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Domingo, 8 de agosto de 2010

Topico de Cancer

 Por CHRISTOPHER HITCHENS

En mis tiempos, más de una vez desperté sintiendo que me moría. Pero nada me preparó para esa mañana de junio pasado, cuando ingresé a la conciencia sintiendo que estaba encadenado a mi propio cadáver. La cavidad de mi pecho y tórax parecía haber sido vaciada y luego rellenada con cemento de secado lento. Podía escucharme respirar débilmente, pero no conseguía inflar mis pulmones. Mi corazón estaba latiendo demasiado o demasiado poco. Cada movimiento, por leve que fuera, requería planeamiento y reflexión. Me costó un esfuerzo extenuante cruzar la habitación de mi hotel en Nueva York y llamar a la emergencia médica. Llegaron con gran celeridad y se comportaron con inmensa cortesía y profesionalismo. Tuve tiempo para preguntarme por qué necesitaban tantas botas y cascos y tanto equipo pesado, pero ahora que veo la escena en retrospectiva la interpreto como una gentil y firme deportación, que me llevaba desde el país de los sanos hacia la frontera que delimita la tierra de la enfermedad. En unas horas, después de bastante trabajo de emergencia en mi corazón y pulmones, los médicos en este triste puesto de frontera me mostraron algunas postales del interior y me dijeron que mi siguiente parada sería con el oncólogo. Una especie de sombra se estaba extendiendo sobre los negativos. La noche de esa terrible mañana se suponía que debía ir al Daily Show de Jon Stewart y aparecer en un evento que tenía las entradas agotadas en el Upper East Side: una conversación con Salman Rushdie. Mi breve campaña de negación tomó esta forma: no iba a cancelar estas apariciones o decepcionar a mis amigos o perder la oportunidad de vender una pila de libros. Me las arreglé para llevar adelante ambos shows sin que se notara nada, aunque vomité dos veces, con una extraordinaria combinación de precisión, prolijidad, violencia y profusión, justo antes de cada presentación. Esto es lo que hacen los ciudadanos del país de los enfermos cuando se están aferrando desesperadamente a su viejo domicilio.

A su manera, esta nueva tierra da la bienvenida. Todo el mundo sonríe tratando de ofrecer apoyo y parece que no hay racismo en absoluto. Prevalece un espíritu igualitario, y los que dirigen el lugar obviamente llegaron a ese puesto gracias a sus méritos y su trabajo duro. Las contras son que el humor es un poco tonto y repetitivo, que casi no se habla de sexo y que la cocina es el peor destino que yo haya visitado. El país tiene un lenguaje propio –una lingua franca que se las arregla para ser al mismo tiempo boba y difícil, y que contiene palabras como ondansetron, para nombrar la medicación antináuseas–, así como algunos gestos inquietantes a los que cuesta tiempo acostumbrarse. Por ejemplo, un oficial que uno recién conoce puede abruptamente hundirte los dedos en el cuello. Así descubrí que mi cáncer se había extendido a los nódulos linfáticos, y que una de estas deformes bellezas –ubicada en mi clavícula derecha– era lo suficientemente grande como para ser vista y sentida. No es bueno cuando un cáncer es palpable desde afuera. Especialmente cuando, en este punto, no sabían cuál era el origen primero. El carcinoma trabaja astutamente desde adentro hacia afuera. La detección y el tratamiento con frecuencia trabajan más lentamente, de afuera hacia adentro. Se me insertaron muchas agujas en el área de la clavícula y me dijeron que los resultados de la biopsia tardarían una semana.

Trazando el recorrido de las células cancerígenas reveladas en este estudio, se tardó bastante más que eso para descubrir la desagradable verdad. La palabra “metástasis” fue la escrita en el informe que atrajo mi mirada y mi oído. El alien había colonizado un poco de mi pulmón, así como mi nódulo linfático. Y su base de operaciones original estaba localizada –-había estado localizada por bastante tiempo– en mi esófago. Mi padre había muerto, y muy velozmente también, de cáncer de esófago. Tenía 79. Yo tengo 61. En cualquier tipo de carrera que la vida pueda ser, abruptamente me había convertido en un finalista.

