Domingo, 27 de enero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
En los últimos años, se registra un uso creciente de la intimidad, la primera persona y la experiencia personal en las formas más diversas del arte: novelas protagonizadas por alguien fácilmente confundible con el autor, artistas que exponen su vida privada, libros armados con textos de blogs confesionales. Sin embargo, ese movimiento múltiple y a la vez difuso cobró particular notoriedad hace poco menos de un mes, cuando el artista Guillermo Iuso, invitado a confesarse en el ciclo Confesionario del Centro Cultural Rojas, contó cómo habría mantenido relaciones sexuales con su sobrina de nueve años. Las reacciones fueron muchas y diversas, pero el repudio fue unánime. Por eso, María Moreno –ella misma una pionera en el uso de la confesión y la primera persona– indaga en los motivos, los usos y los límites de este auge del Yo.
Por María Moreno
Decir yo siempre estuvo de moda, un yo para cada sujeto, infinitos yoes para cada yo y hasta un yo definido como cada ciudadano de determinado país: “el yo” es el pequeño argentino que todos llevamos adentro. El yo tiene sus escrituras, sus tecnologías, su era. Habría una relación entre el yo y la intimidad. Todos estos lugares comunes de suplemento cultural atrasarían sino se anunciara lo que dio en llamarse el giro autobiográfico en la literatura argentina. Fue inventado en Rosario, más precisamente en el Centro Cultural Parque de España, por el crítico Alberto Giordano –que pronto publicará un libro sobre el tema– y promovido por un panfleto que difundía un seminario y tenía un tono en donde a la euforia de la fundación se le inyectaba un cierto look publicitario: “Alberto Giordano, coordinador de este seminario, anota que el sorprendente ‘giro autobiográfico’ de la literatura argentina en los últimos años no es sólo perceptible en la publicación de diarios, cartas y confesiones, sino también en la proliferación de blogs y de una cantidad de relatos, poemas y ensayos críticos que desconocen las fronteras entre literatura y ‘vida real’. La literatura argentina, señala Giordano, se ha vuelto tan desenfrenadamente egotista como lo fue durante el Modernismo, cuando el principio decadentista de la exaltación de sí mismo potenció hasta la exacerbación el culto romántico al yo, y los artistas, conscientes como nunca antes de su singularidad, se dedicaron a la transmutación de sus vidas en obras de arte. Y, como entonces, es posible distinguir ahora entre aquellos que se limitan a ‘poner vanidad en el talento’ y quienes, por el contrario, ponen talento en la vanidad”.
Las pruebas de Giordano eran la serie Confesionario. Historia de mi vida privada que Cecilia Szperling viene coordinando desde hace más de una década en el Centro Cultural Ricardo Rojas, ciertos textos como El mendigo chupapijas de Pablo Pérez, ciertos programas de entrevistas televisivos, los blogs. Como todo gesto de invención, enunciada como descubrimiento, ha levantado una polvareda benigna de objeciones que no sólo niegan la novedad sino que hasta recuerdan cómo al anuncio realizado por Romero Brest en la década del ‘60 de que había llegado el fin de la pintura de caballete –una manera de hablar que coincidía con un instrumento de época– le sucedieron décadas de performance, ambientaciones y otras menesundas, pero también de Guillermo Kuitca, Alfredo Prior, Marcia Schvartz y otros acrílicos.
¿La proliferación que encuentra Giordano sería propia de la actualidad? Cuando recuerdo –¿dónde podría con mayor impunidad escribir en primera persona si no aquí?– el egotismo fundante de Una excursión a los indios ranqueles o Facundo, o que me crié como lectora ya adulta entre las resonancias de la Nanina de Germán García, entonces milleriano a la americana y no a la francesa, y recibiendo el pase político-vital de Simone de Beauvoir que me convencía de que podría escribirme a mí misma infinitamente con el único límite de la libertad de los otros, pero también con mucho del Aullido de Ginsberg, que me parecía menos profiláctico y más fashion que el yo-yo hippie, ya que prefería el cuero negro a la bambula y la bebida blanca a la granola.
A Germán García, escritor, psicoanalista y “analista de los goces”, expresión que inventó para otros, pero que le queda muy bien a él, le gusta hablar de las arrugas de lo nuevo: “Se trata de una reapropiación del Bildungsroman a la Werther, es decir algo tan antiguo como Goethe debido al agotamiento posmoderno en donde se establece que no hay progreso, entonces se escribe, a la manera del policial inglés, una autobiografía falsa o novelas que se alinean del lado de la autonomía literaria como las de Paul Auster. Se está retomando la ficción de vanguardia entre arte-vida”.
La autobiografía no se diferencia demasiado de lo que Freud llamaba “novela familiar del neurótico”: es un sueño de apropiación del mundo donde la subjetividad se aborda con la credulidad absoluta en lo objetivo del método. Lo imaginario en la soberanía de no necesitar excusas. ¿Quién puede dudar que a Violette Leduc su madre nunca le dio la mano? ¿Que a los cinco años Nathalie Sarraute agujereó un canapé tapizado de azul con una tijera de acero mientras decía en alemán “Ich werde es zerreissen?” ¿Y que Rosa Chacel conoció alguna vez una mujer que era “como una teta andante” y que se llamaba Tecta? Arte-vida no es un recién venido.
