Domingo, 25 de octubre de 2009 | Hoy
ARTE > WARHOL EN EL MALBA
En el 2005, el Malba había organizado la primera muestra de Warhol en Argentina, pero esta vez las puertas se abren ante algo mayúsculo: más de 170 obras que incluyen pinturas, grabados, fotografías, instalaciones y películas, con especial foco en los años ’60. En la semana de la inauguración de “Mr. América”, el crítico y filósofo Arthur Danto explica qué convirtió al rubio platino en un icono como los que celebraba, por qué Europa le abrió los brazos casi inmediatamente, y cómo le permitió a él entender exactamente qué es el arte.
Por Arthur Danto
El arte a través del cual Andy Warhol consiguió importancia histórica estaba internamente conectado con su candidatura como icono estadounidense. Logró este status icónico por el contenido de su arte, que abrevaba directamente de, que de hecho celebraba, la forma de vida que vivían los estadounidenses, incluyendo lo que comían y a quiénes los estadounidenses consideraban iconos de pleno derecho, principalmente figuras de la cultura de masas, de las películas y la música popular.
De alguna manera, Warhol trascendió, a los ojos del mundo, sus sujetos elegidos. Su arte fue típicamente interpretado por los intelectuales europeos como crítica tanto a la cultura de masas de Estados Unidos como a los productos del capitalismo estadounidense, como la sopa Campbell. Visto como crítico de la cultura estadounidense, Warhol –y los artistas pop en general– recibió un crédito importante de parte de los europeos, que se los tomaron en serio como artistas, a diferencia del recibimiento que tuvieron, al menos al principio, en el mundo del arte de Estados Unidos, que finalmente tuvo que aceptar que el país había producido, por primera vez en la historia, arte de calidad internacional a través de los pintores de la llamada Escuela de Nueva York –los grandes lienzos de expresionismo abstracto producidos durante y después de la Segunda Guerra Mundial–. En los círculos artísticos de EE.UU. cayó como un shock que los artistas pop repudiaran este inmenso logro estético y pintaran lo que se veía como imágenes simplistas de latas de sopa y del Pato Donald. El sentimiento amplio era que la pintura importante debía ser difícil –pero cualquiera en la cultura podía entender de inmediato lo que el arte pop mostraba–. Estuvieran en lo cierto o no los europeos en su concepción de que el arte pop era crítico de la cultura estadounidense, al menos se dieron cuenta de que había algo además de lo aparente en este nuevo arte. Andy, al menos, parecía ansioso por presentarse ante el mundo del arte europeo como cualquier cosa menos un frívolo. El y su galerista, Ileana Sonnabend, estaban enfrentados acerca de cómo deberían presentar su primera exhibición en París. El quería llamarla Muerte en Estados Unidos y quería que consistiera en pinturas de accidentes de autos, disturbios raciales y sillas eléctricas; y que estuvieran montadas sobre pantallas de seda con imágenes de diarios tabloides, pero en colores de caramelos. Al final Sonnabend aceptó el contenido, pero no el título. Se llamó simplemente “Warhol”. Ciertamente fue una muestra seria, que los europeos respetaban. En Estados Unidos, no hubiera podido tener una muestra así –era enero de 1964–.
