Domingo, 28 de febrero de 2010 | Hoy
Tribu urbana, surf del cemento, juguete de los hijos de la aristocracia y hasta negocio multimillonario. El skate, nacido en California hace medio siglo, tiene un universo propio en Argentina, con héroes históricos, figuras legendarias, lugares emblemáticos, enfrentamientos con la ley y campeonatos afilados. Radar entrevistó a legendarios y novatos para reconstruir esa historia que va del Conurbano a Amalia de Fortabat y de la Plaza Houssay a las veredas de mármol de San Isidro.
Por Nicolas G. Recoaro
Daniel patea el asfalto de la avenida. Casi en trance sobre su tabla, goza el suave balanceo hasta que se detiene en la esquina de Córdoba y Uriburu. Antes de subir a la vereda de la plaza, Daniel da una patadita digna de una película de Bruce Lee a la parte trasera de su skate. La madera teñida de verde y forrada de calcos se eleva mansa y tranquila, para terminar su vuelo muerta sobre la mano derecha del patinador.
Ya pasaron algunos minutos de las tres de la tarde y la Plaza Houssay es un hervidero de skaters que surcan, vuelan y tiran maniobras inverosímiles por derecha, izquierda, centro y adentro de todos y cada uno de los rincones bañados por el vital cemento urbano. Daniel ahora patina entre los pibes, apuntando nombres y apodos en un cuaderno Gloria de hojas cuadriculadas. El es uno de los organizadores del Lord Of Skate, el último torneo del año de street, la vertiente callejera y a cielo abierto de este deporte parido hace más de medio siglo en las empinadas calles de la Costa Oeste norteamericana.
Daniel me explica que el skater que mejores maniobras tire se llevará la corona. “Diez pé la inscripción y hay una filmadora de premio”, les avisa el agitado organizador a un grupito de pibes enfundados en chupines rojizos y mechones decolorados al tono, que toman una gaseosa sentados en un pequeño islote de pasto que tiene la plaza sobre la avenida Córdoba. “El clásico de los sábados era el Correo Central, que es donde nos juntábamos todos desde hace más de diez años. La cagada es que ahora anda cerrado porque están haciendo una línea de subte nueva y todo se trasladó a la Houssay”, explica Andrés –un skater de Burzaco, aclara– mientras saluda a su grupo de amigos con una complicada ceremonia que conlleva varios golpes de nudillos, aperturas de palmas y fraternales abrazos. “El skate es un deporte bien callejero –dice Andrés– y pese a que Buenos Aires casi no tiene pistas públicas, hay que rebuscárselas y buscar nuevos spots por la ciudad para ir a andar. La cagada son los securities: vas a Costanera y te echa Prefectura, vas a una plaza y te echa el cuidador, vas a un edificio y te echa la Federal. La regla es que la Ley te eche, pero la excepción se da en la Houssay, porque no hay guardias que nos vengan a sacar. Y como no hay pistas públicas, es parte del juego que nos toca jugar.”
La carilla cuadriculada del Gloria ya casi rebosa de participantes para el torneo de lores urbanos. Andrés se acomoda una gorra sobre sus rulos cobrizos y fuma un cigarrillo, mientras los espectadores van marcando los límites de la arena de batalla, sentados sobre sus improvisadas butacas forjadas sobre rueditas de uretano. “Hace unos años me comí ir preso. Dos gorilas de la policía me llevaron porque en un acto del intendente aparecí con una bandera que decía: Pistas públicas, ya. Creo que me hicieron una contravención, gajes del oficio”, sentencia Andrés y patea nuevamente el pavimento, para volar con su tabla hasta donde se congregan los competidores. Antes de partir aclara: “Para que te hagas una idea, los yanquis tienen más de 5000 pistas públicas, los brazucas tendrán unas 2500 y en Argentina, con toda la furia, debe haber 12”.