La crítica y escritora Claudia Gilman, autora de Blog lento, una suerte de gran texto polifónico en donde genera un efecto de simultaneidad de registros que simula actualizaciones a la manera del blog, no quiere pensar lo nuevo como retorno: “Cuando en una época se habla de un regreso a algo, ahora a la intimidad, se incurre en el error del eterno revival. Lo que hay no son regresos sino nuevas experiencias, nuevos significados de lo íntimo. Porque la intimidad del cuerpo cambió mucho: de la radiografía en La montaña mágica a la posibilidad de verlo moviéndose en tiempo real, de acceder a nuevas porciones de tejido, tridimensionales, cuadridimensionales (o como se diga), se amplía el universo de las referencias. Entonces, cada vez que se habla de un retorno de algo que ya pasó, se olvida lo que intentaba decir Baudelaire cuando afirmaba que lo nuevo era la mitad del arte. Si para él, hace tanto tiempo, ya lo nuevo era tan importante, hay que pensar que nosotros, que vivimos intensamente la obsolescencia tecnológica de los objetos y la cada vez mayor posibilidad de recibir toda clase de información de nuestros contemporáneos, tenemos que revisar qué se considera lo íntimo”.
Julio Schvartzman –que, contra las certezas de la preeminencia de la oralidad de la gauchesca, está concluyendo un libro sobre Letras gauchas, en donde revisa los “pactos orales” atribuidos a la gauchesca para ver en ella una fuerte apuesta a la escritura, y atendiendo a su caligrafía y a su tipografía– pone un poco de vejez en lo nuevo de que la red pueda multiplicar los yoes autobiográficos, si no al infinito por ahí anda: “Toda nueva tecnología viene precedida, anunciada o requerida por una más o menos sorda demanda social... o natural. Si pensamos en la red informático-genética de las bacterias, todo esto empezó (si es que empezó alguna vez) hace unos 2800 millones de años. Pero, bueno: un poco después, la Teodicea de Leibniz o los loquísimos índices temáticos que Mansilla puso a los cinco tomitos de sus Causeries, o ‘El Aleph’ y ‘La biblioteca de Babel’, o la novela diccionario de Pavic, funcionan mucho más hipertextualmente que los intentos programáticos o snobs (pero, bueno, está bien intentarlo) de transportar las formas del blog a la literatura. Para no hablar de las primeras novelas en hipertexto electrónico, variantes de la abominable Elige tu propia aventura”.
El género de escrituras del yo que proliferan en los blogs, ¿no pone en cuestión las definiciones que teníamos de ellas hasta hoy? En todo caso, allí veo tanto la autofiguración prêt-à-porter como el testimonio subsumido al escrache, al agravio sin firma, incluso a la extorsión, en ese sentido el giro que define Giordano sería biográfico más que autobiográfico. Las denuncias tardías de la sociedad de la vigilancia que puede derribar las fronteras de la intimidad conviven con una especie de “todos somos pornostar” (“Yo” es visto por otro, desde el encargado de vigilancia del edificio hasta el security del supermercado y a través de una cámara semejante a la que le permite a “yo”, por la noche, masturbarse con un amante filipino cuya cabeza ve reducida en una pantalla como la de un jíbaro aunque chata), pero los formatos digitales son como cepos para pollos de criadero.
“Mucho, mucho más que la encantadora colección El diario de mi amiga... (y fórmulas que ya se sabía que había que escribir antes de ponerse a hacerlo, como Querido diario...)”, dice Schvartzman, “la textura de blog viene completamente formateada, desde el programa que lo enchaleca hasta los post. Sintomático, que el nombre del vehículo escrito de la bitácora confidencial coincidiera con el del vocero periodístico cotidiano de la noticia y la vida pública: diario. Y después de todo, ¿qué era la fórmula Querido diario... si no una relación fuerte, puesta en abismo, de la construcción social de intimidad con la tecnología y las formas que la posibilitaban?”.
En el subgénero del chat, los yoes se ven obligados a formatearse en síntesis aún más estrictas como Eternamente virgen 32, Superlolas boca cochina, Mamador de virgo carrozas fuera. Aunque haya yoes cibernéticos más instrumentales como el que puede formatearse en El Fresón: “Soy rubio platino, bíceps Tom de Finlandia, ato que es un primor, lamo, sorbo, unto, muerdo, atravieso, beso”.
