Domingo, 17 de agosto de 2008 | Hoy
Finalmente, Lucrecia Martel estrena La mujer sin cabeza, su tercer largo y quizá la película argentina más esperada en mucho tiempo, en parte por la producción de Pedro Almodóvar, en parte por la sonada repercusión que tuvo en Cannes, y sin duda por La ciénaga y La niña santa, las dos películas anteriores, que la convirtieron en una retratista social única en la Argentina. En la siguiente entrevista, ella misma presenta esta película en la que vuelve a los climas opresivos de Salta, la alienación de clases, la presencia fantasmagórica de la servidumbre y la decadencia agónica de un mundo que se extingue pero no todavía. Y explica, además, por qué esta historia sobre una mujer que atropella a alguien o algo en la ruta y termina envuelta en una conspiración de silencio es una indagación personal de la negación individual y colectiva de la última dictadura.
Por Mariana Enriquez
Lo primero que se ve de Lucrecia Martel es precisamente su cabeza, esa misma que le falta a la mujer del título de su nueva película, y se la ve asomada en el balcón de su departamento desde donde arroja con cuidado una cuerda de la que cuelgan las llaves de la puerta de su edificio, así no tiene que bajar a abrir. Recién llega de Salta, donde se hizo una especie de estreno exclusivo local de La mujer sin cabeza, y trajo consigo nueces confitadas, una delicia regional perversamente ignorada por los porteños, que se pierden un manjar impactante. La película está a punto de estrenarse en Buenos Aires, tras un intento fallido de hacerlo algunos meses atrás. El motivo del retraso fue, entre otras cosas, la publicación en todos los medios nacionales de unos cables de agencia de noticias que aseveraban: “Lucrecia Martel abucheada en Cannes”. La historia, cuenta ella, es así: en la primera proyección de la película en el festival francés, donde ella estuvo presente, el público aplaudió y pareció disfrutar de La mujer sin cabeza. En otra proyección, según le contó su directora de fotografía que estaba en la sala, un grupo de personas, en efecto, abucheó la película. No fue para tanto, pero la noticia fue recogida y terminó publicada en todos los medios argentinos. “Me acuerdo de tener que llamar desde Francia a mi mamá y a mis hermanos, que lloraban desesperados a las tres de la mañana, pensando que todo era un fracaso. Les dije que se queden tranquilos, que otra gente tenía otras opiniones sobre la película. Decir algo malo es negocio, y es mucho más notable ver caer a alguien desde el podio. Un podio en el que me han subido, al que nadie pidió que me suban. Desde que salió La ciénaga y le fue bien, yo no paraba de pensar en que me iba a tocar, porque lo había visto en miles de situaciones de otros. Me lo esperaba. Eso sí, nos obligó a retrasar el estreno, porque había que dar tiempo para que surgieran esas otras opiniones, nadie iba a publicar con la misma morbosidad algo bueno sobre la película.”
La mujer sin cabeza, ya bastante lejos de los titulares catástrofe, se estrena la semana que viene y es una película fascinante, sumamente extraña y de una poderosa sutileza que decanta más tarde, después de verla, en una resaca que hace temblar. La anécdota de la película es simple: Verónica, una dentista salteña –María Onetto– atropella algo en la ruta, no sabe si una persona o un perro. Por unos días, no habla con su familia del accidente, y parece ausente, como si le costara reacomodarse después del shock. Parece despertarse cuando surgen los rumores sobre un chico muerto cuyo cuerpo estaría en el canal, cuyo olor a descomposición llena el aire. Entonces le dice a su marido que cree que mató a alguien. Van al lugar del hecho. “Es un perro, es un perro, te pegaste un susto, era un perro”, dice el marido todo el tiempo, y entonces se desencadena una conspiración de silencio, un encubrimiento que resulta escalofriante, pero sólo porque Martel carga a la película de un subtexto absolutamente inteligible, y terriblemente argentino. “Yo creo que es mi película más argentina, y hasta diría más salteña, o del Norte en todo caso. Pienso que es un milagro que haya críticos de afuera que le encuentren un montón de valores. Hubo incluso un director de una cultura muy diferente a la nuestra que me escribió después de Cannes conmovido con la película; no me voy a poner a indagar qué le vio de fantástico, mejor si fue así, pero me extrañó porque a mí me parece que no se puede entender sin ciertos códigos. A alguien como Pedro Almodóvar, en cambio, le gusta y hace una lectura cercana, pero con él compartimos una lengua, una formación religiosa, una dictadura. Tiene una mirada entrañable sobre mi cine por muchas razones. Pero esta película sigue siendo muy regional en algún sentido. En Salta, por ejemplo, se ríen mucho con la película, porque enganchan ciertas cosas que en otros lados no tienen ninguna gracia. La referencia a monseñor Pérez la mencionaron un montón en Salta. Pérez era un obispo que dijo la famosa frase de que las Madres de Plaza de Mayo eran locas. Esas cosas las registra y las entiende nuestra pequeña historia regional. Y esta película la necesita, así como necesita el idioma castellano.”
