Domingo, 6 de junio de 2010 | Hoy
PERSONAJES > ETSURO SOTOO, EL ARTISTA JAPONéS QUE ESTá TRABAJANDO EN LA SAGRADA FAMILIA
En 1978, el escultor japonés Etsuro Sotoo llegó a Barcelona y se enamoró de la gran obra inconclusa de Antoni Gaudí, el Templo de la Sagrada Familia, ejemplo más claro del edificio como expresión de fe, como nudo de símbolos y espacios. El edificio que transformó a Gaudí de dandy en místico, y lo convirtió en el primer arquitecto en proceso de beatificación. Sotoo, cuyo trabajo se basa en los dibujos de Gaudí, va por un camino parecido: ya se hizo católico. Y viene a la Argentina a contar los planes de terminar la catedral catalana en 2020, después de ciento cuarenta años de trabajo, tal como le hubiera gustado a su creador.
Por Sergio Kiernan
Hace alguito más de treinta años, en 1978, Etsuro Sotoo era un turista japonés de visita en Barcelona. Tapas, mar, ramblas y las cosas que se hacen a los 25 años, recién recibido y de paseo. Hasta que un buen día el tour incluyó la Sagrada Familia, el edificio más raro, más disparatado del mundo que es también la obra inacabada más vieja. Cuando Sotoo la vio estaba por cumplir un siglo, era una pila de piedras, algunas grúas, unos pocos obreros, un potrero grande en medio de un barrio aburrido. Pero el japonés no miró para arriba, para las pocas torres que ya se alzaban, y no levantó la cámara. Lo que se quedó viendo fueron las esculturas del único atrio de entrada completo. Y la concentración le hizo ver que no estaba frente a un edificio: la Sagrada Familia era la escultura inconclusa de Antoni Gaudí, su penitencia a Dios, su tarea de amor interminable.
Etsuro Sotoo acaba de llegar a la Argentina para explicar cómo su historia se entrelaza con la del gran arquitecto, en una serie de charlas organizadas por la Fundación Charles Péguy y la Universidad Católica de Santa Fe. El nombre del ciclo es “Gaudí y la Belleza” y si todo esto tiene un tono religioso no es por casualidad: el catalán es el primer arquitecto en estar en proceso de beatificación.
Y pensar que era un dandy. Las fotos del artista adolescente lo muestran impecable, de bombín y paletó, corbata pajarita y pantalón chupado, la clase de flaneur que sabe cuándo se usan guantes y dónde dejar el bastón. Gaudí tuvo la suerte extrema de nacer en uno de esos raros momentos en que en una sociedad el arte se transforma brevemente en una bandera, un gesto de nacionalidad, una prioridad. La Cataluña de fines del siglo XIX ya era el motor industrial español –los vascos hacían barcos y cosas de metal, los catalanes todo lo demás– y aprovechaba la inercia de la monarquía para ser de hecho lo que no podía ser legalmente, un país.
Estos procesos empiezan por la lengua y se desparraman en ensalzar músicos oscuros “pero nuestros”, recordar batallas que casi se ganaron y rezongar contra el opresor. Los catalanes hicieron todo eso pero también se les ocurrió algo excepcional, inventar una arquitectura brillante, espectacular, ruidosa y absolutamente suya. El modernismo catalán es un momento único y la última vez que una nación pudo crear un estilo que la identifique.
Lo curioso es que el nombre es una etiqueta enclenque, un parche para decirle de alguna manera. Lo que se empezó a construir a partir de la década de 1870 sobre todo en Barcelona tiene su parentesco con el Art Noveau, sobre todo en su entusiasmo por el color y la superficie, pero es en realidad una aplicación masiva y notable de algunas ideas de John Ruskin. Este inglés, que diseñó por ejemplo la parte escultórica del Parlamento de Londres, fue un pensador de inmensa influencia con una obsesión: que la Edad Media no fue un paréntesis de oscuridad, que su arquitectura fue la fina flor de una civilización y que hicimos muy mal en abandonar sus técnicas. Ruskin casi negaba hasta la luz eléctrica, novedad que le resultaba guaranga, pero creó un movimiento que dio escuelas maravillosas como el Arts and Crafts.
Y eso encajó pulcramente en el imaginario catalán, que buscaba sus raíces en el Medioevo, donde habían sido independientes y tenían su propio estilo de gótico. El modernismo de por allí, el de Domenech i Montaner, el de Puig i Cafaldach, tiene un alma de románico y ojiva, una pasión por la artesanía y un nivel de terminación que nunca más se vio. Esta generación tuvo algo más de treinta años para probar la mano en palacios privados, edificios públicos, fábricas, cavas, estaciones ferroviarias, monumentos, parques y hasta un barrio entero, el Ensanche, que consiste de hectáreas y hectáreas de ejemplares modernistas que van del genio de La Pedrera o la Manzana de la Discordia, a la modestia de seis pisos, ascensor de jaula y algunas mayólicas en el frente.