El mundo del arte europeo en el siglo XX era necesariamente más complicado que el mundo del arte estadounidense, porque se jugaban más cosas. El arte en Europa estaba muy politizado. El arte abstracto, por ejemplo, tanto bajo Hitler como bajo Stalin, era políticamente inaceptable. Permaneció inaceptable en la Rusia soviética durante toda la guerra fría. Los artistas alemanes, por otro lado, llegaron a sentir que, después de la Segunda Guerra Mundial, la abstracción expresaba los valores políticos de la democracia. Y como bajo Hitler cierto tipo de realismo kitsch se creía que expresaba los valores del nacionalsocialismo, el arte figurativo cayó bajo sospecha política después de la guerra. Así que en los ’60, cuando el arte pop pareció cuestionar los valores del expresionismo abstracto, pareció un momento particularmente liberador. El pop resultaba políticamente importante en Alemania porque parecía repudiar la abstracción. Esto incrementó la estatura de Warhol en el continente. Era visto no sólo como un crítico de la producción capitalista, sino también como un crítico de la alta cultura estadounidense. Cuando la primera monografía seria sobre Warhol, de Rainer Crone, fue publicada en Alemania, se convirtió en un best-seller. Le tomó mucho tiempo a Warhol ser intelectualmente respetado en Estados Unidos. En cambio, se convirtió en un icono. Se convirtió en parte de la cultura que celebraba –una estrella que amaba las salchichas y la Coca-Cola, y adoraba a Marilyn y Elvis–.
Mi propio interés en el arte pop, y especialmente en Warhol, se encontraba en otra parte. Me había mudado a Nueva York después de la guerra por lo inmensamente excitante que encontraba al arte de la New York School, en la que tenía esperanzas de hacer carrera propia como artista. Yo era un veterano de guerra, con beneficios educacionales que decidí usar para estudiar filosofía. Aunque tuve algún éxito como artista, la filosofía probó ser más interesante para mí y cuando empezaron los ’60 era profesor en la universidad de Columbia pero tenía un sabático en Europa donde estaba escribiendo mi primer libro. Fue en la American Library de París donde vi mi primera pieza de arte pop, una reproducción en blanco y negro en la revista ARTnews. Se llamaba The Kiss, era de Roy Lichtenstein y parecía haber sido recortada de la sección de caricaturas de algún diario estadounidense. Basta decir que me quedé estupefacto. Estaba seguro de que no era arte, pero mientras se desenvolvía mi año en Francia, me acercaba cada vez más al punto de vista de que, si era arte, entonces cualquier cosa podía ser arte. Decidí ver la mayor cantidad posible de arte pop cuando volviera a Estados Unidos.
No tengo interés en escribir una autobiografía ni una nueva biografía de Warhol, pero siento que es importante explicar su importancia para mí. Lo que hace a Warhol, en mi opinión, un artista tan fascinante desde el punto de vista filosófico. Visitar su segunda muestra en la Stable Gallery en 1964 fue una experiencia transformadora para mí. Me convirtió en un filósofo del arte. Hasta ese punto, aunque mi interés en el arte –y en especial en el arte contemporáneo– había sido muy grande, no había tenido un interés especial en la filosofía del arte. No veía una forma interesante de unir filosofía y arte. La muestra consistía en cientos de lo que parecían cajas comunes de almacén, apiladas de la misma forma que lo estarían en un galpón de supermercado. Entre éstas estaban las Brillo Boxes, que parecían reales. La caja Brillo puede ser considerada un icono estadounidense, supongo, pero sólo porque Warhol la convirtió en uno. Es su trabajo más famoso y yo lo considero su obra maestra. Como pieza de diseño comercial es un knock-out. Irónicamente, su diseñador era un artista comercial con altas ambiciones como artista plástico, de hecho era un expresionista abstracto llamado James Harvey, de Detroit. Pero para mí la pregunta no era qué lo hacía tan bueno, sino qué lo hacía arte. La Brillo Box me ayudó a resolver un problema tan viejo como la filosofía: cómo definir el arte. Más que eso: me ayudó a explicar por qué es un problema filosófico en primer lugar. No hace falta decir que una definición adecuada de arte tiene que cubrir al arte de una forma universal. Tiene que explicar por qué la Mona Lisa es arte, por qué Rigoletto es arte, por qué Washington Crossing the Delaware es arte. Tiene que explicar por qué cualquier cosa es arte. Mucha gente en aquellos días estaba preparada para decir que la Brillo Box no era arte. Yo sentía que estaban equivocados, por supuesto, y realmente amaba la Brillo Box. Pero lo que tiene de hermoso para la filosofía es que es un trabajo tan sencillo –una mera caja oblonga con impresos en su tapa y sus costados–. No tiene nada de complejo, realmente, en comparación con la típica pieza de pintura de expresionismo abstracto.