El ojo y el oído de Martel para los detalles de provincia son asombrosos: los diminutivos (el tecito, el cafecito, los temitas y asuntitos), el personal doméstico en las sombras, pero necesario de manera esencial para el funcionamiento de las casas, los rezos del rosario, las siestas con esas camas de sábanas blancas donde retoza la familia entera, las frases que suenan tan raras y cercanas: “La Virgencita está inmunda, le manosearon el mantito”. Y también, claro, están las marcas de Lucrecia Martel como cineasta y narradora: los encuadres bellísimos, las cámaras que se concentran en las nucas de los actores –un seguimiento que resulta inquietante–, los espejos que, en sus reflejos, parecen fragmentar cuerpos, el agua como elemento de inmundicia y también de purificación, las amistades femeninas (aquí más explícitas que nunca, gracias a Candita, la sobrina de la protagonista), el monte ominoso, los lazos familiares confusos, los presagios, las historias de aparecidos y apariciones insertadas en anécdotas que los protagonistas cuentan con toda calma, y que ponen los pelos de punta.
La mujer sin cabeza vuelve al clima de presagio y encierro que hizo de La ciénaga una película tan impactante, con ese monte lleno de disparos y truenos plagado de chicos silvestres que parecían escapar hacia un universo de Señor de las Moscas, liderados por Joaquín, el hijo tuerto y retorcido de Mecha (Graciela Borges, inolvidable, alcohólica, lacerada, gritando “¡atiendan ese teléfono!”, rezongando por lo desagradecidas que son las chinas carnavaleras). Pero si en La ciénaga la descomposición casi se hacía palpable (el agua “inmunda” de la pileta, la vaca muerta en el lodo, el niño perseguido por la muerte que siempre terminaba herido), aquí lo que se esconde es fantasmagórico. Hay una escena central, protagonizada por la gran –y recientemente fallecida– María Vaner. Está en la cama, se llama Lala y parece que nunca sale de su habitación, es una anciana. Y le dice a la Vero, la mujer que puede o no haber matado a alguien en la ruta: “Está llena la casa. Son espantos. No los mires y se van. Acá te movés y todo cruje”. No son delirios de vieja. Lala sabe que algo se oculta, que algo amenaza.
–En muchas escenas hasta están fuera de foco. En parte de lo que se trata la película es de mi sensación de que ese mundo se acaba. Que este mundo tal como lo hemos percibido, y que en Salta tiene unas formas narrativas muy claras, con gente que te habla de usted y uno les habla de vos sin pensarlo, esas formas de dominio naturalizadas, llega a su fin. En esta película lo que intentaba era transmitir que esto no se sostiene más. La única manera de sostener ese mundo es destruir la educación pública, y que la brecha entre poder y no poder sea abismal. Pero tal como están las cosas ahora, este mundo sigue, inexplicablemente, rodeado de fantasmas, sin registro del servicio del humano que tiene a la vuelta. Hay algo del servicio personal que ejercen las personas que trabajan como empleados domésticos en el Norte que es esclavo, y aferrarse a eso es de otro mundo.
–La alienación entre clases sociales es tan grande que ellos, los otros, son fantasmas. Se trata, claro, de una visión infantil y enloquecida. Es tan ajeno a uno ese cuerpo, el color de esa gente, que en su locura la tía Lala los emparienta con los espantos. Yo eso no lo he inventado. No detecto bien de dónde los saqué, indudablemente de alguna de las mujeres viejas de la familia. Esa cosa de sospechar el demonio o lo muerto en la servidumbre. Sospechar una naturaleza que no es la propia. Es una desconfianza sobrenatural. Cuando yo era chica mi abuela contaba historias de una señora que ayudaba a mi mamá: le había encontrado una calavera y unas velas rojas; una serie de comentarios hicieron que para mí esa persona quedara del lado del demonio. Era algo ritual que ella había hecho, probablemente.