Los edificios de primera línea son impresionantes porque están profundamente hechos a mano. Los modernistas alimentaban talleres de herrería artística, hornos de porcelana, ateliers de muralistas y escultores. Sus albañiles seguían especialidades como en las corporaciones medievales, con talladores, yeseros y revestidores separados del ladrillero y el morterista. La tecnología se usaba, pero si se podía hacer todo autoportante, a la antigua, mejor. Este estilo carísimo, trabajoso, casi no usaba nada de fábrica: el autor no iba al comercio “a comprar mayólicas”, sino que las diseñaba y mandaba hacer. Cada edificio es literalmente único, desde los primeros muy medievales a los últimos abiertamente Art Noveau.
Con lo que aparece la adoración del trabajo artesanal, de la pieza única y de la técnica secreta compartida con los ingleses y tantos otros. Lo que le agregó Gaudí fue dar el paso siguiente, el de encontrarse con Dios entre las piedras y los hierros. Esta conversión fue gradual y bastante inesperada. En 1882, el joven arquitecto recibe el encargo de la Asociación Espiritual de los Devotos de San José de construir una iglesia consagrada a la Sagrada Familia. El fundador del grupo, José María Bocabella Verdaguer, habló largamente con el arquitecto y lo introdujo a un concepto, el del edificio como expresión de fe, como nudo de símbolos y espacios.
Gaudí era tierra fértil para esa idea y, como era un obsesivo, se puso a estudiar con minucia la tradición mística de catedrales y construcciones. Ya estaba planeando y fue construyendo en los años siguientes sus obras inmortales, la Casa Vicens, la finca Güell –la de la verja de dragones–, el palacio urbano de la misma familia, el convento de las Teresianas, el parque Güell, con cripta e iglesia, y La Pedrera, entre muchas otras. Los edificios pasan del medievalismo a lo escultórico, lo orgánico, lo animal; del orden formal a una anarquía controlada, de sorprenderte con simetrías ocultas y superficies tan anamórficas que parecen órganos vivos.
Y durante todos esos años, hasta que un tranvía lo mata en 1926 cruzando la calle, Gaudí hace la Sagrada Familia, que termina transformada en una obra de fe, en la encarnación de la idea de que el trabajo es un sacrificio en homenaje a Dios. El dandy termina casi de monje, viviendo en el obrador, indiferente a famas y dineros, negándose a usar materiales o técnicas que ganen tiempo. Después de todo, Europa está puntuada de catedrales que tomaron siglos de trabajo, encargos pasados de generación en generación ad maiorem gloriam suam. Al futuro beato le gustaría saber que se planea terminarla recién en 2020, a casi 140 años del comienzo.
Sotoo también sintió eso. El hombre recuerda que “me acerqué al budismo, al shintoísmo, al New Age, porque tenía necesidad de verdad, buscaba algo distinto”. En 1978 comenzó a encontrarse pidiendo trabajo como picapedrero en la Sagrada Familia, una obra muy lenta y sin fondos porque el edificio todavía era considerado una curiosidad, bastante mal vista por esa profesión tan altanera, la de los arquitectos. Sotoo cuenta que el trabajo se basa en los interminables dibujos de Gaudí, que básicamente plantean un edificio completamente esculpido en piedra pero no indican exactamente qué hay que esculpir. “Aquí va un murete recubierto de hojas”, ejemplifica el escultor, “pero no hay un dibujo detallado de las hojas. El arquitecto daba instrucciones para que uno, en un sector, desarrollara una idea, nada más.” Las primeras hojas que le tocaron le empezaron a abrir a Sotoo la mentalidad de Gaudí. Es que el muro debía tener apenas un centímetro de espesor: ¿por qué? Pensando y tallando, el japonés terminó entendiendo al catalán. Las hojas servían de refuerzo en los lugares clave, permitían que las piezas se sostuvieran, una manera intrincada y altamente demandante de trabar piezas.
Con el tiempo, Sotoo fue autor de varias de las esculturas principales del pórtico de la Natividad y eventualmente sintió algo especial, “que Gaudí entraba en mí y yo entraba en Gaudí”. El escultor se convirtió al catolicismo, jura que “sólo Dios crea, nosotros sólo podemos ocuparnos de lo que existe, como se hace con un niño”, y que en el trabajo y el sacrificio se encuentra la alegría. “Y que yo soy muy feliz.”
Etsuro Sotoo dará una charla sobre Gaudí y la Belleza mañana a las 19, en el Auditorio de la Sociedad Central de Arquitectos (Montevideo 938), invitado por el Centro Cultural Charles Péguy. La charla será gratis, pero con inscripción previa a: [email protected]. El martes estará en Rosario (Sala del Banco Municipalidad) y el miércoles en Santa Fe (Universidad Católica de Santa Fe). www.centroculturalcharlespeguy.org
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