Ollie, que tal
Medio de locomoción hiperurbano, inocente entretenimiento infantil, juguete peligroso, deporte extremo, tribu contracultural, negocio millonario y hasta delito perseguido por las autoridades. “Pero más allá de la moda, del deporte y la industria, el skate en Argentina es otra cosa, es un modo de vida”, sentencia Mariano Ras González, un veterano skater que lleva casi tres décadas pateando las calles de la ciudad.
Dicen que la historia del hombre comienza al ras del suelo, con los primeros pasos que dio sobre él. La historia del skate es algo parecida, y también empieza al ras del suelo, pero con una tabla de madera sobre cuatro rueditas. El árbol genealógico de la patineta se remonta al arcaico scooter, un auténtico galeón urbano construido con cajones de madera clavados con manijas y patines que hizo las delicias de los purretes en los albores del siglo XX. Durante las siguientes cuatro décadas, los modelos fueron mutando hasta engendrar a la archiconocida patineta. La leyenda cuenta que para fines de los ‘50, en pleno auge del espíritu aloha, algunos pibes de la siempre soleada California comenzaron a utilizarlas para deslizarse por las empinadas calles y viajar hasta las playas con sus tablas. Ni lentos ni perezosos, algunos surfers vieron el negocio y abrieron los primeros skateshops. Cuentan que en aquellos nacientes años de la década del ‘60, la mítica compañía Makaha diseña las primeras tablas profesionales y reúne a una docena de acróbatas de la patineta para promocionar el deporte. Aquellos primeros patinadores surfeaban olas de cemento a lo ancho y largo del país.
Para 1965, el boom del skate estalla y se toma hasta en la sopa. Durante aquel año, un blondo muchachito aparece con su tabla en la portada de la revista Life, donde se describe al skate como “el deporte más arriesgado y excitante del mundo”. Parece que buena parte de los trabajadores norteamericanos de la salud se tomaron demasiado a pecho las palabras de la revista, y ese mismo año, la Asociación Médica Americana salió a declarar que los skaters eran una auténtica amenaza para la salud pública. Los fanáticos de la patineta dejaron de lado los exagerados consejos médicos porque tenían bien en claro que de los golpes también se aprende.
“De chico flasheábamos con la revista Thrasher, los fanzines y los VHS que llegaban de allá casi de contrabando. Bajando esos half o saltando en las piletas vacías, los tipos inventaron el skate. Ir a California es como ir a la Meca”, confiesa entusiasmado Andrés Celso, un skater ocasional y trabajador administrativo permanente, que aprovecha los fines de semana para despuntar el vicio en alguno de los miles de spots que esconde Buenos Aires. La historia también cuenta que el primer torneo de skatebording se llevó adelante en el colegio secundario Pier Avenue Junior, de una ciudad californiana llamada Hermosa, y que asistieron poco más de 100 espectadores. Al año, el segundo campeonato oficial llegó en vivo a millones de televidentes, a través del popular programa Wide World of Sports, de la cadena ABC. La frutilla de la torta llegó en 1966, cuando un cortometraje llamado Skater Dater (ver recuadro), protagonizado por una pandilla de patinadores, ganó la Palma de Oro en Cannes y casi araña el premio en los Oscar.
Sin embargo, para 1967, el hermano urbano del surf sufrió una caída dura y seca de la cresta de esa ola llamada popularidad. Una patinada que casi le cuesta una condena de por vida al arcón de los recuerdos, junto al yo-yo o el hula-hula. “Los diseños y el equipo no eran los mejores. Y el problema principal era con las ruedas, que se hacían con arcilla y no tenían agarre. Pero por suerte llegó el uretano”, cuenta Ras González, un skater profesional porteño que dedica sus horas a diseñar sus propios modelos de tablas. En 1970, el surfer Frank Nasworthy fabrica los primeros prototipos de ruedas hechos completamente de uretano y decreta la resurrección del skate. Y entonces ocurrió un bíblico “levántate y anda” que se materializó en la apertura de los primeros skateparks –parques cerrados o a cielo abierto diseñados para la práctica del skate–, el florecimiento de un negocio millonario (se calcula que para fines de los ‘70 se llegaron a vender más de 40 millones de tablas sólo en los Estados Unidos) y la edad de oro cultural y deportiva de la santísima trinidad de la vieja escuela de la patineta, integrada por los siempre bronceados Stacy Peralta, Tony Alva y Jay Adams (su historia puede verse en el notable documental Dogtowns and Z Boys).