Pero, al mismo tiempo, cuando hay que recurrir a prácticas populares, se hace. Una de las inspiraciones de La mujer sin cabeza fueron los accidentes, no sólo el momento del impacto sino el shock posterior. “Yo estuve en muchos accidentes, y tengo muchos recuerdos precisos de la situación de accidente. Estuve en uno muy fuerte cuando tenía cinco años, caímos por un precipicio, por suerte no murió nadie, pero fue todo muy traumático, especialmente el después del accidente. Me llevaron a una curandera, que te ‘cura el susto’ para que te vuelva el alma al cuerpo. Como yo me considero una heredera de las tradiciones de historias de aparecidos, me gustó esa idea de cuerpo sin alma.”
–Hay algo de eso. En verdad, para construir los personajes, la cuestión psicológica no me sirve, primero porque no sé nada del tema y segundo porque me da mucha tirria. Pero sí me sirvió como idea esta cosa de la medicina popular de que con el susto el alma se va del cuerpo. Como imagen del muerto vivo me servía, aunque no creyera en el alma. Y a la vez esa ausencia significa una gran potencia, quizás haber perdido tu alma te sirva para transformar tu vida, para ir por otro camino. Es un momento que no es necesariamente malo. Eso no pasa en la película.
–Sinceramente yo creo, y por eso también creo en la enfermedad, que la domesticación de la percepción es el camino para el conservadurismo político. En cambio, cualquier distorsión de la percepción –ésta es mi ilusión enfermiza– lo que genera es un disturbio en el entorno y eso permite quizá, no digo siempre, otra manera de concebir la realidad.
–Pensando que lo que la mina había perdido era la noción de vínculo entre las cosas y ella. Uno va armando su entorno y su geografía como una red, con los objetos. A ella es como si le hubieran cortado la red. Sabe que esas cosas le pertenecen, pero no sabe exactamente qué las une.
–Me la sugirió Fabiana Tiscornia, la asistente de dirección con la que trabajo siempre, que es una mujer con mucha sensibilidad y mucha agudeza para ver actores. Yo no la conocía a María; la fui a ver al teatro y me encantó. Primero porque es una actriz atípica en muchos sentidos; aunque después, cuando la conocés a ella, te das cuenta de que ella misma es una persona atípica, una rareza en sí. María tiene, además, un cuerpo que no tiene ninguno de los terrores de la modernidad. Nunca va a hacer un gesto que ella sienta que la favorece físicamente. No tiene ningún miedo a la distancia de la cámara, es muy fuerte en ese sentido. Y además tiene un cuerpo evidente, que era muy necesario para la película. Una mujer alta, blanca, un cuerpo evidente en un lugar donde se está tratando de hacer desaparecer la autoría de algo. Me gustaba que la persona a la que se quiere encubrir de manera perfecta sea alguien a quien no se pueda esconder, porque en Salta un mujer rubia tan alta tampoco es tan común.
–Y que además es alguien deseado. Le gusta al primo, le gusta a la sobrina; es Candita, el personaje de Inés Efrón, la que la besa y termina “descubriendo” que le envió cartas de amor, y la que le dice: “Las cartas de amor se devuelven o se contestan”. Me parecía que estaba bueno eso: que sea un encubrimiento perfecto para alguien que no pasa inadvertido.
La potencia de lo que no se dice impregna el cine de Lucrecia Martel. Está en los anteojos negros de Mecha en La ciénaga, que no puede nombrar directamente el engaño de su marido, y tiene miedo de encerrarse en la pieza y no salir más, como su madre; está en los pasillos del hotel de La niña santa, donde los secretos terminan siendo un grito confuso gracias a la calentura mental de una adolescente en trance místico. Está en esas amistades femeninas que nunca terminan de florecer, y que en La mujer sin cabeza tienen más evidencia, porque es casi abiertamente romántica la relación entre la sobrina Candita (que tiene hepatitis y se la pasa “zangoloteando el hígado” porque no quiere quedarse quieta) y su amiga motoquera, una chica pobre que vive en una barriada de las afueras, que es visitada por Verónica en un estado casi alucinatorio. Pero, una vez más, la fuerza de La mujer sin cabeza reside en lo que oculta, en la conspiración y el encubrimiento musicalizados por “Oh Mammy Blue”, una canción que popularizó Julio Iglesias en los años ’70, y que hoy resuena como banda de sonido de la dictadura. Lucrecia Martel incluso recuerda a su tío militar –“no era uno de los demonios del Ejército, para nada”, explica– que les tocaba esa canción en la guitarra. A ella le encantaba. Ahora le da miedo.
