Sábado, 31 de diciembre de 2011 | Hoy
Cuenta la leyenda que el mismísimo Hergé en su lecho de muerte bendijo el nombre de Spielberg como único director capaz de adaptar a su héroe. El mismo Spielberg reconoció en ese personaje a un “Indiana Jones para chicos”. Y después de 30 años de buscar guiones a la altura del proyecto, el momento no sólo llega sino que lo hace con un socio más joven pero igual de enorme: Peter Jackson, que pone al servicio del proyecto la tecnología que se fue perfeccionando con El Señor de los Anillos, King Kong y Avatar. Si todo va bien, Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio será la primera de una trilogía en la que Jackson y Spielberg alternarán los lugares de productor y director. Pero, ¿todo va bien? Los puristas están indignados por el efecto digital y los historicistas señalan el colaboracionismo de Hergé que trasluce el vacío histórico de la adaptación. Por eso, antes del estreno, una guía de argumentos a favor y en contra y una radiografía de su héroe a cargo de Jon Lee Anderson.
Por Mariano Kairuz
Cuando casi cinco años atrás se anunció públicamente la producción de la película de Tintín que, ahora, finalmente, recorre los cines europeos desde hace un par de meses, se estrenó en los norteamericanos la semana pasada y llega a los argentinos el jueves que viene, fue, en principio, y a pesar de todos los resquemores que acompañan cada nueva adaptación de una historieta famosa a la pantalla (¿vieron Asterix? ¡Por Tutatis!), una buena noticia. Con Tintín, era de esperarse, Spielberg regresaría –tras cuarenta años de una carrera compuesta de algunas grandes obras y más de un traspié insondable, de nazis y dinosaurios, extraterrestres y traficantes de esclavos– al terreno de las que siguen siendo sus mejores películas, sus más divertidos e inobjetables entretenimientos: las aventuras de Indiana Jones.
La noticia no tan buena es que decidió filmarla en el sistema de motion-capture (el mismo que dio vida al Gollum de El Señor de los Anillos y a los bicharracos azules de Avatar), lo cual la convierte, esencialmente, en un dibujo animado. Uno muy sofisticado, detallado (esto es, lleno de texturas y pelitos y matices de colores y luces y sombras), estilizado e hiperrealista, lo que presuntamente le permitiría canalizar algunos de los rasgos de las caricaturas de Hergé, de su rico mundo visual, al cine. Pero ese es un tema –el de esas marionetas a veces tétricas que da la “captura de movimiento”– para ver después.
La historia oficial de la película rastrea la relación de Spielberg con el personaje de Hergé hasta treinta años atrás. Detalle más o menos, la leyenda esta vez es mucho más consistente que cuando el director de ET se convertía con Inteligencia artificial en el presunto heredero de Kubrick, un cineasta del que lo separaba, estilística, narrativamente, un abismo. En esta ocasión la historia se remonta, con sensatez y pruebas materiales, a 1981, cuando Los cazadores del arca perdida era un éxito en los cines del mundo. Spielberg jamás había leído Tintín hasta entonces, lo cual es comprensible, dado que la creación de Hergé no es tan conocida en Estados Unidos como lo es desde hace décadas en Europa y en Latinoamérica. Pero cuando las reseñas francesas de la primera película del arqueólogo interpretado por Harrison Ford insistieron en comparar sus aventuras con las del periodista belga del jopo, el director se consiguió un par de historietas, y comprobó, sin saber leer francés, las más que evidentes afinidades. Y quedó obsesionado por lo que luego definiría como un “Indiana Jones para chicos”: “Las viñetas de Hergé eran tan visuales que sus aventuras se leían, disfrutaban y hasta emocionaban sin necesidad de leer los textos”, dijo, sentenciando de paso, a la Hitchcock –que decía que el libro en el que basó Los 39 escalones era perfecto para el cine porque el guión ya estaba ahí– que había sólo un paso de la historieta a la pantalla, porque el dibujo original contenía ya el storyboard en su movimiento y fluidez. “Tintín es, además, un reportero y se supone que un periodista no se pone en estas situaciones en las que él se convierte en la historia”, se entusiasmó Spielberg. “En cierto sentido, es como cuando Indiana parte en busca de algún tipo de antigüedad y queda atrapado en la leyenda convirtiéndose en parte de la misma.” Para 1982, el director de 34 años ya había comprado los derechos para la adaptación, y le encargó a Melisa Mathisson, la guionista de ET, que escribiera un primer guión posible, en el que el protagonista luchara contra traficantes de marfil en Africa. La idea era, por supuesto, filmarla con actores, con Jack Nicholson en el papel del capitán Haddock. Pero al no dar con un argumento que lo convenciera, el proyecto se fue postergando, y el cineasta se embarcó en el rodaje de Indiana Jones y el templo de la perdición. En 1983, mientras filmaba en Londres con Harrison Ford, intentó concertar un encuentro con Hergé, pero el historietista, que llevaba unos años enfermo, murió el mismo mes en que se suponía que lo concretarían.