“Ya lo sé... pero aun así”, con destreza, Octave Mannoni define a través de esta fórmula la estructura de la creencia. La toma de un artículo que Freud dedica en 1927 al fetichismo y en el que utiliza una palabra que suele traducirse como forclusión. Freud, genial crítico literario, imagina una escena maestra, aquella en que el niño descubre la anatomía femenina, es decir la ausencia de pene, pero repudia el desmentido de la realidad con el fin de conservar su creencia en la madre fálica. Se trata de una situación simultánea en donde lo repudiado es la evidencia de la realidad y lo conservado la creencia que, sin embargo, no puede dejar de abandonar. Se trata de una actitud dividida que le servirá a Freud para pensar en 1938 el concepto de escisión del yo. “Ya lo sé... pero aun así”, comprueba el doctor Mannoni, decimos de mil maneras para formular nuestras creencias como si la forclusión del falo materno trazara el modelo de todos los repudios de la realidad y constituyera el origen de todas las creencias que sobreviven al desmentido de la experiencia. No importa cuán irrisoria y repudiable resulte para algunos esta ficción freudiana pero, si nos atenemos precisamente a su estado de ficción, no es menos valiosa que, por ejemplo, la escena de lectura que Silvia Molloy encuentra en las autobiografías latinoamericanas (Sarmiento y Victoria Ocampo escriben que fingían leer antes de saber leer). Entonces la fórmula “Ya lo sé... pero aun así” puede descubrirse en boca de la crítica: “Ya sé que el falo no es el pene, que la castración real no es la castración simbólica, que no hay identidad posible entre el yo de la experiencia y el yo del relato, que nada puede distinguir la autobiografía de la ficción en primera persona, que el yo textual sólo tiene la potencia de poner en escena un yo ausente y su identidad con el yo de la experiencia vivida sólo puede apoyarse mediante la persuasión... pero aun así... se puede leer, escribir, hablar y escuchar como si se tratara de la vida misma”.
“Si hay un boom de la intimidad, es precisamente porque ha estallado”, dice Schvartzman, “y en el estallido se ha pulverizado hasta desintegrarse, y en el polvo formará, en algún momento, qué duda cabe, otra galaxia cuyas características desconocemos. Para este efecto, hizo más la primera webcam en un baño que cualquier texto digital. Y, sin embargo, la textualidad ha tenido una importancia decisiva. Se percibe muy poco lo más evidente que ha producido la madre de todas las redes en la vida comunitaria. Si el proceso de escolarización y alfabetización masivas, hacia fines del siglo XIX y con coletazos importantes en el XX, lanzó a la escritura epistolar a millones de personas y los pobres del mundo tuvieron por primera vez sus propios registros escritos (así como, gracias a Kodak, sus primeros archivos iconográficos familiares), esos resultados se extinguieron al cabo de unas pocas décadas, ahogados por la telefonía y otros sucedáneos exitosos de la escritura. En agrafía post-alfabetizadora, la gente dejó de escribir por completo”.
Es cierto, a juzgar por las comedias de la Argentina Sono Film, no sólo el teléfono blanco simbolizaba a la vamp o a la millonaria que le arrimaba, junto con la mejilla, el perrito enano, sino que la versión negra, pesada y plebeya era fundamental en los guiones: se duplicaba junto con la pantalla durante un diálogo amoroso, obtenía un siniestro primer plano en el policial o compartía el protagónico cuando la pareja directamente se conocía por teléfono. Los abuelos y los padres disfrutaron de las intrigas del número equivocado, el ligado y el tener que hablar en la casa de algún vecino cuando el teléfono era todavía privilegio de unos pocos.
Schvartzman dice que el encuentro dichoso profetizado por Lautréamont no fue exactamente de una máquina de escribir y un paraguas (le pegó en el poste), pero sí de un teclado, un ordenador y un teléfono (o un cable de fibra óptica), en una mesa de... diseminación.
“Y después de un par de generaciones masivamente ágrafas –dice–, ese encuentro, que activa, a toda hora, sin saberlo del todo, cualquier cibernauta, produjo el torrente de escritura masiva más grande de la historia humana, en chats, foros y correos electrónicos. Antes que escandalizarse por los usos cimarrones del viejo instrumento fenicio de la escritura alfabética (con ortografías macarrónicas, oralizaciones digitales, salidas de la letra con ideogramas y emoticones de Altamira relucientes en su cristal líquido) habría que reparar en que hasta hace muy poco había sido completamente abandonado (siempre en términos masivos) y que su reapropiación es un fenómeno de una magnitud y unas consecuencias todavía incalculables. Cuando centenares de millones de personas se ponen a escribir, estamos en presencia de una transformación cultural sin precedentes.”
Cuando la gran alfabetización del siglo XIX a la que alude Schvartzman, el ingenioso reaccionario Ignacio B. Anzoategui dijo perramente: “¿Para qué? ¿Para que terminen leyendo Crítica?”. Hoy el escándalo que ha provocado entre ciertos intelectuales el fenómeno de que miles de “iletrados” se pongan a escribir suena parecido al que en el siglo XIX generaron los géneros populares en manos de generaciones recientemente alfabetizadas.
Entre los pedagogos del oprimido con locutorio cerca, los cineastas que han entregado una cámara a unos villeros y ha salido algo como para un paper, los profesionales que han transcripto a la lengua escrita la voz de un ágrafo –formateándola–, los que lucubran sobre la diferencia entre “pueblo”, “multitud” y “gente”, y los que cuentan con su muestreo de trans, hay quienes están a punto de pronunciar la palabra “descontrol”. ¡Los subalternos se escriben entre sí y fuera de servicio!
Le pregunto a Daniel Link, que para poner en función un yo operativo se define como escritor y catedrático y suele hacerse el zonzo respecto de su responsabilidad en el supuesto giro autobiográfico –en todos sus textos hay en un efecto “me pasó”, aunque con múltiples y capciosos sentidos–: ¿Mayor capacidad de registro y multiplicación genera un cambio cualitativo?