Al mismo tiempo, un anónimo surfer llamado Alan Gelfand deja tatuado su apodo en la historia del skate callejero con el truco que marcará un antes y un después a la hora de deslizarse sobre el asfalto. Un toque seco que hace volar a la tabla y decreta el nacimiento del mágico Ollie.
Los muchachos del tablon
“Tengo más de 25 años arriba de la tabla. Empecé en el barrio Luz y Fuerza de Morón. Me acuerdo clavado que la primera vez que vi un skate fue en el año 1980. Fui a la casa de un amigo y el padre le había traído de los Estados Unidos una Makaha Dogtown, con el primer rodamiento a rulemanes. Creo que tenía unas ruedas Kryptonite”, recuerda Jason mientras se emprolija el jopo rockabilly con un desdentado peine de plástico, frente al improvisado puesto en el que ofrece tablas y zapatillas en la Plaza Houssay. “Yo arranqué con una tabla Bariblex y una Z Flex. Salía con mi primo que era muy amigo de Larry Urbano y el Yankee Ralfa, que ya son gente mítica que ni anda. El skate era re de barrio (Capital Federal, pero también mucho del Conurbano bonaerense), se usaba el mechón de pelo teñido y se escuchaba mucho heavy metal, punk de Black Flag y rap de Public Enemy o Run DMC”, recuerda casi como un tanguero nostálgico, mientras se arremanga la camisa y deja ver el contorno de un skate y el rostro de Cristo, que tiene tatuados en sus antebrazos.
Jason avisa que se está perdiendo el torneo de street porque anda jodido de la columna y que por eso “aprovecha la tarde para hacerse unos pesos y alentar” a sus amigos a grito pelado. “Yo andaba mucho por el Oeste y en la plaza Vicente López. Si hasta dejé el colegio en primer año para dedicarme a pleno al skate. Por ahí en los ‘80 no te miraban raro, pero en los ‘90, tipo ‘91 o ‘92, la gente te miraba re mal si andabas. Era la época de los pantalones caídos y te gritaban payaso. Los ‘90 fueron muy malos y quedamos pocos. La gente es muy ignorante y piensa que es todo fútbol. No pueden entender que un pibe andando arriba de una madera con cuatro rueditas también es un deporte”, reflexiona mientras destaca las ventajas y el precio de ganga de las tablas industria nacional que ofrece.
Jason confiesa que en sus épocas como profesional, con los sponsors y las ventas, alguna vez llegó a ganar hasta cuatro mil pesos, pero que las ganancias no se deslizan tan cómodamente en los últimos tiempos. Ahora trabaja a comisión con algunos skaters amigos que le dan una mano y changuea en otros rubros. “Es una locura –dice–, gano muy poco pero no me vuelvo loco. A mí desde chico me costó mucho andar en skate. Pero siempre encontrás a alguien que te da una mano, porque el skate es muy familia. Tuve amigos que eran capaces de afanarse un skate de un shopping para que yo pudiera patear. Yo nunca lo hice porque rebotan esas cosas. Siempre me doy maña. Trabajé de albañil, de yesero, en el zoológico. Pero siempre salí y me iba a andar, todos los santos días. Desde que tengo uso de razón me voy a andar.”
