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Domingo, 23 de agosto de 2009

Aguante Cromañón

 Por Mariano Blejman

El público de Cromañón dejó sus uñas incrustadas en la pared. Y allí van a quedar, parece. Aunque no pase nadie por el frente del boliche que se incendió el 30 de diciembre de 2004, cuando tocaba Callejeros. Ahí van a quedar, digamos. Aunque nadie escuche las uñas, ahí van a quedar. Las manos van a quedar abiertas, buscando una salida a través de la pared, empujando lo imposible, buceando en el cemento impenetrable, más allá de lo que diga la física. Eso que acá todavía se llama rock se pega la cabeza contra esa pared, se llena los pelos de tizne.

¿Cómo atraviesa una pared? ¿Cuál es su puerta de emergencia? Para romper una pared de pura impotencia se usa la llave de la justicia. Gracias a la justicia, injustamente, el otro día aparecieron en la tele esas uñas incrustadas, para el regodeo morboso. Antes de contar el horror, había que volver a mostrarlo. Se pensó que la justicia preparaba el terreno para una condena dura. Dura como una pared. Se pensó mal.

Como si fuera una especie de síndrome de Estocolmo, el público de Cromañón levantó los puños en alto cuando escuchó que la Justicia dejaba afuera de la misma a los integrantes de la banda Callejeros y adentro a Omar Chabán, al manager de Callejeros y a un par de funcionarios. Parido de las entrañas del menemismo, el público de Cromañón tardó años en apropiarse del aguante, que pertenecía al comienzo de los años ‘90, un aguante que había nacido cuando todavía se escuchaba grunge. Pero el aguante de Cromañón entendió por militancia el desprecio por el cuerpo propio. Interpretó por autogestión la desidia por la vida ajena. Comprendió por independencia la capacidad de representar la nada.

Si el aguante ricotero se presentaba como parte de una gesta más épica, el aguante Cromañón se autoproclamó como el centro mismo del aguante. Las banderas no eran para ir hacia adelante, sino para tapar a los de atrás. Cromañón fue la suma de todas las desidias juntas: la desintegración del Estado benefactor, la acumulación de las soberbias que todavía siguen, diez años de flexibilización mental. Dejar hacer. La fiesta somos nosotros, dijo el público de Cromañón. La fiesta somos nosotros, aún más que los de arriba. Pero si la autogestión fue la bandera encomiable y festejable del aguante pre-Cromañón, Callejeros fue –y lamentablemente será, si la Cámara de Casación no revierte este increíble fallo– su interpretación más aberrante (ah, ¿dónde estás Umberto Eco?).

La absolución de Callejeros es tan absurda como tratar de atravesar una pared llena de humo, tan sólo con las uñas como instrumento. Porque ahora venimos a descubrir, después de 15 años de aguante, que el monotributismo del rock empezaba y terminaba en el manager de la banda. Qué cinismo: las diatribas sobre la independencia que blasfemaba Pato Fontanet eran pura retórica, que en verdad ellos no eran más que muñecos de torta manejados por su todopoderoso manager, que los había contratado como empleados. Unos idiotas útiles. El Pato Fontanet, ahora lo sabemos, era un títere que se dejó llevar por la desidia, y que cuando las papas ardieron no tuvo problemas en sacar los pies del plato. Eso es un amigo. Otra muestra de cinismo casual: la noche de la sentencia tocaba en La Trastienda la banda de música disco Friendly Fires, un chiste que la revista Barcelona jamás podría mejorar. Aguante Cromañón.

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