–En un momento ella se suma al plan. A mí me da mucha pena, porque ha elegido arrastrar algo para siempre. Y sí, es cómplice. Si vos dejás que actúen por vos... eso es ser cómplice. En el fondo, toda esta película era una indagación personal acerca de algo que me resulta inexplicable en nuestra historia con respecto a la dictadura, que es la negación. Cómo hicieron, los que no estuvieron implicados directamente en la militancia o en el aparato represivo, para negar lo que sucedía. A mí me sorprende mucho más que la tortura. Entiendo más la impiedad, la muerte y la violencia que la actitud del resto de la sociedad de hacerse la que no sabe, o evitar darse cuenta de lo que está pasando.
–De alguna manera, sí. Es un mecanismo aterrador, es dejar que obren por vos, es sumarte a las convicciones de los otros. En el discurso, nuestro lenguaje está cargado de negaciones, de obliteraciones, de cosas encubiertas. Y me parece que es porque la sociedad convive con desigualdades que obligan a un ejercicio diario de negación, un ejercicio que necesita de mucha habilidad, mucha creatividad; no es algo burdo, es un mecanismo muy delicado y muy sofisticado.
–Para mí, el terror de la sociedad que no estuvo militando ni formó parte directa del aparato represivo es el terror de reconocer que sí sabían, que sí participaban de esa situación, y que dejaron que pasara. Por eso se habla de “revolver”. Para convivir con esa negación hay que encontrar justificaciones a tal extremo que se terminan modificando los hechos de la vida, uno se olvida de cosas. Pero ese esfuerzo también significa olvidarte de parte de tu propia vida. Junto con el esfuerzo de no ser responsable de un evento, la sociedad te exige que te olvides de todo lo que pasó alrededor de ese evento, que también es olvidarse de uno mismo. La mujer sin cabeza es una aproximación, totalmente personal, ni completa, ni reveladora, a ese funcionamiento perverso que tenemos como sociedad.
Hace dos años, el ya extinto canal Ciudad Abierta anunciaba un documental de Lucrecia Martel sobre el Tigre, que finalmente se convirtió en un misterio. ¿No salió porque el canal cerraba? ¿Está terminado? ¿Dónde se puede ver? Lucrecia despeja: “Con eso me pasó una cosa tremenda. Grabé ciento y pico de horas, pero era tan extremo lo que yo quería hacer que no pude terminar de editarlo. Y si hoy me dieran el doble de presupuesto, creo que tampoco bastaría. No supe cómo darle forma al material. Fue muy traumático, porque en ese momento no sabía si el resto de mi vida iba a ser no poder terminar nada nunca. Mi idea era algo que tenía que ver con el espacio público y con lo privado, con ideas físicas en torno al río –que arrastra por debajo sedimentos lentos, y por arriba otros más rápidos–, algo sobre la idea de lugar, de la materia que se desplaza, la concepción de orilla, de propio y ajeno. Una complejidad impresionante, pero poco efectiva. Todas las entrevistas que hice para el documental trataban sobre cómo se está enajenando la costa, y eso sigue sucediendo. A veces, en vez de perderse en delirios, sirve más una cosa concreta de denuncia. Y sin embargo, a pesar de todo lo que me paralizó y en un punto, confundió, todo lo que hice después está relacionado con el documental sobre el Tigre.
–Especialmente El Eternauta, hay mucho material del Tigre que me va a servir directamente en la película.
–Estoy escribiendo y en marzo o abril terminaré el guión. Recién ahí nos juntaremos con los productores, y veremos si les interesa la versión que estoy haciendo, de la que por supuesto tienen idea, pero siempre la confirmación de si la quieren o no termina siendo cuando leen el guión. Ahí veremos cómo se sigue adelante.
–Sí, pero del bueno. No le tengo nada de miedo. Desearía complacer a los fans, pero al mismo tiempo estoy muy entusiasmada, le encontré una zona donde me siento pez en el agua. Por supuesto es una versión, no es El Eternauta y nunca lo va a ser, porque El Eternauta ya está hecho. No se puede tomar esa esencia que los devotos aman, y además no tendría sentido. El único interés de hacer El Eternauta en cine es hacer una versión. Y en eso estoy trabajando.
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