Domingo, 12 de septiembre de 2010 | Hoy
ARTE > EL DOCUMENTAL SOBRE GORRIARENA
De un modo original y a la vez perfectamente en sintonía con la manera de pintar de Carlos Gorriarena, el documental escrito y dirigido por Carmen Guarini explora la figura del pintor a través de palabras de amigos y de su mujer, de las imágenes y de su propia voz. Al final, de una manera intangible pero inapelable, Gorri pinta el mejor homenaje: el retrato de su ausencia y del rastro que dejó en el mundo.
Por Angel Berlanga
Si se cortaran sus telas podrían verse, una sobre otra, quizá siete u ocho capas de colores debajo de la que está a la vista. Y por eso, dice uno de los artistas plásticos que trabajaron cerca de Carlos Gorriarena en su taller, familiarizado con su arte, es evidente que el cuadro que cierra la última exposición que se hizo sobre su obra en el Centro Cultural Recoleta no está terminado. El pintor decía siempre que lo importante es el proceso y no el resultado al que hay que llegar, y su amigo apuesta que, si se le pudiera preguntar ahora, ahí, por dónde y cómo seguiría con su pintura, su respuesta sería “no sé”. Tal vez porque eso implicaría apelar a otro lenguaje, a éste, al de las palabras: de tener a mano pinceles y acrílicos, tal vez la contestación fuera el trazo, el acto concreto de pintar. Hipotéticos ante lo velado: Gorriarena ya no está aquí para responder, pero sí está su inmensa obra, y están las huellas que dejó en quienes lo conocieron y amaron, quienes compartieron vida con él.
Y es con estas capas de ausencias y presencias que Carmen Guarini hizo Gorri, un documental que contornea el hacer, el decir y el existir de un pintor que nació en Buenos Aires en 1925 y que murió en Rocha, Uruguay, en enero de 2007. No hay en la película datos duros como esos que acaban de leerse, fechados o consignados específicamente, y tampoco presentaciones formales; ante la pantalla puede verse y oírse a una mujer que le fue muy cercana y busca orientarse entre innumerables pinturas y dibujos –casi el juego de ordenar–, a un pibe con muchas preguntas (por algún diálogo se sabrá que es Jerónimo, el hijo de Gorriarena), al grupo de pintores que cuentan de su obra en el Recoleta, a otro grupo de amigos en El General, el restaurante de la avenida Belgrano en el que se reunían a cenar. Son eso para el espectador, a menos que se los conozca o se indague, modos de establecer que aquella mujer es Sylvia Vesco (su compañera) y que los compinches del bar son el pintor Daniel Santoro o el escritor Luis Gusman, por encasillar alguna identidad y recaer (ojalá que por última vez) en lo que esquiva Guarini, cuyo procedimiento, como la pintura, invita a buscar la pregunta y a pensar la respuesta, sabiendo de sus caracteres provisorios, el proceso por sobre el resultado, el camino que se hace al andar.
Y es así como comienza el documental: con un camión que anda por las calles de San Telmo, al que sigue la cámara. Cada tanto reaparecerá, en otros barrios, andando y deteniéndose para cargar en su atelier, en alguna galería, en su propia casa, cuadros dispersos del pintor, rumbo a lo que será, va descubriéndose, Gorriarena en el siglo XXI, la muestra en el Recoleta. Sobre esa cuerda cronológica de la marcha de un día se intercalan, desde un presente sugerido, las voces de los suyos y las escenas que cuentan de su ausencia: Jerónimo ante una carta que su padre envió durante la dictadura a un amigo preso, Germán Gargano; sus compañeros recordando sus ideas; su mujer disponiendo la colocación de una alarma en un estudio que queda chico para tanto cuadro, o ante la incógnita de dónde estará una pintura que requiere un sujeto (¿galerista, curador?), un punto prepotente. “Ah, la Fortabat –dice Sylvia Vesco, en medio del inventario–. Esa la podríamos poner junto con el Menem... ¡y mandarlas a remate! Dos por uno... Y siga participando.”
