Domingo, 16 de agosto de 2009 | Hoy
CINE > MENTIRAS PIADOSAS, JULIO CORTáZAR POR DIEGO SABANéS
Son pocas las adaptaciones del cine basadas en la literatura argentina, y son pocas también las que salen airosas. Por eso es doblemente bienvenida la adaptación libre de Diego Sabanés del cuento de Julio Cortázar “La salud de los enfermos”. Con un elenco ecléctico e impecable (Víctor Laplace, Marilú Marini, Rubén Szuchmacher, Lidia Lamaison, entre otros) y una prodigiosa capacidad de capturar esa esquiva cualidad visual que es “lo cortazariano”, Mentiras piadosas se estrena el jueves que viene en Buenos Aires. Rodrigo Fresán la presenta.
Por Rodrigo Fresán
Imposible no caer en la tentación de comenzar así: Instrucciones para ver esta película.
Entonces, entrar, sentarse, cerrar los ojos en el momento exacto en que se apaga la luz, abrir los ojos y descubrir que el mundo en que uno habitaba ahora se ha cerrado para que se abra otro.
Ese otro mundo en el que la gente, desde una pantalla, nos mira a nosotros.
Casi lo primero que se escucha en la película Mentiras piadosas –film dirigido por Diego Sabanés basado libremente en el relato “La salud de los enfermos”– es, creo, esto: “La memoria es un músculo raro. Se mueve solo. Cuando nadie lo espera”.
Y confieso que yo no me acordaba muy bien del relato en cuestión. Me acordaba perfecto de muchos otros. Es más, era como si los viera; porque Cortázar es un escritor con una voz muy visual.
Ese ritmo, esa cadencia que enseguida se traduce –en el milagro nunca del todo explicado del acto de leer– en imágenes en la pantalla del cerebro de sus lectores.
Así es como leemos (y vemos) al lector fatal de “Continuidad de los parques”, las fotos terribles de “Las babas del diablo” y “Apocalipsis de Solentiname”, los sueños de un tal Lucas o las postales de secretarias de la escuela de noche.
Todo eso con esa voz grave, de erres marcadas, que por momentos parece recitar y por otros improvisar, aunque nos llegue del extranjero, sintiéndose siempre felices de pertenecer a una tradición que no considera a lo fantástico un género menor.
Y Mentiras piadosas es una película fantástica, cortazarianamente fantástica. Como un sutil episodio de The Twilight Zone (siempre pensé que “La noche boca arriba” o “Axolotl” bien podrían haber sido adaptados y televisados por el gran Rod Serling), como un paisaje cortazariano donde, siempre, lo que se destaca y define es el paulatino –lento y pausado pero constante– enrarecimiento de lo normal partiendo de la idea y de la base de que no hay nada más raro que la normalidad absoluta.
Y, como dije antes, yo no me acordaba muy bien de “La salud de los enfermos”. Recordaba el truco de su trama y poco más. Las cartas como elemento que va distorsionando la realidad.
Y, sí, lo epistolar en Cortázar. En “Carta a una señorita en París”, en “Sobremesa”, en “Diario de un cuento”, en “Cartas a mamá”.
En Cortázar, las cartas siempre ascienden a la categoría de personajes.
En Cortázar, las cartas son, siempre, tan importantes.
Las cartas como el medio de un transporte más importante en un mundo que alguna vez fue este mundo.
Otro mundo.
Un mundo más lento, peor comunicado, donde no rige la eléctrica velocidad de la luz sino la unplugged velocidad de la tinta.
Un mundo, me parece, mejor.
O, por lo menos, una Argentina mejor.
Y apenas transcurridos unos minutos de Mentiras piadosas, Diego Sabanés ya me había contestado con impecable caligrafía a lo que yo me preguntaba antes de empezar a ver, a mirar. Lo que me preguntaba era cómo representar visualmente lo cortazariano.
Está clara la respuesta a la hora de Homero o de Dickens o de Kafka o de Borges. ¿Pero qué es lo que define visualmente a Cortázar?
Lo comprendo –cortesía de Diego Sabanés– casi enseguida: los delicados travellings y los clásicos paneos sobre cuellos, escotes, sweaters (ropa que no cambia, que parece fosilizarse sobre los cuerpos), cortes de pelo, sombreros, lámparas, fuentes con puré, escaleras, teléfonos donde todavía habita el muy esporádico y portentoso milagro de la llamada de larga distancia, llaves, el libro favorito cuyo título jamás se nos dice, tiempos y edades (que en Cortázar no pasan y se perpetúan tal vez porque para Cortázar el tiempo y los años pasaban de una manera muy diferente de la de los demás), la idea de la casa como todo un planeta, el rumor lejano de lo exterior, la felicidad alucinada que sólo surge cuando se ha tocado el fondo de la melancolía más profunda y, claro, por supuesto, el fantasma distante pero tan cercano de París (desde donde se escribe casi todo) invocando al fantasma cercano pero tan distante de Buenos Aires.