–A la larga sí, precisamente porque una cosa es Kafka o Virginia Woolf escribiendo su diario y otra cosa la mujer de acá a la vuelta o el adolescente torturado. Así como el cine murió por su mediocridad cuantitativa, es probable que los géneros íntimos también queden sepultados por el escaso interés de todo lo que se le adscribe: finalmente, la mayoría de los diarios y bitácoras que leemos en Internet no hacen sino recurrir a figuras típicas de lo imaginario. Las nuevas tecnologías democratizan algo que siempre estuvo ahí. Antes, un diario íntimo sólo podía ser leído con la condición de que su “autor” (en fin, la función autor que le atribuíamos) fuera una figura célebre, se hubiera construido como tal. Hoy cualquiera publica su diario y cualquiera lo lee. Por supuesto, muchas veces la democratización implica un cierto salvajismo. Me divierte observar esas distorsiones y ver qué pasa. Me preocupa que la gente seria que trate el tema, que ha leído mucha teoría, haya sin embargo abandonado la dimensión de lo imaginario en relación con ese fenómeno. Las posiciones más espontáneas sobre el “yo” no solamente son las más aburridas, también son las más peligrosas. Finalmente, quien construye una novela del yo, en Internet, no hace sino inscribirse en la novela familiar del neurótico.
El interés de las versiones yoicas de blog terminará como todo en el hartazgo, como ya está terminando en el mercado editorial, pero sus apropiaciones literarias pueden generar mitos a la altura de Los Soria de Laiseca: Claudia Gilman va por la página 500 de su Blog lento: “Personalmente, me sucedió que tenía una novela empezada y bastante larga ya. Me di cuenta de pronto que estaba inconclusa y que no tenía conclusión. Y de que todo lo demás que había escrito participaba de esa inconclusión. De manera que para poder terminar (para escapar un poco de Kafka, aunque no mucho), opté por utilizar una escritura que finge ‘actualizaciones’ a la manera de un blog. Es cierto que las actualizaciones no son cronológicas, que nadie puede saber en qué orden ubico los fragmentos de mi obra. Pero lo bueno es que un blog no se termina. En todo caso, el dueño se cansa, se muere, se le rompe la PC, etc., y aun así su blog está terminado. Es decir: termina cuando el dueño colgó la última actualización. Por eso, el blog también es infinito. Yo puedo hacer secuelas todo el tiempo. Y no serían secuelas nunca. Elegí el blog (un falso blog) como una estructura en la que se puede concluir, pero también es un buen lugar donde volver”.
Germán García puede ir del matema a la fórmula pedagógica, siempre demoledora en su esquema ordenador: “Podemos hablar de tres momentos. Finales del siglo XIX: autoridad del autor. Estructuralismo: autoridad del texto. Post-estructuralismo: autoridad del lector”.
El verso de Néstor Perlongher –que no recuerdo textualmente– ironizaba ya desde el uso del tú y la puesta en musa de una mujer sobre la pretensión de fineza de la cultura llamada alta porque es arriba donde se imagina el espíritu. Pero como pregunta retórica se repitió de diversas formas de blog en blog con una premura primeriza desde que el artista Guillermo Iuso hiciera, durante la presentación de Confesionario II Historia de mi vida privada, un relato de incesto y abuso infantil al que se le habría respondido con deserciones, insultos y un empujón como si el graffiti de Octave Manoni hubiera sido traducido libremente en “Ya sé que es una perfo... pero aun así este tipo es un hijo de puta”. ¿Por qué un público a menudo formado en Puán y que se ha acostumbrado a no poner los ojos en blanco y pronunciar un puaj ante las palabras “representación”, “referente” y “real”, ya que se trata de nociones tan demodé que rechazarlas hasta es obvio, se comportó como el público de los hermanos Podestá cuando, ante la representación de Juan Moreira, se lanzaba a la arena del circo para navajear al sargento Chirino? Cecilia Szperling, coordinadora del ciclo, hace la crónica por e-mail de lo que, con menos teoría, el periodismo bárbaro llama “los hechos”, riéndose un poco que al hacerla sea ella la que ahora pase por una suerte de confesionario o catarsis: “Antes de su perfo, Iuso tomaba con cierta precipitación de una botella de vodka, quien sabe si por esa relación tópica que hay entre el artista romántico y los paraísos artificiales, o por el Bukowski que provocaba con eso de que mueren antes los médicos que los borrachos. Le tocaba leer después de Romina Paula quien, según Szperling (que se define como perteneciente a un tipo de “espectador lector primario” que se identifica emotivamente con sus confesados), leyó “un relato genial y estremecedor en el que ella cuenta el día en que murió su joven hermana y en el que narra todos los pequeños datos de lo que pasó ese día, desde las visitas hasta las postales, como si fueran pequeñísimos documentos de cómo la realidad nos va dando de modo tan materialista constantes invitaciones al dolor (interminables actas de defunción de alguien a quien tanto amamos y nos va acercando hasta nuestro abismo por años y tal vez de por vida)”. Szperling escribía esto bajo el influjo de haber visto en Barcelona la película El desencanto de Jaime Chávarri, en donde un personaje había dicho que una cosa es la leyenda familiar y otra cosa la verdad, que suele ser deprimente.