“Eso que se dice de él, ‘el color, el color’... recuerdo algunas charlas en las que Gorri me decía: ‘Me tienen podrido con el color, como a Noé con la neofiguración de los ’60 –evoca Gargano–. Se hace un folklore: el asunto no es sólo esto de ‘un gran contrastante del color’; está toda esa densidad, en la que seguía escarbando.” “A mí me parece que él construye desde la destrucción, que va construyendo y destruyendo –dice Carmen D’Elía, convocada por Sylvia para tratar de acomodar los cuadros–. Por eso te encontrás con esas masas de pintura. Y está la curiosidad de lo que puede haber detrás.” Lo dice ante La niebla detrás del río y de los árboles, y acaricia la tela. Capas: lo que lo define, lo que impide encasillarlo. “Hay un instante en el que hay que abandonar la obra: a la obra no se la termina, se la abandona. Es la única forma de seguir queriendo a una amante: abandonándola.” La voz de Gorriarena aparece a la par de unas imágenes en blanco y negro que lo muestran caminando, en cámara lenta: alguien que llega desde el pasado y toca timbre para entrelazarse con los otros, con estos días, con la muestra en marcha.
Y entonces puede verse al Gorriarena vitalista, aun en sus últimos años: el que abre un vino ante un grupo de amigas; el que se dispone a intercambiar opiniones y experiencias con los laburantes de Arte sin Techo; el que bromea con los amigos en El General, asevera que se caga en las vanguardias y recuerda lo que una vez le dijo Berni en torno a que una cosa es ser vanguardista en un país central y otra en un país dependiente; el que cuenta: “Las mejores cogidas de mi vida jamás fueron con las mujeres que yo pensé que en la cama iban a ser maravillosas; las mejores fueron con otras mujeres, insólitas, que eran atractivas, pero no sé por qué. Y de pronto descubrías un filón, que en la puta vida imaginabas”. Y el que busca el modo de (in)definir su quehacer: “Yo diría que soy un pintor de carácter social que no cree que la pintura solucione problemas de carácter social. Creo que, en todo caso, ésa no es una tarea de los artistas: les corresponde a los gobiernos crear las circunstancias para que el pueblo tenga acceso. Nunca hice arte pietista, jamás me ocupé de los obreros. Primero, por respeto, porque no los conozco bien. Y segundo, porque soy un convencido de que el arte en ese sentido no modifica nada, y si lo hace es a través de un complejísimo proceso cultural que dura siglos”.
Dos cenas transcurren en El General: una con él, otra ya con su ausencia. Sus amigos coinciden: late una vena política en su obra. Ni eso, ni lo social, ni su manejo del color es lo único: capas, otra vez. Espesor. Lo putean con cariño, por haberlos dejado de garpe, ahí. Enseguida se verá un pincel trajinado que cuelga en una puerta que se cierra. Resuenan los ecos de una historia que cuenta Gorriarena, que quizá sea una ventana a su obra: “Guayasamín, que como todo el mundo sabe era un militante comunista conocido, que hizo un arte de tipo social, colgó en una exposición un cuadro donde hay un capanga arriba de un caballo castigando con un látigo a un campesino. Piensa que no lo va a vender, pero es de los primeros en venderse, aunque tenía un precio fabuloso. ¿Y quién lo compró? Pensá en un Patrón Costas, un terrateniente de los más importantes. Guayasamín hace lo imposible por hacerse invitar a su casa y lo logra, porque es Guayasamín: le dan una comida maravillosa, y cuando están después de los postres fumando un habano cubano, tomando el mejor whisky del mundo, le pregunta a este viejito de 95 años, que domina el país, por qué le compró ese cuadro. ‘Hijo, yo pienso lo mismo que usted: así hay que tratar a estos hijos de puta’, le respondió. Es el máximo cuestionamiento que se puede hacer de la pintura social, y yo estoy de acuerdo. ¿Quiénes les compran los cuadros a los pintores, y más cuando somos muy conocidos? Aquellos que poseen el dinero. Toda la pintura pietista del mundo adorna lugares enormes, muy bien iluminados, con muebles carísimos. Esa es la realidad”.
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