en la página de historietas de un diario. Y ese mundito –el campo de béisbol, los jardines nevados, las aulas, las ventanillas de autobús, los cordones de vereda, los livings, la colonia de vacaciones, el “kiosco” de la psicoanalista, el frente al que se pasa en un aula, las camas y la casita del perro– es una jungla.

MUERTE DE ESTOS CHICOS

Los personajes de Peanuts tienen un curioso patrón de crecimiento: apenas sumaron un par de veranos e inviernos desde 1950 y los que empezaron como bebés se desarrollaron hasta alcanzar la estatura de los mayores y allí se quedaron y allí seguirán para siempre. En algún lugar entre los ocho y los diez años de edad. No importa demasiado porque los niños de Peanuts han crecido en otras partes: en los Glass de Salinger, en las pesadillas de los comics de Chris Ware y Daniel Clowes y Charles Burns, en la conciencia política de esa prima lejana que es Mafalda, en películas como The Royal Tenembaums, en series de televisión como Seinfeld, en el indestructible vínculo de ese otro niño con ese animado tigre de peluche, en todas partes y, muy especialmente, en el recuerdo de los tormentos pesados y las ligeras alegrías de nuestras propias infancias cuando la cabeza (y lo que ésta contenía) pesaba tanto más que nuestros frágiles cuerpitos.

Schulz –quien siempre se enorgulleció de haberse encargado de todos los aspectos de su tira, dibujo, entintado, letras, 18.170 veces– dejó claramente especificado que nadie podrá continuar con el trabajo de una vida que influyó en tantas otras. La verdad que no hace falta. El poder residual y auto-reciclador de Peanuts no requiere de puestas al día. No hace falta agregar nada a aquello de lo que Ronald Reagan era fan confeso (decía identificarse con Charlie Brown) y los astronautas honraron nombrando a sus módulos como personajes de la tira y los Beatles homenajearon ácidamente (el célebre slogan perruno mutando al feroz “Happiness is a Warm Gun”). Eso que más de uno –me incluyo– jamás olvidará. Esa mezcla de calidez con los temblores causados por esa escena en esa película de Charlie Brown donde las cabezotas de los participantes de un infantil concurso de deletreo eran sucesivamente pinchadas como globos y eliminadas del escenario a medida que se iban equivocando. Si mal no recuerdo, Charlie Brown quedaba segundo. Charlie Brown perdía.

Agraciada por una sencilla e inteligentísima portada del gran Chip Kidd, donde el minimalismo de la guarda negra en el jersey amarillo de Charlie Brown asciende al maximalismo de una línea zigzagueante que lo cubre y simboliza todo –atención: Kidd es responsable también del diseño del imperdible Peanuts: The Art of Charles M-Schulz, 2002–, la biografía de Michaelis recorre los cuadritos y paneles de un hombre para el que su tira lo era todo. Un artista que, en un ejemplo de compromiso existencial y simetría poética –sólo la muerte pudo separar al creador de su criatura– publicó la última entrega a la mañana siguiente de su muerte, el 12 de abril del 2000, como consecuencia de un cáncer de colon.

Allí, en la última página, se ve a Charlie Brown al teléfono y diciendo: “No. Creo que está escribiendo” y, en el siguiente cuadro, aparece Snoopy con su máquina de escribir sobre su casita redactando una carta a los lectores (Queridos amigos..., empieza), diciendo adiós, diciendo hasta siempre, suspirando, mientras abajo Charlie Brown, el que sufre, esquiva y seguirá esquivando, en vano, una y otra vez, las infinitas bolas de nieve que le arroja su pequeña gran vida.

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