“Cuando empezó su confesión –sigue Szperling–, yo ya estaba alerta. A la proyección de la foto que decía Yo fui un pelotudo y en la que se lo ve en Punta del Este con novia rubia y peinado ridículo (aclaro que soy fan de esta obra). Empezó a hablar con su entonación borrachina acerca del abandono de una novia y su falta de autoestima. Se cortó, me miró perdido, no sabía cómo seguir. Entonces dijo que traería un ayuda-memoria y levantó un papel del piso. Al leerlo repitió lo que había dicho antes: que su novia lo había dejado y que sufrió un problema de baja autoestima. El público se rió por lo patético de la repetición. También empezó a dejar la sala...”
Durante la lectura de Romina Paula, Iuso había interrumpido con apreciaciones en lengua bola y se había rascado la nariz con el micrófono. En principio, la deserción habría sido un juicio de valor en nombre del arte o de las buenas maneras.
“Lo peor del caso es que siguió hablando en canchero. Iba con las putas y les acababa en los pies, en la espalda. El público seguía abandonando la sala. En este punto quiero aclarar que para mí el arte es forma y que no creo que la gente se haya ido o molestado por el contenido neto de su texto sino por la forma en la que era dicho. Y yo ya estaba pensando en cortarlo, como cortaría a un autor si acapara el micrófono más de lo previsto.”
Iuso es un pintor, performer y fotógrafo –a quien la crítica María Gainza define como el artista porteño autorreferencial por excelencia–, cuya obra total podría considerarse una agenda llevada a su máxima expresión, algo así como el borrador perpetuo de una vida en su registro contable de coitos, de goles, de deudas, que pone en escena una suerte de utopía del reality documental artesanal en donde prima la tachadura, el garabato y el uso del Sylvapen.
“Entonces, Iuso empieza que su sobrinita de 9 años le pide besos de telenovela y que a él se le pone la pija muy dura (lo repite). Y agrega y teníamos un jueguito... y ahí sentí el límite. No. No me daba para que este tipo llegara a contar que había abusado de su sobrina. Además desde esa postura canchera machista, como de cura facho que dice que los niños provocan. (Hay un cura en España que acaba de justificar el abuso de menores, argumentando que los menores provocan.) No me interesa banalizar el mal en Confesionario. Y además sentí que lo protegía a él también de llegar a decir algo de lo que pudiese arrepentirse. Fue un momento de alta tensión porque en este caso me identifiqué con esa sobrinita y pensé que aceptaba el cuadro con la hemorroides del culo (que se hizo Iuso), pero que estaba disparando con un arma cargada sobre el sufrimiento de un tercero inocente. En ese momento dije: ‘Quizás a alguien le moleste lo que estás diciendo’, porque él también veía al público desertar y ahí fue otra locura... Cuando imaginé la escena preabuso, mis oídos entraron como en acople y de repente escucho que la gente le grita: ¡Sos un hijo de puta! Y reconozco la voz de un amigo y de una amiga y... Iuso que venía diciendo: fue verdad, fue verdad, de repente dice no hubo penetración y tal vez no sea cierto lo que digo y soy un artista. Iuso se fue sin enojarse.”
Al parecer, Iuso ignoraba el axioma de Jean Cocteau: “Es preciso saber hasta qué punto llegar demasiado lejos”.
La reacción de los bloguistas sí fue totalmente moral: contra los estados alterados (“borracho”, “borracho de cuarta”), contra la violencia (“excluirlo sí, pero pegarle no”), la sanción psicopatológica (“esta vez no es un artista sino un boludito frontera el que se subió a un escenario. Bancate ese defecto”), el arte superior (“Batato, Geniol, Marosa, Claudia con K han hecho en el Rojas cosas MUCHO más perturbadoras, pero en ellos todo era poesía, verdad y concepto”). Otras demandas provocaron un llamado al sentido común: “¿Confesión ante testigos? ¿Violación física y de privacidad? ¿Apología de la violación de menores? ¿Investigación penal de oficio?”. “Chicos, no guitarreen...”
El interés del affair Iuso es que es un síntoma de los límites del radical chic de que la comunidad de las almas bellas nunca deja dirimir sus conflictos llamando a la autoridad, del agotamiento angustioso de los catálogos de transgresión, la vigencia retro de su mito y la falta de imaginación para eludir su lógica: “Mamá, ¿dónde carajo encuentro un cacho de mal?”. Pero también de una ignorancia supina de los debates que se vienen realizando desde los años ‘70 sobre política y sexualidad. Durante una comida posterior a “los hechos”, en Wok Inn no faltaron, bajo la compulsión de no parecer antiprogresistas, los que aseveraron cosas tipo “los niños quieren coger”, un Iuso que moralizaba contra la violencia, mostrando moretones y diciendo que le había llorado por teléfono a la novia y que creía que su perfo tenía el mismo grado de transgresión que la mítica muestra de León Ferrari y por eso la pacatería de la plebe.