Pero la leyenda se completa con la bendición del autor de Tintín: según sus biógrafos, Hergé se había hecho fanático de Los cazadores del arca perdida, y llegó a decir (en su lecho de muerte, agregan algunos perversos) que “si había alguien que podía hacerle justicia a Tintín en el cine, es este joven director”.
Más tarde, como ya habían intentado hacerlo antes varios productores europeos (sugiriendo nombres como los de Philippe de Brocca y el más improbable de Alain Resnais), otros realizadores tratarían de retomar el proyecto, como Roman Polanski y Claude Berri, y la Warner trató de gestionar los derechos, pero no consiguieron que la Hergé Foundation les confiara su propiedad más importante.
Fundido a veinte años más tarde. Spielberg se peina el jopo y resucita su idea de filmar Tintín, para lo cual vuelve a comprar la opción para una adaptación, mientras todavía busca un guión adecuado para una cuarta Indiana Jones. Su idea sigue siendo filmar una película de “acción viva”, pero con uno de sus personajes clave generado por animación digital: Milú, el foxterrier blanco, pensante y casi parlante del héroe. Por eso se pone en contacto con Peter Jackson: quiere encargarle el trabajito animado a su compañía de efectos Weta Digital, los creadores del Gollum y ese King Kong que se enamoraba creíblemente de Naomi Watts.
Entonces el director de El Señor de los Anillos le hace una contrapropuesta: hacer toda la película en ese sistema que es a la vez una maravilla y una maldición, la captura de movimiento, que permite crear un personaje fotorrealista capturando la actuación gestual y motriz de un actor a través de un montón de electrodos que transmiten la información al entorno virtual creado para la película. Es decir, que permite ampliar las posibilidades de ambientación y movimiento de la cámara hasta el infinito. Mientras el sistema daba sus primeros pasos, engendró deformidades como al Tom Hanks (in) animado de El expreso polar, de Robert Zemeckis; y luego alcanzó su pico con Avatar. Spielberg aceptó y Jackson se convirtió en su socio, en una alianza por la que, si todo salía bien, producirían no una sino tres películas basadas en Tintín; en la segunda, Jackson y Spielberg invertirán sus roles de productor y director. El otro aporte de Jackson fue proponer a Jamie Bell (el chico de Billy Elliott, que trabajó para él en King Kong) para interpretar al protagonista, mientras que Andy Serkis (el hombre sin rostro de las superproducciones de efectos multmillonarios: el tipo que hizo del Gollum y de King Kong para Jackson y este año interpretó a César en El planeta de los simios (R)Evolución) encarna al inefable borracho, el capitán Haddok, y Daniel “007” Craig hace el villano de esta historia, Sakharine. Todos, por así decirlo, enterrados debajo de capas de píxeles.
Para los más cínicos y desconfiados, el estreno de Las aventuras de Tintín constituye una paradoja y hasta una aberración: la consagración definitiva en el cine del personaje más famoso de un historietista largamente acusado de colaboracionista por su trabajo durante la Segunda Guerra, llega de la mano del director de La lista de Schindler.
