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Domingo, 31 de agosto de 2008

ARTE Y VIDA

Profundamente personal y a la vez de poderosas resonancias políticas, la obra del cubano Félix González Torres –criado en Puerto Rico y emigrado a Nueva York, gay, marxista, militante, crítico y sentimental, todo junto y al mismo tiempo– parece mantener la esperanza incluso a doce años de la muerte de su autor, víctima del sida. De los ready mades al minimalismo, pasando por Brecht y Althusser, cada una de sus piezas está tejida por los hilos de la intimidad de una vida atada irremediablemente a su época. Así, la muestra que se inaugura esta semana en el Malba permitirá experimentar en vivo esta obra generosa que invita a los visitantes a llevarse algo con ellos: una parte de la obra que también es una parte del artista.

 Por Alan Pauls

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Cuando estaba bajo de inspiración o poco motivado, González Torres apelaba al diccionario. Buscaba en su Merriam-Webster 1974 la definición de una o varias palabras, se detenía en las acepciones y los usos, verificaba qué palabra venía antes y qué palabra después. Era menos un ardid que un programa completo. El recurso puede sonar demasiado teórico, como una especie de neurodroga ideal para artistas conceptuales en casos de emergencia. Pero en realidad es material, material hasta la médula; está tan determinado por coordenadas de peso, altura y volumen y es tan cuantificable como los caramelos, las bombitas de luz, el voile de las cortinas o las hojas de papel que intervienen en las obras más conocidas de González Torres. Bien mirado, ¿qué objeto, qué máquina portátil más idónea que el diccionario para despabilar la imaginación de un artista atento, más bien obsesionado por el sentido y el uso del lenguaje, siempre alerta al modo invisible en que lo político trabaja las formas, órdenes e instituciones que más inmunes se proclaman a su influencia? El diccionario es “neutro”, frío, formal, escrupuloso. Es menos un texto que una matriz de textos, menos un discurso que una instancia reguladora de discursos, menos un libro que una ley. Artista político (en el sentido a menudo antipolítico o al menos desconcertante que esa expresión empieza a adoptar a fines de los años ’80), González Torres nunca lo era tanto como cuando se dejaba fascinar por esos objetos a primera vista mudos, austeros, tan estériles que la sola mención de la palabra “política” bastaría para encresparlos. Artista sentimental (en el sentido político que esa expresión empieza a adoptar a mediados de los años ’80, cuando el estallido del HIV transforma la intimidad de las sábanas en un campo de batalla), González Torres nunca lo era tanto como cuando ponía en escena el suplemento de afecto que destilan un objeto, una escena, una situación, cuando están disciplinados por un contorno nítido. En ese sentido, la “necesidad de diccionario” que confesaba González Torres es heredera directa de esa celebración sentimental del diccionario que fueron los Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes, que deletreaban en orden alfabético las supersticiones desbordantes del enamorado.