Los enterados –y los que asisten como público al Confesionario del Rojas lo son, tanto va el cántaro a la fuente que siempre termina en el Rojas o en la Lugones o en el Malba– suelen recitar el mantra de que todo hay que pensarlo en su contexto. Germán García sigue haciendo pedagogía, como siempre, risueña: “Si yo escribo en una novela que X está muriendo, es una cosa porque es ficción y puede salvarse; pero si digo en un parte de guerra que están muriendo los soldados de Napoleón, es otra”.
Es obvio que ningún émulo de los militantes del Partido del Amor Fraternal, la Libertad y la Diversidad holandés se presentaría al Confesionario de Szperling para contar cómo se masturba con su colección de fotos de bebés en el almohadón, y acusaría de falsario burgués a Iuso si sospechara que éste quiso hacer del goce con un menor –y miren cuántas palabras edificantes se han gastado en bautizar a su partido– meramente “arte”.
Sin embargo, la ficción del confesionario, y de acuerdo con el modelo eclesiástico sin conocimiento previo de la confesión –y en esto Cecilia Szperling fue loablemente arriesgada–, ¿no debería contar con la aparición del flujo pasional, siempre un tanto renuente a la gramática de las formas? De no ser así habría que traer hasta esta página una bella cita de Freud cuando reflexiona sobre las conveniencias de poner un límite o no al amor de transferencia. Obligar a la paciente a que renuncie y sublime “equivaldría a conjurar a un espíritu del Averno, haciéndole surgir ante nosotros, y despedirle luego sin interrogarle. Supondría no haber atraído lo reprimido a la conciencia más que para reprimirlo de nuevo, atemorizados. Tampoco podemos hacernos ilusiones sobre el resultado de un tal procedimiento. Contra las pasiones, nada se consigue con razonamientos, por elocuentes que sean”.
Pero la casi unanimidad en torno del affair Iuso recuerda un episodio de alcances políticos en el espacio del feminismo. En Barnard College, durante 1982, estalló una polémica que suele renovarse cada tanto. Dos brillantes profesionales, Catharine Mackinnon y Andrea Dworkin, iniciaron una carrera donde, partiendo de una crítica a la pornografía, terminaban homologándola a violencia efectiva contra las mujeres. Según ellas, que llegaron a proponer una ley antipornográfica, la pornografía era un material de análisis fundamental a la hora de presentar una teoría sexual de la desigualdad genérica. Sus argumentos hacían tajante diferenciación entre los sexos, pero no entre representaciones y acciones precisas, entre fantasía y violencia real, y ellas terminaron apoyadas por las huestes de Ronald Reagan. Y hablando de feminismo, es interesante recordar cómo ni cuando en 1962 Norman Mailer apuñaló por la espalda a su esposa Adele luego que ella le gritara: “Aja toro, aja. Venga, mariquita, ¿dónde están tus cojones? ¿O es que la mala puta de tu querida te los ha cortado, cabronazo?”, ni cuando William Burroughs jugó a Guillermo Tell con la suya hasta matarla, ni cuando Louis Althusser la ahorcó, los belletristas dijeran nada y eso que no había duda de que se trataba de la vida –o la muerte– y no del arte. Y si se sospecha que es porque existe una mayor sensibilidad a los sucesos locales que a los “lejanos”, habría que recordar que cuando Alberto Locati tiró a su amante Cielito O’Neal por la ventana casi se transformó en un héroe popular.
Ya durante el debate en Barnard College –en donde las lesbianas S/M expusieron sus argumentos–, la cuestión de la pedofilia demostró ser aquella práctica sexual que imponía un límite infranqueable a toda voluntad radical.
En su libro Diario de un mal año, J.M. Coetzee “inventa” a un escritor (el señor C) que planea integrar una antología en donde se debaten los temas más acuciantes del mundo actual. Junto a Al Qaida y Los orígenes del Estado figura La pedofilia. El señor C, un pederasta hetero-establishment normal, acting out de Humbert-Humbert como una inmensa masa de varones vejancos, pero que respeta los límites de edad dispuestos por la ley para sus posibles partenaires, se limita a quejarse de que ya la ficción no garantiza seguridad para el consumidor cultural. Luego de recordar que Stanley Kubrick, alejándose bastante del verismo, disfrazó a una joven de niña para representar a Lolita, el señor C se disgusta: “Pero en el clima actual esa estratagema no serviría de nada; el hecho (el hecho ficticio, la idea) de que el personaje de ficción es una niña eclipsaría la realidad de que la imagen en la pantalla no es la de una niña. Cuando el tema del sexo es con menores, la ley, la opinión pública clamando detrás de ella, no está de humor para hacer sutiles distinciones”.
Coetzee no va más lejos. Porque lo cierto es que ni la categoría de ficción, ni los contextos, ni los patrones de discriminación establecidos por la crítica, ni su deconstrucción de las escrituras del yo pueden resolver lo que es un problema. Y si el affair Iuso es un síntoma, no hay que hacerlo desaparecer a la manera de una terapia cognoscitiva, porque si en literatura la sangre sirve para hacer morcillas, un problema es fecundo –produce más palabras, más entre nos, más sueños, etc.– cuando, en lugar de liquidarlo con una opinión o un “yo lo siento así”, se lo mantiene vivo.