Pero, bueno: el “problema” de Hergé (Georges Remi, 1907-1983) es archiconocido y si no superado, ya fue más o menos explicado a los fans desairados y puesto en contexto. El ex boy scout belga creó su personaje más famoso para el suplemento infantil que él mismo editaba, dentro del diario católico Le XXe Siècle, que dirigía el reverendo Norbert Wallez, un hombre de conocidas simpatías nacionalsocialistas. Wallez fue, según confesaría años más tarde Hergé, responsable de que el historietista profundizara la rígida línea moral que había adquirido en las filas de los niños exploradores, y fue quien le encargó la creación de este “periodista católico” que recorrería el mundo “arreglando todo aquello que está mal”. De ahí la primera aventura, publicada en 1929 –cuando Hergé tenía tan sólo 22 años– bajo el título de Tintín en el país de los soviets, una obra de un antibolchevismo flagrante, en la que el valiente periodista pelirrojo al que nunca vemos escribir ni una línea es testigo en una Moscú derruida de las colas de desahuciados que recibían la limosna oficial siempre y cuando se declararan comunistas, y una patada en el culo en caso contrario. La segunda historia sería incluso más polémica con el correr de los años: en Tintín en el Congo –destino que Hergé asumió para su protagonista por encargo de su jefe: una visita a “esa colonia, que tanto nos necesita”–, los congoleños son infantiles, ignorantes y vagos, y los misioneros están allí para “quitar la maleza” y civilizar a los nativos, que hacen cosas tales como coronar a Milú jefe de su aldea, los muy analfabetos. “A la hora de retratar el Congo, así como con los soviets, me había nutrido de los prejuicios de la sociedad burguesa en la que me movía. Era 1930, y sólo sabía sobre estos países lo que la gente decía en su momento: que los africanos son unos niños enormes, y que era una suerte para ellos que estuviéramos allí. Así que los describí de acuerdo a ese criterio, el espíritu paternalista que había en Bélgica”, se excusó en los ‘70. Pero lo que más pesaría en las críticas sobre su obra fue la continuidad de Tintín durante la guerra. Cuando los alemanes ocuparon Bélgica y cerraron Le XXme Siècle, el dibujante aceptó un ofrecimiento más bien comprometedor: llevar su personaje al Le Soir, el diario belga de mayor circulación, que trataba con simpatía a los ocupantes, celebrando las “hazañas” y victorias del Eje en sus primeras planas. Años más tarde, Hergé trataría de exonerarse diciendo que él sencillamente aceptó el trabajo porque lo necesitaba, y que si siguió trabajando fue lo mismo que hicieron los panaderos y los ferroviarios; también argumentó que no conocía a ningún alemán, que los ocupantes no le simpatizaban, pero creyó que todo terminaría pronto y que, después de todo, él, como tanta gente, no supo de las atrocidades que cometieron los nazis hasta después de que hubiera terminado todo. Lo cierto es que no bien terminó la guerra sus viejos amigos le dieron la espalda, fue arrestado varias veces (y liberado de inmediato) y recién volvió a publicar a Tintín en 1946, cuando lo convocó el editor Raymond Leblanc, que al haber sido un héroe de la Resistencia lo avalaba frente a las denuncias de colaboracionismo.
Las acusaciones de antisemitismo (así como las de colonialismo y racismo que cayeron no sin razón sobre su personaje) pesaron sobre Hergé durante casi todo el resto de su vida, y vuelven a reeditarse cada tanto, como ocurrió hace poco con el estreno de la película, a pesar de que ésta no contiene ninguno de los elementos más polémicos de la historieta. Irritado, el propio Peter Jackson le dijo a Le Figaro que esas acusaciones son “nada más que cosas que se publican para vender diarios”, argumentando que “es muy fácil atacar a alguien que ya no puede defenderse, igual que juzgar los años de la guerra desde nuestro cómoda y privilegiada posición actual”.