Los gauchos voladores
Enemigos acérrimos del histórico adoquín porteño, los skaters locales tuvieron un historial siempre variopinto: alternativo, minoritario, marginal y hasta cierto punto elitista. Los memoriosos recuerdan que las primeras tablas llegaron a la Argentina allá por la década del ‘70, en las valijas de diplomáticos y familias de la alta sociedad. Uno de los pioneros del skate por estas pampas, Guillermo Cidade –más conocido como Walas, frontman de la banda Massacre y fundador del museo argentino de skate en la galería Bond Street–, alguna vez recordó que en su infancia solía tomar la merienda en la casa del primer campeón argentino de skate, Sebastián Lacroze, el nieto de Amalia Lacroze de Fortabat. Pero aclaraba –-como para balancear el espíritu adolescente– que también solía terminar las noches saltando en algún recital de la banda punk Los Laxantes.
Durante aquellos primeros años de los ‘80, eran pocos los que se podían dar el lujo de traer del exterior las novedades del “surf de cemento”. Quizás por eso, el espíritu de los primeros skaters retomaba en gran parte el “Do it yourself” del punk anglosajón. “Empecé a andar en el año ‘82, porque había unos bowls en el supermercado Gigante, en el Cinturón Ecológico y en Ciudad Universitaria. El tipo que me enseñó lo que era ser skater fue Rodolfo Durrieu, que es de los primeros vieja escuela de Argentina, con Federico Lacroze y Walas. A la gente que puso la semilla se le tiene un respeto como el que se guarda por un Vilas o un Kempes”, explica Mariano González, un veterano apasionado de las tablas que casi pisa los cuarenta, mientras Alpha Blondy suena como banda de sonido en el bunker donde diseña sus propias tablas. Mariano recuerda que las primeras ollas y rampas se armaron a puro pulmón (compra comunitaria de madera y diseño a ojo) y que por la ausencia de insumos, las tablas tenían que durar un año, quizás uno y medio. “Ahora son casi descartables. Hasta hace unos años venía todo de afuera, pero a partir del 2001, hay toda una industria local, con muchas familias que comen gracias al skate. Se necesita calzado, madera, lijas, pegamentos, metales. Es toda una industria global que mueve mucho dinero”, aclara Mariano. La revista American Sports habla de una población mundial de 14 millones de skaters y un negocio que mueve miles de millones, desde las fortunas que cobran las grandes estrellas para promocionar un nuevo diseño saltando desde la Muralla China hasta los vueltos que perciben los productores de la madera de guatambú en el Paraguay.
La vanguardia en patineta
Ella patina despreocupada y, justo antes de chocar contra el inerte macetero de cemento, vuela con su tabla y resbala por el borde con la agilidad de una Nadia Comanecci con rueditas. “Siempre vamos dando vueltas por todos lados y te vas armando un mapa mental de la ciudad. Como que los skaters la vemos distinta, les cambiamos el rol original que tienen las calles o una estructura arquitectónica”, explica Tatiana Di Santo, una de las skaters locales que desde hace años le pone el pecho a la mayoría masculina que ha hegemonizado el deporte desde sus inicios.
Tatiana nunca leyó a Guy Debord, pero sabe perfectamente que sus safaris urbanos son primos políticos de las derivas situacionistas. Viajes urbanos sin rumbo definido, “desvíos ligados a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo”, diría el padre de la Internacional Situacionista.
“Te pasa todo el tiempo –dice Tatiana–. Viajás en el colectivo o en un auto y vas anotando o memorizando dónde hay unos buenos planos o una escalera copada. Cada skater usa la ciudad de forma distinta para hacer los trucos, le pone su propio estilo. Y por eso el skate es casi infinito y cambia todo el tiempo, como también son infinitas las posibilidades que nos regala la ciudad.”
La vida despues de los 40
En el ex circuito KDT, el skate recupera cierto espíritu under. Bajo los dos carriles de hormigón de la autopista Illia, unas rampas de madera hacen las delicias de los fanáticos por el módico precio de siete pesos la entrada. “Las primeras rampas se armaron con esfuerzo propio y terminábamos aprendiendo diseño, carpintería y herrería. Se defendían a muerte, pero los tiempos cambiaron y ahora el skater es más familiar. Si ves fotos de los skateparks que se están construyendo en Estados Unidos y Canadá, se busca una integración total con el vecindario. Tienen rampas, juegos para chicos y zonas de lectura. En Sudamérica cuesta siempre un poco más, y en Argentina ni te cuento”, dice Marcial Laskarin, un skater profesional que pasa sus tardes enseñando trucos y mañas del deporte en uno de los pocos predios íntegramente dedicados al skate que tiene la ciudad de Buenos Aires.