(Plagio un chiste de blog.) El affair Iuso sucede en un momento en que el niño irrumpe como personaje fuerte en la literatura argentina. Ya no a la manera deleuzeana de Osvaldo Lamborghini con su niño proletario, ni como portador de una poética de la orfandad a la Arturo Carrera, sino como hijo querido, aquello con lo que no se jode ni literariamente. Derrumbe de Daniel Guebel y Era el cielo de Sergio Bizzio, más allá de su valores ficcionales, parecen testamentos amorosos para los hijos de los autores, novelas de la disolución de la oposición entre hijos y obra –los narradores de ambas son, en mayor o menor medida, escritores– que tanto costó a las mujeres. En El pasado de Alan Pauls, los hijos, en cambio, son más citas del cine y de la literatura –bajo las figuras del rapto y la seducción–, pero en Un diario (fragmentos), la hija es una diva de comedia, maestra, ella misma, en ficción. En las novelas de los autores de la generación del ‘80, un período donde la consolidación del Estado convive con la invención de la ciudad moderna, la fe en el progreso y su demonización, la muerte del niño es una recurrencia. El niño literario es ajusticiado por ser el fruto de la mezcla contaminante, prueba de los actos de lujuria cometidos en ranchos y garçonnières a lo largo de una vida de despilfarros –talento, dinero, esperma– y de uniones ilegítimas –el patrón de estancia y la china–, de adulterio, indiferencia maternal y casamiento por interés; de indiferenciación entre amor y deseo, entre comercio y amor libre. Hugo Vezzetti ve en esta insistencia el eco del niño muerto imaginario, fruto de la fecundación de la patria virgen por un ego europeo que soñó el positivismo nacional.
Los hijos literarios de 2000 son hijos del amor y de la legalidad, pero también del conflicto y de la pasión. ¿Repliegue conservador en los sentimientos legítimos o agotamiento del modelo romántico vanguardista que impone la repetición de escupir en el trono y el altar en patética competencia artesanal con lo que el capitalismo tardío ofrece a los consumidores organizados por sectores de cochinos en Internet?
Si el relato autobiográfico suele generar una lectura en contrapunto, esto seguramente favoreció que muchos testigos del affair Iuso se acordaran del hijo y de la hija. ¿Es el hecho de que sangre de su sangre, o semen de su semen, nazca, sobre todo una hija, el límite del machismo arty?
Como ya se vio que eso de la imaginación al poder resultó una desilusión por haber sido la frase leída como programa y no como graffiti, quizá sea bueno usar la palabra imaginación en una expresión más ambigua que en este caso pertenece a Daniel Link, imaginación íntima: “Defino imaginación intimista como el cansancio en relación con el secreto. El intimista es el que saca todo afuera, transforma lo íntimo en éxtimo. Vacío de intimidad, el sujeto baila en el viento”.
Existe una imaginación íntima que adopta la forma de una escritura del yo que se invierte en una serie de antisucesos, utilizada con un efecto de inmediatez, oralidad y la convergencia en una voz única, o donde los sucesos que la tradición autobiográfica podría explotar como significativos se aplanan en una deliberada anti-intensidad como en los textos de Rosario Bléfari, o donde el “drama” se construye con elementos del dibujo animado, la historieta y el arte pop como en los de Fernanda Laguna. También hay una imaginación íntima que se propone adscribirse a la verdad sin la mediación crítica de la literatura, pero sí de la crítica de arte que define la performance y el happening, como en Dos relatos porteños de Raúl Escari. Si la crítica acuñó el término pacto autobiográfico, en cuanto al uso de la imaginación íntima habría que hablar de cuento del tío. Tanto Edgardo Cozarinsky en Maniobras nocturnas, como Alan Pauls en Historia del llanto, Daniel Guebel en Derrumbe y Sergio Bizzio en Era el cielo la utilizan para ejercer una suerte de insinuación autobiográfica que funciona como un cross en la mandíbula cuando la trama, en su deslizamiento a la ficción pura, instala episodios inverosímiles como autofiguraciones de los autores.
Sin duda la afirmación de un giro autobiográfico, como en su momento la de una escritura femenina, tiene una voluntad política. Daniel Link adhiere, pero en diferencia: “Ciertamente es política la idea de un sujeto vaciado por completo de interioridad (la posición que tendería a suscribir), volcado hacia fuera, lo íntimo vuelto éxtimo. Pero muchas veces la invención de un fenómeno o una tendencia no quiere decir sino el deseo de imponer una moda, para poder seguir produciendo papers, esas cosas. En todo caso me parece que el fenómeno del ‘yo’ es interesante no tanto por las confesiones que uno lea sino por las sandeces que a propósito del ‘yo’ se escriben (teóricamente, quiero decir). Es como si la imaginación no formara parte de esa rara constelación que se arma entre la escritura y el yo”.