La notable teoría de los estadios de Elisabeth Kübler-Ross, en la que uno progresa desde la negación hasta la ira, desde la negociación hasta la depresión y de allí a la eventual dicha de la aceptación, no ha tenido demasiada aplicación en mi caso por ahora. De alguna manera, supongo, he estado en negación por mucho tiempo, quemando la vela por ambos extremos y sintiendo que daba una luz muy hermosa. Precisamente por esa razón no me veo frunciendo el ceño en shock, ni me escucho rezongando sobre la injusticia de todo el asunto: he desafiado a la Guadaña para que dirija su filo hacia mí, y ahora he sucumbido a algo tan predecible y banal que incluso llega a aburrirme. La ira estaría fuera de lugar por la misma razón. En cambio, me siento oprimido por una sensación de desperdicio. Tenía planes reales para la siguiente década y sentía que había trabajado duro para lograrlos. ¿Realmente no voy a vivir para poder ver a mis hijos casados? ¿Para volver a ver en pie al World Trade Center? ¿Para leer –o escribir– los obituarios de villanos como Henry Kissinger o Joseph Ratzinger? Pero entiendo esta especie de no-pensamiento por lo que es: sentimentalismo y autocompasión.

El estadio de la negociación, sin embargo. Quizás haya una vía de escape ahí. La negociación oncológica es que, a cambio de al menos la oportunidad de unos pocos años útiles, uno accede a someterse a la quimioterapia y después, si tiene suerte con eso, la radiación o incluso la cirugía. Así que éste es el trato: usted se queda un tiempo más, pero a cambio vamos a pedirle unas cosas. Estas cosas pueden incluir tus papilas gustativas, tu capacidad de concentración, tu capacidad de digerir y el pelo de tu cabeza. Parece un intercambio razonable. Desafortunadamente también incluye enfrentarse con uno de los más atractivos clichés de nuestro lenguaje. Ya lo escucharon. La gente no tiene cáncer: la gente lucha contra el cáncer. Nadie que te desee lo mejor omite esta imagen combativa: podés vencer esto. Incluso está en los obituarios de los que perdieron la lucha, como si uno pudiera razonablemente decir de alguien que ha muerto después de una valiente y larga lucha contra la mortalidad. No se aplica a los enfermos cardíacos o renales.

Yo adoro el imaginario de la lucha. Con frecuencia deseo estar sufriendo en una buena causa, o arriesgando mi vida por el bien de otros, en vez de ser un paciente en riesgo. Déjenme informarles, sin embargo, que cuando uno está sentado en una habitación con otros finalistas, y gente amable trae una bolsa transparente de veneno y la enchufa en tu brazo, y uno lee o no un libro mientras el veneno se introduce en tu organismo, la imagen del ardoroso soldado o del revolucionario es la última que aparece. Uno se siente hundido en la pasividad, se disuelve en la impotencia como un terrón de azúcar en el agua.

Estas son mis primeras reacciones acerca de estar enfermo. Silenciosamente estoy resuelto a resistir físicamente lo mejor que pueda, aunque sea pasivamente, y buscar el consejo más avanzado. Mi corazón y mi presión sanguínea y otros registros están recuperados: de hecho, se me ocurre que si no hubiera tenido una constitución tan corpulenta, hubiera vivido una vida mucho más saludable hasta aquí. Contra mí está el alien ciego y sin emociones, alentado por muchos que alguna vez desearon verme enfermo. Pero del lado de la continuidad de mi vida hay un grupo de brillantes y generosos médicos, además de un asombroso número de grupos de plegaria. De estas dos cosas espero poder escribir la próxima si, como decía siempre mi padre, se me permite.


Christopher Hitchens, el agudo y polémico ensayista inglés que hace años se mudó a Estados Unidos y lo convirtió en el centro de su mirada, dio a conocer estas líneas en la última edición de la revista Vanity Fair, después de comenzar el tratamiento contra el cáncer que le descubrieron cuando arrancaba la gira de presentación de sus memorias, Hitch 22. En la Argentina se acaba de editar el libro de ensayos Amor, pobreza y guerra (Debate).

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