“No hay edad para arrancar, pero creo que los más chicos llegan al skate de la mano de los videojuegos, los campeonatos de deporte extremo de ESPN y hasta los cientos de videos que podés encontrar en Internet”, explica Marcial mientras aconseja a dos pibes cuasisuicidas que quieren resbalar con sus tablas sobre una baranda de acero. La proliferación de videos caseros en la Web y de documentales locales (la serie de videomagazine Ojo de Pez es un buen ejemplo) muestra que la incipiente producción de los skaters locales sigue dando sus frutos.
Sentado sobre unos cajones de madera, Marcial fuma un cigarrillo y recuerda algunas de sus caídas antológicas. Desde las primeras, en la juveniles exhibiciones en el Harrod’s y Gath & Chaves, hasta la patinada más reciente con un tremendo golpe en la columna que decretó un parate obligado hace algunas semanas. “Desde hace más de diez años que tengo lesiones en todo el cuerpo. Fracturas, torceduras, golpes que te dejan un rato afuera; pero volvés, siempre se vuelve. Tenés que estar siempre ágil y atento, pero muchas veces no las podés evitar. Hay algunos amigos que tuvieron que dejar, pero hay muchos otros que ya pasaron los cuarenta o los cincuenta y siguen pateando las calles. Obviamente con más cuidado, ya no somos kamikazes.”
Patinando por un sueño
Si uno se descuida, corre el riego de encandilarse. El anda en cueros, apenas cubierto con unos chupines azules y un gorrito de lana rojo que le cubre la cabeza. Patea dos o tres veces el asfalto antes de saltar y hacer girar su tabla por los aires. La tribuna poblada por coloridas crestas, rastas y flequillos festeja la maniobra con aplausos y gritos. Ya faltan pocas rondas y la ansiedad de los competidores del Lord of Skate se dibuja en sus caras. ¿Planean trucos, sueñas volteretas, ansían la filmadora? En su extenso poema “Equilibro en las tablas”, recientemente galardonado con el premio Indio Rico 2009, el escritor Pablo Jonás Gómez narra los entretelones y disyuntivas que enfrenta un skater en ese punto de quiebre (ver recuadro). “Cada uno tiene su estilo. Las maniobras se pueden practicar, pero el estilo es de cada uno. Y el skate no tiene reglas, es infinito, nunca vas a saber cuántas pruebas se pueden hacer. Pero a la final llega el más zarpado”, cuenta Daniel mientras tacha a los eliminados en su inseparable cuaderno Gloria.
En el centro de la Plaza Houssay, siete u ocho pibes ensayan una coreografía improvisada cuando vuelan sobre una pequeña rampa de madera. Uno tras otro saltan y elevan sus tablas al cielo, con la banda de sonido de las rueditas que surcan el cemento. “El skate –dice Ras González–- tiene mucho de expresión corporal. Mi vieja es maestra de danza y siempre me dijo que los skaters y los bailarines tenemos una vibración muy parecida. Porque más allá de la técnica que le ponga un Barishnikov cuando baila o un Tony Hawk cuando patina, los dos tienen todo un mundo que los rodea: los ensayos, las caídas, las enseñanzas de los maestros y la sensación de desilusión cuando las cosas no salen. El skate, como la danza, es un arte de pura creación.”
El sol ya casi está cayendo cuando el pibe de los chupines se arriesga con un inverosímil giro de 360 grados que lo hace besar la lona y la corona de los lores queda en manos de un grandote de rulos parafinados. Sin embargo, el pibe de los chupines azules aprende que como todo buen bailarín, casi no es necesario moverse para lograr que la tribuna le regale el más sublime aplauso de la tarde.
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