Y ciertos rostros. Mentiras piadosas es un prodigio de casting y tengo que confesar que yo no suelo ver mucho cine argentino porque (no sé si a los norteamericanos o a los ingleses les ocurre lo mismo con sus actores) veo a entrar a Víctor Laplace y nunca es un personaje. Es Víctor Laplace. Sin embargo, el Víctor Laplace ya maduro de Mentiras piadosas –hacía más de diez años que no lo veía– me parece, por suerte, un desconocido al que recién conozco en las pocas y logradas escenas en las que aparece. Marilú Marini está inmensa, como una suerte de Bette Davis tardía (lo suyo es una versión dulce y sutil de Baby Jane y de aquella Charlotte; y qué gran nombre es Marilú Marini, quién no querría llamarse Marilú Marini, ¿eh?). Demoré en reconocer a Rubén Szuchmacher y, claro, misterio, Lidia Lamaison está igual que siempre (Lidia Lamaison –como Fred Astaire– parece haber nacido exactamente así). La efímera pero de algún modo constante aparición de Walter Quiroz le otorga a su Pablo un aire delicadamente canalla; y su mirada torcida y dura en esa foto de algún modo lo explica absolutamente todo.
Mención aparte me merecen los actores “nuevos”, los que yo no tenía registrados: la mirada triste de Paula Ransemberg como Nora, la mirada todavía más triste de Claudio Tolcachir como Jorge, la sensualidad antigua de Verónica Pelaccini como Patricia (una especie de joven Graciela Borges cruzada con la chica esa de la serie Six Feet Under), la crispación simpática de Claudia Cantero como la Tía Celia... todos están tan bien, todos son tan cortazarianos.
Y Mentiras piadosas es, por fin, una película argentina donde no hay militares, ni crisis, ni desaparecidos, ni corralito. Hay, sí, un desaparecido. El Desaparecido.
De algún modo, Mentiras piadosas conecta también con esos relatos de fantasmas sin fantasma de Henry James o con “En memoria de Paulina” o “El perjurio de la nieve” de Adolfo Bioy Casares, donde la memoria y la repetición ritual de una rutina se convierten en amorosas máquinas fabricadoras de espectros. Porque, antes que nada y después de todo, Mentiras piadosas es nada más y nada menos que una fantasmal historia de amor donde todos se quieren. Se quieren mucho. Y los que se quedaron elevan al que se fue a los altares de la fantasía más apasionada.
Y –atención, muchas gracias, Diego Sabanés– en Mentiras piadosas no se oyen ni una vez las palabras “boludo” o “pelotudo”. Se oye una vez un “hijo de puta” y un “como la mierda”. Pero están perfecta y plenamente justificados. Mentiras piadosas es, sí, una película bien educada por su director. No es una película mal hablada y sí es una película bien escrita.
Y tal vez lo más importante de todo: Mentiras piadosas podría haberse conformado con ser –por su puesta y estructura– teatro en celuloide. Pero es cine con actores.
Y Mentiras piadosas es, también, una película inteligente a la vez que ingeniosa. Es admirable el modo en que –amparándose en la categoría de “versión libre”– Diego Sabanés nos invita y nos guía por una suerte de Parque Temático Cortázar.
Bienvenidos a Cortazarlandia.
A la familia como ente narrador y plural (me emocionó ese momento en que alguien dice y corrige “Espero... no... esperamos” sin saber o sabiendo que pone en marcha un mecanismo sin retorno), una familia que comienza siendo claramente cronopia y se va desvaneciendo hasta reducirse a los hermanos de “Casa tomada” que, ahora, deciden quedarse adentro y no dejar que entren los fantasmas desde afuera.
Disfruten de los guiños a conejos, a “Tía en dificultades”, a la ceremonia de tomar o de sacar una foto.
Aprecien el modo en que Diego Sabanés sabe y hace saber –como Cortázar–- que el lugar en el que se vive y se muere es, también, un personaje más, un personaje importante.
Y vuelvan a encontrarse con ese inquietante sentimiento, recurrente en la obra de Cortázar: el convencimiento de que, tarde o temprano, todos acaban siendo escritores, autores más o menos buenos de sus propias vidas.
Terminada de ver Mentiras piadosas, seguidas todas las instrucciones, fui hasta mi biblioteca, busqué y encontré mi ejemplar de Todos los fuegos el fuego, y volví a leer “La salud de los enfermos”.
Qué buen cuento, pensé entonces.
Qué buena película, pensé después.
Este texto de Rodrigo Fresán fue leído en la presentación de Mentiras piadosas en la Casa de América de Madrid el 9 de febrero del 2009.
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