Lo que hace de Andy un icono, por supuesto, no es que sea tan instructivo filosóficamente, aunque ése es un aspecto importante de su virtud como artista. Lo que lo hace un icono es que su material y sus temas siempre son algo que el estadounidense común puede entender: todo, o casi todo de lo que hizo arte venía directo de la vida diaria de estadounidenses muy comunes. Cualquiera que vive el estilo de vida estadounidense puede decir cómo es una caja de almacén, y dónde encontrar una, y para qué la quiere uno. O puede decir dónde se puede conseguir una lata de sopa Campbell, cómo prepararla y en general cuánto cuesta.
El mundo de lugares comunes de los objetos industriales de todos los días por supuesto había sido mirado con desprecio, estéticamente, por aquellos que se deleitaban en el buen gusto. Y las imágenes de los carteles publicitarios y de los cómics y de las revistas pulp habían sido consideradas estéticamente irredimibles por los mismos árbitros del juicio estético. La comida rápida poluciona el cuerpo de la misma manera que, no hace tanto, se creía que los cómics corrompían la mente. Cuando yo era estudiante en París, se decía que la Coca-Cola producía cáncer. Estados Unidos era, para citar un título del expatriado Henry Miller, “una pesadilla de aire acondicionado”. En el siglo XIX, el Art and Crafts Movement condenó el mobiliario producido industrialmente. Hasta los años ’60, el arte se plantó implacablemente contra la cultura común en este sentido. Pero de repente, en los ’60, había artistas verdaderos que tomaban la posición contraria, celebrando lo vernáculo en pinturas que se apropiaban de los colores chatos y las líneas gruesas del arte comercial. Los gustos y valores de las personas comunes de pronto eran inseparables del arte de vanguardia. Ese arte, desde mi perspectiva, mostraba el camino para traer a los barriales de la estética la claridad de la filosofía analítica.
Nunca conocí a Andy Warhol, aunque estuve parado junto a él en la apertura de una exhibición de un conjunto de impresos –Mitos– en la Ronald Feldman Gallery en Soho, mientras él autografiaba un anuncio de la muestra para mi nueva esposa, Barbara Westman. Ocasionalmente lo veía de lejos en una fiesta o en una muestra. Vivíamos vidas muy diferentes. La filosofía estaba tan lejos de la vida de la Nueva York que él vivía, que cuando escribí en The Art World que “el señor Andy Warhol, artista pop, despliega facsímiles de cartones Brillo, apilados muy alto, en prolijas pilas, como en el galpón de un supermercado”, estaba razonablemente seguro de que ningún lector del Diario de Filosofía –esto fue publicado en 1964– tenía idea de quién estaba hablando. Pocos filósofos eran capaces de acercarse a la Stable Gallery, la Green Gallery o incluso la Janis Gallery, donde se mostraba arte pop. Años después, cuando me convertí en crítico de arte además de filósofo, mi esposa y yo asistimos al remate de los bienes de Andy, y nos maravillamos ante la exquisitez de su gusto en los muebles art déco franceses, así como su gusto en arte. En esto, como en todo, estaba adelantado a su tiempo, incluso aunque no supiera qué hacer con su extraordinaria colección más que apilarla, como en una cámara del tesoro, en su casa del East Side.
Estas líneas de Danto son la introducción a su flamante libro Andy Warhol (Yale University Press), publicada como parte de la colección Icons of America, una serie de ensayos breves escritos por grandes plumas que exploran la historia de la cultura americana “a través de la lente de una personalidad icónica, un evento, un objeto o un fenómeno cultural”. El de Danto fue el segundo, y está dedicado a “Barack y Michelle Obama, y al futuro del arte norteamericano”.
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