Domingo, 2 de enero de 2011 | Hoy
¿Quién hubiera dicho que Keith Richards se acordaba de todo? Ni siquiera él. Pero cuando el periodista James Fox lo entrevistó para ayudarlo a poner por escrito sus memorias, el resultado fue sorprendente: desde su infancia de posguerra y los primeros shows por cerveza, hasta la caída del árbol y el fantasma del retiro, pasando por los años de gira y desayunos de heroína, Life evoca con detalles inesperados una vida como pocas en este siglo. Mientras se espera una edición en castellano, Radar traduce como regalo de Año Nuevo algunos de sus mejores pasajes.
Por Mariana Enriquez
A los 67 años, Keith Richards deja en Vida más que una autobiografía: deja un testamento. No es estrictamente un set the record straight, no parece tener demasiadas intenciones de dar su versión de los hechos. Incluso es escueto sobre los eventos más conocidos de la mitología stone, desde Altamont hasta la muerte de Brian Jones. Quiere contar lo que fue importante: su infancia entre las ruinas de la posguerra, sus años como chico de coro y boy scout –en los que fue feliz–, la estrecha relación con sus padres, la vida en un deprimente suburbio londinense. Se ha dicho que Life es especialmente magnífica cuando Richards habla de música y es cierto: cuando explica la afinación abierta o cómo grababa en casetes o su relación con Johnnie Johnson, el pianista de Chuck Berry, es deslumbrante y es la memoria de una época que ha quedado irremediablemente atrás. Pero Life es también fascinante por lo que no dice: las referencias a Jagger, de las que tanto se ha hablado (sí, en chiste los Stones le dicen Brenda y Su Majestad), son breves comparadas con el tiempo que les dedica a sus parejas con Anita Pallenberg y con Patti Hansen, o a Freddie Sessler (dealer de cocaína farmacéutica y amigo que acaba de morir), o a sus aventuras con el salvaje saxofonista Bobby Keys. Sus propias canciones ocupan muchas menos líneas que las dedicadas a Jimmy Reed o Scotty Moore, el guitarrista de Elvis Presley, su principal influencia. James Fox entrevistó a Richards y a sus amigos y familia durante cinco años para este libro: ambos se conocen desde 1973. Quizá por eso puede hacer que las páginas parezcan una larga conversación, divertida y triste y asombrosa; lo conoce bien, conoce su voz. Y no hay nada de autocompasión en el libro. Es la vida de un hombre feliz que solamente se queja porque en los años ‘70 la policía lo persiguió mucho, y tiene razón después de todo. James Fox asegura que, cuando terminó el libro, se lo leyó a Richards en voz alta, y él decidió qué cortar, qué dejar, qué enfatizar. Y probablemente le dio ese tono amigable, seco, humilde: eligió cómo quiere quedar en la Historia. Y este hombre que habla parece amar la música y la vida, parece un gran tipo. No parece un pirata desquiciado ni un drogón quemado ni un bravucón: parece lo que seguramente es, un caballero.
Salvo cuando se le vuelan las chapas y se acuerda de las maldades que le hizo Mick y dice sí, bueno, yo me acosté con su novia y me dijo que la tiene chiquita. Tomá.
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