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A González Torres le gustaba jactarse de sus inconstancias. Decía: “A veces hago pilas de papeles, a veces cortinas, a veces obras con texto, a veces cuadros, a veces guirnaldas de luces, a veces afiches o fotos”. Podía ser un artista íntimo o un militante; podía hacer obras para poner a prueba las ideas de un filósofo o para despedirse del amor de su vida. A veces –casi siempre– hacía todo eso a la vez y lo tildaban de contradictorio. Una crítica lee su obra y exalta la “generosidad, la diseñada fluidez del sentido, el rechazo al control artístico”. Otro observa que sus obras eran “privadas, en la medida en que estaban llamadas a pertenecer a un propietario privado”, y al mismo tiempo públicas, “dado que había partes de esas obras que eran de distribución libre”. Cubano en Nueva York, marxista y gay, latinoamericano y conceptual-minimalista, González Torres tenía una capacidad singular: esa aguzada “potencia visual” que Brecht reconocía en los exiliados, que, forzados a la extraterritorialidad, siempre “tienen buen ojo para las contradicciones”. La contradicción, viejo reproche de la policía ideológica, es para González Torres una fuerza, no un déficit. La debilidad, la verdadera coartada, es la confusión. Interrogado sobre sus referencias teóricas, González Torres nombra a Louis Althusser: “Creo que Althusser empezó a señalar las contradicciones internas de nuestra crítica del capitalismo. A la gente que ha leído demasiada teoría marxista hardcore le cuesta mucho enfrentar esas contradicciones; no pueden enfrentar el hecho de que no son santos. Y yo digo no, no lo son. Todo está lleno de contradicciones”. El artista, que también era maestro, aconsejaba a sus estudiantes que leyeran a Althusser una vez, una segunda vez si tenían dificultades, y una tercera si las dificultades persistían, pero esta vez borrachos y con una copa de vino al alcance de la mano. Pero la contradicción es una fuerza, incluso un método, si y sólo si los contornos que delinean cada posición no ceden un milímetro en su afán de nitidez, si las apuestas que están en juego se recortan como un haiku, si todo es igualmente visible. Una de las primeras stacks, de 1989-1990, consiste en dos pilas de hojas de papel impresas. Las hojas de una pila dicen: “Somewhere better than this place” (“Algún lugar mejor que éste”); las hojas de la otra: “Nowhere better than this place” (“Ningún lugar mejor que éste”).

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Pero González Torres no es un artista “de imágenes”, de modo que todo lo que se diga de la composición de sus obras, la forma de sus objetos y la retórica de sus fotografías, toda descripción de rasgos o propiedades resultan insuficientes o están viciadas de una extraña impertinencia.

Como buen brechtiano, González Torres sabe que la crítica es una cuestión de distancia. Apenas el sentido precipita y produce efectos de autoridad, lo que hace el artista crítico es alejar, alejarse del sentido, alejar al sentido de sí mismo; es decir: diferirlo. Con González Torres, distanciar es un gesto que opera a la vez en el espacio y en el tiempo. El teatro épico de Brecht (y la discontinuidad hecha cine de Godard, por citar sólo dos de las influencias críticas que González Torres siempre ha reconocido en su trabajo) se encargó de proporcionar el arsenal para entrecomillar las distintas falsas naturalezas que intervenían en la representación teatral, liberando al espectador del cepo de las ilusiones de realidad. La distancia es el antídoto contra la adherencia; la crítica, contra la adhesión. Si ya el gusto por los encuadres, los bordes nítidos y los ready mades enmarcados delata a un partidario de la distancia, González Torres extiende el procedimiento al dominio del tiempo y preña su obra de una especie de porvenir, una posteridad, una promesa que, llamada a cumplirse en el futuro, desactiva ahora, en el presente, el peligro de que el sentido se ensimisme y cristalice. Es ese más allá temporal, que hiere y sostiene simultáneamente la obra, el que “resuelve” las dos amenazas que trabajan su arte (es decir: que pesan sobre él y al mismo tiempo lo alimentan): la tautología minimalista (el “what you see is what you see” de Frank Stella) y la generalidad universal del estereotipo.