No deja de ser elocuente, de todos modos, que las tres historias en las que se basa la película de Spielberg y Jackson –que lleva por subtítulo El secreto del Unicornio– pertenezcan a los años de la Segunda Guerra, ya que fue justamente en ese período que Hergé conscientemente decidió evitar temas directamente políticos o potencialmente controvertidos, advertido al menos de algunos de los peligros que entrañaba para él vivir bajo el régimen germano. Hasta entonces, con su crítica anticomunista en El país de los soviets, y subtramas como la de La oreja rota (de 1936, en la que hombres de negocios conspiran para provocar una guerra por los pozos petroleros de un ficticio país latinoamericano) o historias como las de El loto azul (1936, inspirada en el episodio que desató la guerra chino-japonesa) o El cetro de Ottokar (1939, en la que un dictador llamado Müsstler –contracción de Hitler y Mussolini– invade el pueblo de Syldavia), Hergé había creado aventuras que siempre reflejaban de un modo u otro los terremotos políticos de su época. En cambio, en las tres historias elegidas por Spielberg y Jackson, El cangrejo de las pinzas de oro (1941, en la que conoce al capitán Haddok, a partir de entonces figura central y auténtico espíritu de la historieta), El secreto del Unicornio (1943, en la que se da a conocer la historia de un tesoro escondido por el ancestro pirata de Haddock) y El tesoro de Rackham el Rojo (1943, que concluye el libro anterior), todos los elementos directamente políticos desaparecen, y cuando Tintín pasa mucho tiempo en Europa, como han señalado sus críticos, no se ve a un solo uniformado en sus calles. Casi como si las historias, que siempre parecían ser más o menos contemporáneas a su publicación, hubieran decidido ignorar la guerra. El Tintín de Spielberg transcurre, ha dicho el director “en un mundo sin celulares, ni autos modernos ni televisores: tan sólo una Europa intemporal”, lo que no dejará de ser una decepción para muchos de sus fanáticos, que ya saben que no por tratarse de un cine en el que lo que prevalece es la aventura, debe borrarse necesariamente el contexto político. Por el contrario, la aventura puede proveer emociones mucho más intensas si su ambientación proyecta algún nexo con la realidad histórica; después de todo, Indiana Jones no sólo combatió a los nazis, sino que hasta tuvo un encuentro cara a cara con el mismísimo Führer, en uno de los puntos más altos y divertidos de su saga.
Hechas todas las advertencias, hay que decir que Las aventuras de Tintín, además de arrancar con una secuencia de créditos estilizadamente retro, semejante a la de Atrápame si puedes (y que como aquélla recuerda a Saul Bass) y poblada de referencias a otros libros del personaje no incluidos en esta adaptación, está llena de momentos visualmente inspirados y tiene al menos dos o tres secuencias de acción impresionantes: una de ellas es la del hidroavión con la que los protagonistas se estrellan en el desierto del Sahara, otra es una lucha entre dos grúas gigantes que funciona por momentos casi como una idea para Transformers trasplantada a los años ‘40; y, por supuesto, una larga persecución cerca del final. Su estructura vertiginosa y su ritmo imparable llevan sin embargo a hacerse la misma pregunta del principio: ¿cuánto mejor y más emocionante hubiera sido todo esto narrado en “acción viva”, con actores y elementos y sets materiales, como las Indiana Jones? El argumento de Spielberg y Jackson es que escenas tales como esas persecuciones interminables, filmada en plano secuencia, es decir, sin corte, hubieran sido imposibles de hacer sin algún tipo de intervención digital. E insisten en que este mundo intermedio entre la realidad material y el dibujo animado es el único que permitía preservar el arte gráfico de Hergé. Las críticas no se hicieron esperar.
