Domingo, 4 de mayo de 2008 | Hoy
TAPA > PIDAMOS LO IMPOSIBLE
Por Alan Pauls
Grosso modo, los 40 años de Mayo del ’68 han producido tres reacciones:
1) “Mayo del ’68 es responsable de todos los males que vivimos hoy: falta de autoridad, relativismo absoluto, crisis de valores”;
2) “Mayo del ’68 es responsable de todas las conquistas de las que puede jactarse el presente: pluralismo, derechos de las minorías, laicismo, antiautoritarismo”;
3) “Mayo del ’68 tuvo cosas geniales y cosas estúpidas”.
La peor, la más mediocre, conformista, ignorante y reaccionaria, es por supuesto la tercera. Las dos primeras son desoladoras porque son apenas una representación vaguísima de dos categorías vaguísimas, derecha e izquierda, que ya ni siquiera necesitamos saber qué son para que no nos interesen. La tercera es desagradable por su “frialdad”, su “equidistancia”, su “objetividad” higiénica, como de tasador o director de casting, pero es contemporánea (y por lo tanto es atroz) porque no dice nada del fenómeno que la suscita (“Mayo del ’68”) y todo, en cambio, de la posición del que lo evalúa. Es la posición de quien, a la hora de juzgar algo, no tiene a mano más que una triste herramienta cronológica: ser más joven que lo que juzga.
No es sólo un juicio que usufructúa las prerrogativas del post facto; es un juicio que confunde la mera posteridad con una superioridad moral, histórica, política. Un juicio que extrae de esa posteridad una especie de derecho inalienable, el más inhumano de todos los derechos humanos que nos ofrece (gracias, dicho sea de paso, a esa segunda Revolución Francesa que fue Mayo del ’68) el presente. “Tengo derecho a juzgar lo que sucedió por el solo hecho de haber llegado más tarde. Soy superior a lo que juzgo; lo que juzgo tiene conmigo ciertas obligaciones; es decir: lo que juzgo tiene que satisfacerme. La Historia tiene que satisfacerme.”
La primera y segunda reacción suenan torpes, desmañadas, tan generales que parecen diseñadas para impactar mentes extraordinariamente básicas, pero al menos postulan alguna relación de tensión –por retrógrada que sea– con la Historia de la que forman parte; la tercera, en cambio, postula la relación cero. Simplemente porque la posición del que piensa que la Historia tiene que satisfacerlo es la posición de cliente. Decimos que Mayo del ’68 tuvo cosas geniales y cosas estúpidas con el mismo tono con que, enfrentados con el escándalo de un producto que no fue lo que esperábamos, un servicio que no nos sació o un espectáculo que dejó que desear, debatimos en silencio si estamos en condiciones de exigir que nos devuelvan el dinero. (Lo sofisticado es que aquí no se trata de dinero. Aquí el capitalismo no necesita dinero para funcionar. Aquí el único capital es hablar cuando Mayo del ’68 ya “está muerto”.) El que opera ese reparto salomónico de 50 (“cosas buenas”) y 50 (“cosas estúpidas”) es el que cree que, más que pensar, lo que hay que hacer hoy es poner en la balanza, sopesar, medir, comparar. Y sacar conclusiones.
El que opera ese reparto es un juez, alguien que, por una ficción extraordinariamente eficaz, está lo suficientemente fuera de lo que juzga para juzgarlo. La conmemoración de los 40 años de Mayo del ’68 no debería preguntarse tanto qué fue o es Mayo del ’68 sino: ¿cómo podemos recordarlo en una época en que la memoria que domina es la memoria del cliente, memoria expeditiva, rapaz, capaz de recordar perfectamente que no quedó satisfecho pero nunca de por qué, en qué condiciones, por quién, cuáles eran en ese entonces sus expectativas, etc.? La memoria del amnésico: alguien para quien el único sentido que tiene la Historia es probarle si hizo bien o no en invertir en determinado acontecimiento. Ese es el neoclientelismo que campea entre nosotros, tan imperceptible y unánime como el que ya conocíamos, pero mil veces más siniestro.
Puede que Mayo del ’68 haya delirado una sociedad de jóvenes, de hippies, de drogones, de tirabombas, de fornicadores, de frívolos sexies, pero sin duda no deliró una sociedad de clientes. No sé si eso no hace hoy toda la diferencia. Eso, y la experiencia extraña, compleja, sorprendente, de no poder pensar en Mayo del ’68 –para celebrarlo o aun escarnecerlo– sin una sonrisa haciéndonos cosquillas en los labios. El hormigueo irrefrenable que nos despierta hoy cualquier emblema de la época (un slogan como Bajo los adoquines, la playa, el plano de La chinoise –profético Godard, como siempre– en el que Anne Wiaszemsky come un bol de arroz con una pantalla de lámpara invertida en la cabeza junto a un surtidor de nafta que dice “Napalm/Extra” o la foto de Danny El Rojo desafiando a un policía con una mueca) no miente. No creo que sea poca cosa. Porque ¿con qué otra puta época del Siglo de lo Real podemos decir lo que decimos del ’68: que tenemos con ella una relación de alegría?
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