Es la gran invención de las instalaciones “temporales” de González Torres: por un lado la pareja de relojes de pared idénticos –Untitled (Perfect Lovers), 1987-1990–, que empiezan sincronizados y con el correr de los días, fruto del desgaste desigual de las pilas, van des-sincronizándose y emprendiendo caminos de velocidad individual; pero sobre todo la serie de las stack pieces, esas pilas de hojas de papel rectangulares, limpias o impresas con textos o imágenes, que se exponen directamente en el piso y hacen de la galería una suerte de “imprenta improvisada”, y las obras de comida, hechas con caramelos, fortune cookies o bombones que el artista esparce en el piso, como alfombras o tumbas, o amontona alrededor de una columna o en una esquina del espacio de exhibición. Límpidas, transparentes, a la vez innumerables y enumerables, tanto las stacks como las obras de comida son obras “participativas”: el público –como solían informarlo, entrenados por el mismo González Torres, los guardias de galerías y museos– está invitado no sólo a tocar la obra sino a apropiársela, a tomar una hoja de papel, un caramelo, un Baci Perugina del montón y llevárselo a su casa. Tan conceptuales como las instalaciones mismas, los certificados de autenticidad que firmaba González Torres incluían, en medio de especificaciones detalladas sobre el tipo de golosina, el color del envoltorio de papel y el peso ideal de la obra, la leyenda “endless supply” (“provisión interminable”) y la previsión, o más bien el anhelo, de que “terceras partes se lleven partes de la obra” a sus casas. Untitled (Lover Boys), por ejemplo (“caramelos azules y blancos envueltos en celofán transparente, provisión interminable, dimensiones variables según la instalación, peso ideal: 161 kilos”), tiene un sentido: lo que pesa en caramelos es equivalente a la suma de los pesos del artista y su amante Ross Laycock. La obra, concebida cuando Ross, portador de HIV, entra en la fase crítica de la enfermedad, “metaforiza” el work in progress de la muerte (como las guirnaldas de bombitas de luz, el goteo del llanto y las cortinas de cuentas rojas, el de la sangre). Pero no bien se presenta, el sentido vacila, se descubre habitado por algo que no es él, que no le pertenece y lo obliga a salir de sí. Ya no es el sentido lo que importa: es el uso. No se trata de preguntar qué significa la obra sino cómo funciona, para qué puede servir, qué “vidas” puede tener más allá de la que le aseguran el artista, la galería, el museo, la institución del arte. El sentido es el uso. Decía González Torres: “En esa época no se trataba simplemente de utilizar las ideas de Walter Benjamin en La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica sobre la destrucción del aura de la obra de arte. También se trataba, en un nivel más personal, de aprender a dejar ir. Pensé en esa frase de Freud: ‘Nos preparamos para nuestros miedos más grandes con el objeto de debilitarlos’. Yo estaba perdiendo a Ross, de modo que quise perderlo todo para enfrentarme con ese miedo y quizás aprender algo de él. Así que quise perder también la obra, eso que era tan importante en mi vida. Quería aprender a dejarla ir”. El sentido de la obra es su uso: el visitante hunde una mano en Lover Boys y se lleva un poco de arte a la calle, un poco de González Torres a su casa, una parte de los cuerpos de González Torres y de Laycock a la boca, a la lengua, al estómago. Y la teoría no tiene otro sentido que el de llevarnos a “un lugar menos oscuro”. Como recordaba González Torres cuando llamaba a leer a Althusser con una copa de vino en la mano, Benjamin (y sus reflexiones sobre el original y la reproducción, la pérdida del aura de la obra de arte, etc.) sólo tiene algo que decirnos si sus ideas sirven para “construir realidades que nos ayuden a vivir mejor”. Esa tensión entre el sentido y el uso es una de las claves del conceptualismo de González Torres. No es que el sentido claudique ante el uso (como ante una instancia superior), ni que el uso “supere” al sentido (como si el valor artístico se rindiera ante la dimensión social). Se trata en verdad de una vacilación, una relación de amenaza recíproca, que afecta pero no agrede, de la que ni uno ni el otro salen indemnes. En González Torres, sentido y uso se hacen temblar. No es descabellado imaginar que esa perturbación mutua era lo que el artista iba a buscar a su Merriam-Webster 1974 cuando lo abandonaba la inspiración. El diccionario es precisamente ese teatro donde el sentido y el uso (la definición y el modo de empleo, la acepción sedentaria y los contextos nómades) no dejan de afectarse nunca. He ahí por qué, para el minimalista brechtiano que era González Torres, no podía haber un objeto más irresistible que un diccionario.

Estos fragmentos pertenecen a Souvenir, el texto de Alan Pauls incluido en el catálogo de la muestra.

Algún lugar / Ningún lugar
Félix González Torres
del 5 de septiembre al 3 de noviembre
Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415
De jueves a lunes y feriados de 12 a 20.
Miércoles hasta las 21. Martes cerrado.
Entrada: $ 15 (general); $ 7,50 (docentes
y mayores de 65 años). Miércoles: gratis.

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