Es cierto que algunos críticos celebraron el espíritu de aventura clásica que en definitiva –y aunque a través de una tecnología de vanguardia– Spielberg le imprimió a su Tintín: “Todo lo que ya había hecho en sus películas con rocas rodantes y locomotoras en fuga, acá lo hace mejor y más grande, multiplicándolo por diez, en cada plano. Al final de las dos horas, me dolía la mandíbula de tanto apretarla”, escribió David Edelstein en New York Magazine, y lo acompañaron Roger Ebert en el Chicago Sun, Travers en la Rolling Stone, y publicaciones influyentes como Variety, Time Out y la inglesa Empire. Pero Tintín tiene muchos adeptos en el mundo, y estuvieron también los que sencillamente se ofendieron con la película: ésos le dieron con ganas. Algunos lo hicieron por el lado de la técnica: “Ante un personaje demasiado realista, el cerebro ya no lo lee como una buena animación, sino como algo real que no está del todo bien”, escribe Steve Rose en The Guardian, y a continuación cita a la revista New York: “Tintín se ve simultáneamente demasiado humano y para nada humano, su cara resulta extraña, sus ojos parecen de vidrio y vacíos, en lugar de repletos de vida animada”. Probablemente nadie se indignó como Nicholas Lezard, que, también en The Guardian, escribió: “Al salir del cine me encontré por unos segundos demasiado aturdido y asqueado como para hablar, porque me había visto obligado a ver cómo durante dos horas se perpetraba una violencia literalmente sin sentido contra algo que me es muy querido. De hecho, la sensación de violación fue tan fuerte que me sentí testigo de un ultraje sexual. No uso esta comparación para provocar u ofender innecesariamente, sino en honor a un muy buen chiste hecho en un episodio de South Park, en el que los chicos ven el último film de Indiana Jones y quedan tan traumatizados que van a la estación de policía para intentar que Spielberg y sus colegas sean acusados de un crimen: ‘¡Lo que hicieron al pobre Indy! Lo hicieron gritar como un cerdo’.” Las diatribas de Lezard continúan, para decir, sobre el final, que “la película ha transformado una obra de arte sutil, intrincada y hermosa en un bombardeo típico de los blockbusters modernos, un Tintín para tontos... ¿Un duelo entre dos grúas? Pero haceme el favor”.
Nuevamente en The Guardian, el escritor Tom McCarthy cargó contra la película, pero esta vez centrado en un concepto acerca del comic que para él es muy preciado y que la película, alega, revierte: la idea de “inautenticidad”: “Lo que más me perturba es la violencia perpetrada contra el impulso primordial de la obra de Hergé: el profundo e inquietante poder de los libros de Tintín reside en la manera en que zambullen al lector en un universo artificial, un mundo cuyos barnices son constantemente despintados para revelar su vacío esencial. Este es un contenido inconveniente que Spielberg hace a un lado”, poniendo en su lugar un extenuante discurso sobre ser “fiel a uno mismo”, y escuchar “tu verdad interior”: “líneas como éstas son repetidas de manera maniática, como en un seminario de autoayuda o de autoempoderamiento. Un mensaje idiota de Hollywood que lleva a la historieta en la dirección opuesta: es como hacer una biopic de Nietzsche que lo muestra como un cristiano renacido, o de Gandhi como un Rambo que se abre camino a través del Raj con una ametralladora”.
No es para tanto. El famoso tintinólogo británico Michael Farr, que ha currado lo suyo con extensivos estudios en forma de libro sobre Hergé, Tintín y compañía, avaló la película diciendo que servirá al menos para “acercar más lectores a las historietas, especialmente en Estados Unidos donde hay una tradición historietística distinta”, y advirtió que los puristas “que están enterrados en los libros” la iban a descalificar, pero lo que importa en verdad no es la fidelidad al pie de la letra (y del dibujo) sino cómo la acción mantiene al espectador al borde de la butaca “al igual que los libros te hacen pasar de página sin descanso”. En todo caso, hay en el Tintín de Jackson / Spielberg, nos guste o no, algo del futuro del cine. Y para el que no le guste, ahí van a seguir los libros, tal cual fueron concebidos, ya que no los mataron ninguna de sus anteriores adaptaciones animadas (ninguna muy divertida que digamos) ni las dos producciones belgas con actores de principios de los ‘60, que fueron un éxito moderado pero que hoy son tan malas que lastiman la vista y el cerebro.
Y para aquel que no le guste o no le interese ni una cosa ni la otra, ahí siguen los dvds de Indiana Jones, por ahora no retocados digitalmente ni adaptados al 3D ni ninguno de esos cachivaches innecesarios.
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