“¿Será el pequeño boom autobiográfico el síntoma de que la literatura desea un nuevo mito del cuerpo –ya no el del militante, el loco, el marginado, o sea el sacrificado, edificante como en los ‘70– sin que esto se traduzca en muerte?”, anotaba yo en 1989. No porque fuera visionaria sino porque lo que, de pronto, parece un estallido suele amagar durante décadas. Pero es necesario despejar aquella parte del giro autobiográfico que coincide con las propuestas del mercado y las demandas académicas: la crónica ha encontrado un nuevo status en los catálogos de las editoriales, pero puede decirse que ha vuelto sin una real vuelta de tuerca, ya que sigue imperando, si no el modelo exótico, el de la aventura: mostrar lo más peligroso, lo excepcional, lo secreto desde un cronista sacrificado y hasta empapado en sudor. China no turística, los monstruos del circo, la lucha contra enfermedades infecciosas en algún mundo no primero, ponen el objeto en primer plano. ¿Es nostalgia de la hazaña, pero a través de un viajecito que no saque sangre?
Y hablando de academia: si hay mayor circulación de diarios y cartas que convergen en ilusorias obras completas, ¿en qué medida no se debe al prolijo ordenamiento de papeles personales de escritores latinoamericanos en instituciones del exterior, al compás de nuestro empobrecimiento patrimonial –“Tengo que investigar sobre la estructura de la tapera, voy a tener que viajar a Berkeley”– y a su acceso por una crítica mayormente universitaria?
¿No hubo siempre un canibalismo de la crítica de algo que resiste precisamente a la crítica, la experiencia vívida y la experiencia vivida como del orden de una intensidad marginal? A veces pienso que la crítica se sostiene en un cierto modelo pederasta ya anacrónico: la del profesor y el homosexual, la mujer enferma, el buen salvaje, el alcohólico y el drogadicto, ocupando el objeto el lugar del chongo en cuanto vida peligrosa y en peligro.
Ni los inspiradores del giro, ni los que, lejos de plantear una oposición, ubican los términos de otra manera, dejan de sospechar de las viejas palabras autobiográficas.
“Experiencia es un acto de discurso”, dice Daniel Link. “Es lo que cuento sobre lo que me pasó, lo que puedo decir, lo que confieso en Confesionario, digo en una clase, escribo en un blog o publico en una novela. No es la vivencia, es otra cosa: es lo que construyo a partir de nada, con nada. Experiencia es lo que pasa de uno a otro a través del discurso, el texto, el canto, lo que sea. Experiencia es lo que queda, una vez que la vivencia se ha deshecho.”
Claudia Gilman considera que la intimidad es, básicamente, un procedimiento como cualquier otro: “Es sólo un relato de sí como yo. Un uso más intenso de la primera persona en el discurso escrito está vinculado con la tecnología de manera evidente. Pero eso no es ninguna novedad. Todo está vinculado con la tecnología. Es imposible pensar que después de la imprenta se escribiera y leyera igual. A más cantidad, más experiencia recibida como formas de relatos. Más relatos. Y, de hecho, no cambia tanto que un autor diga él, ella, nosotros o yo. ¿Qué es un personaje? ¿Qué es, además de un nombre? ¿Hay algo más íntimo que el relato de las 24 horas del Leopold Blum de Joyce?
“Ya lo sé... pero aun así...” Estas precisiones se encuentran con un límite, un resto que quizá Daniel Link roza cuando se pregunta: “¿Por qué, sin embargo, se escucha tanto ‘yo’ en la literatura que leemos (en su tradicional formato libresco o en su moderno formato digital)? Cuando leo ‘yo’ (cuando ‘yo’ leo), lo que se lee son referencias a un mundo concreto (existente o no). Esa voracidad por lo concreto es lo que resulta llamativo. Como quien dijera que lo que en este momento nos atraviesa es la necesidad de inscribir el propio cuerpo en relación con todo lo que existe (porque la voracidad por lo concreto es correlativa al terror a la desaparición)”.
¿Nostalgia de que yo sea yo y que nombre a mi provisoria carne? ¿De que ninguna mediación impida que ella y yo nos escribamos juntos?
Lo interesante del ademán de Giordano es que su construcción del giro opone “confesión” a “autobiografía” y “privacidad”. En su ensayo Cultura de la intimidad y giro autobiográfico en la literatura argentina actual, publicado en el último número de la revista Confines, luego de ponerse bajo la protección de una expresión que le es cara (“el paso de la vida a través de las palabras”) y siguiendo a María Zambrano, dice: “Mientras el que se novela manifiesta una cierta complacencia, una aceptación de su fracaso y hasta su desesperanza, el que se confiesa los trasciende en la búsqueda de una verdad que no humille la vida, que la enamore y la transforme. Incluso para quienes no sentimos nostalgia (al menos mientras razonamos) por ese paraíso perdido que sería, para el pensamiento religioso, la unidad de la persona humana, esta teoría de la confesión como método terapéutico en que la vida se afirma por su potencia de metamorfosis resulta interesante porque permite identificar el acto confesional como una técnica para el cuidado de sí y también como una de las formas literarias en que la intimidad podría comunicarse sin degradarse en privacidad”.
La confesión sería tanto un acto de exploración no ajeno al pudor y al desprendimiento como uno de restricción de las tentaciones del yo por completarse bajo el cobijo de un nombre propio indiscreto en los detalles de su personalidad. Tendría no ya una dimensión religiosa, pero sí un acento ético exterior al mero plano jurídico. Fue eso lo que le faltó a Iuso; en traducción bárbara, “un cacho de espíritu”.
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