Domingo, 19 de febrero de 2012 | Hoy
ENTREVISTAS > EL GRAN BARTOLOMé PALERMO PRESENTA PAN, SU NUEVO DISCO
Santafesino llegado a Buenos Aires a los 15 para tocar, formado en la noche bohemia junto a Alfredo Gobbi, de una delicadeza extrema para los arreglos, conoció a casi todos y tocó con muchos de ellos, pero lejos de la nostalgia, Bartolomé Palermo se junta con los jóvenes en su casa de Flores, sigue tocando con su trío y edita un disco nuevo en el que mezcla temas propios y clásicos, mientras se ríe de ser un sobreviviente del tango dorado.
Por Mariano del Mazo
“Cambiate el apellido, che. Tiene olor a pizzería”, le dijo Alfredo Gobbi. En esos años la palabra de Gobbi era palabra de Dios y Bartolomé dejó de ser Basimiani para comenzar a llevar con altivez el malevísimo Palermo que hoy aparece indisoluble de su nombre de pila. Ser santafesino, guitarrista, tanguero y llamarse Bartolomé Palermo son, si se quiere, rasgos borgeanos. Algo de eso hay: maneja un humor finito, sutil, de voz baja; adora la música sureña y en su altar Edmundo Rivero –el cantor de las milongas de Borges y Piazzolla– es más grande que Carlos Gardel. Sus perfiles legendarios sin embargo nada tienen que ver con los compadritos y su caricatura; la leyenda apunta a su condición de instrumentista soberbio, ahí, muy cerquita de Roberto Grela, y a una circunstancia que tiene que ver con el paso del tiempo y que él caza al vuelo. “Vos me venís a ver porque soy un sobreviviente del tango”, ríe. “No me jodás.”
Siempre se necesita una excusa: acaba de salir Pan, el nuevo disco de Palermo Trío (que completan Adrián Lacruz en guitarra y Felipe Traine en guitarrón), una especie de berretín de Diego Zapico, uno de los capos de Acqua Records. Se trata de un recorrido delicado y romántico por un repertorio de temas propios y clásicos como “Mala junta”, “Aquel tapado de armiño”, “Yuyo verde”, “Naranjo en flor”. Un disco que adhiere a lo más alto de la tradición guitarrística del género, y que hace punta con los arreglos casi orquestales que Bartolomé busca y encuentra con sus cuerdas. “Soy autodidacta, pero los arreglos los hago yo. Quiero que el trío tenga mi personalidad, y mi personalidad es romántica y tiene mucho sabor a tango. ¿La fórmula? Uso variaciones al final, como si fuera una orquesta. Hago síncopa, no toco como solista veinte compases, le pido a Adrián que me responda cuando yo le pregunto algo con el instrumento, toco poco. Fijate el comienzo del arreglo de ‘Naranjo en flor’... Ahí podés escuchar lo que te digo.”
La portada de Pan es la imagen de un trío de figazzitas. La idea del título proviene de una foto interna en la que se lo ve a Palermo subiendo una escalera con una baguette bajo el brazo. “Es una foto del departamento de París donde parábamos en 2005. Con el trío estábamos tocando en un festival de guitarras y compartíamos un ambiente de 18 metros cuadrados, en pleno centro, a una cuadra de Nôtre Dame. Para mí esa foto simboliza el hambre del músico argentino. Me hace acordar a la vez que yo estaba tocando en La Casa del Tango, en un desfile de cuarenta cantores, y mi mujer estaba sentada esperándome. De pronto se le acerca uno de los vocalistas que ya había pasado y, haciéndose el canchero, le pregunta: ‘¿Qué se siente ser la esposa de un genio?’. Mi mujer le echó una mirada y le respondió: ‘Hambre’.”
Nació en Villa Guillermina, Santa Fe, el 24 de agosto de 1936. Quedó prendido al tango por la radio y por las orquestas que pasaban por la ciudad, y quería ser cantor. Pero se encandiló con un personaje al que él define tiernamente como “el borracho del pueblo”. “Se llamaba Ramón Kaufman. Gran fumador, además. Tenía la misma voz que Troilo. Como al Gordo, también le gustaba cantar. Tocaba la viola como los dioses, orejero total. Yo tenía pantalones cortos y me enamoré de su toque. Lo perseguía, hasta lo molestaba. Me enseñó los secretos del tango.”
A los 15 probó suerte en Buenos Aires, y después de un tiempo de sentir la hostilidad de una ciudad que no le daba lugar, trabajó con Ariel Ramírez, conoció a Gobbi y empezó, se puede decir, la vida número dos de su existencia, el renacimiento como Bartolomé Palermo. “Me acuerdo de todo. Hasta de la ropa que tenía puesta el mismo día que llegué: tenía un traje marrón y corbata. Al principio fue durísimo, después lentamente me fui insertando. Aprendí mucho de Gobbi. Escuchame: dejemos a Piazzolla de lado... Gobbi fue lo máximo. Es el más querido y admirado por los colegas, y si bien no fue un músico de lectura o de escritura, tenía una intuición genial. No fue un orquestador como Argentino Galván o Piazzolla o Julián Plaza, pero su marcato... El marcato de Alfredo tenía alguna similitud con el de Pugliese... Yo anduve mucho la noche con él. Nos quedábamos conversando hasta las 10 de la mañana en el Pichín Bar, enfrente de lo que ahora es el complejo La Plaza... Después nos íbamos a su hotel y nos poníamos a tocar. El problema que tienen los jóvenes hoy es ése: que no pudieron conocer aquella noche porteña, fuente de mucho aprendizaje.”
Como ocurre con Leopoldo Federico, Bartolomé Palermo tiene una notable conexión con las nuevas generaciones. Conserva unos diez alumnos y su casa de Flores sur es como un santuario que visitan guitarristas curiosos. “Muchos vienen del rock. Me quieren, los muchachos. Y eso que yo no hago nada, ¡ni un café les pago! Simplemente los trato bien, con respeto. La mayoría viene leyendo música, eso es importante. Yo les digo que hay que tener técnica, que hay que darle pelota a la mano derecha, que hay que tocar tres horas diarias, solos, sin señora ni hijos. Y que no hay que imitar. Muchos imitan a Roberto Grela. Y claro: fue el referente más grande, lo máximo, con un toque muy especial, con púa, una mano derecha prodigiosa y un fraseo extraordinario... Su consagración fue con Troilo. A mí me ofrecieron muchas veces grabar con un bandoneonista, pero me niego. Lamentablemente después de Troilo-Grela no hay nada que hacer.”
La debilidad de Palermo es, ya fue sugerido, el canto. Habla con apasionamiento antiguo de intérpretes varios. “Fuera del tango, Frank Sinatra. No soy muy original. Frank es mi ídolo... me acuerdo de una anécdota. Estaba Tony Bennett aterrado a punto de cantar con Sinatra y Frank lo tranquilizó: ‘Calma, Tony, el día que no tengas miedo, retirate’. Y es así: vos lo ves a Leopoldo Federico, y antes de salir a tocar está como intranquilo. Los nervios y el miedo son señales de grandeza”. Después enumera: “Floreal Ruiz, Roberto Chanel, el Paya Díaz, en general los de Troilo... pero, lejos, don Edmundo Rivero. El cantor total. Su obra en lunfardo no se puede creer... Yo grabé mucho con él, hice todas la guitarras para el sello Cabal en discos como Lunfa reo... esas joyas tituladas “Milonga del consorcio”, “Tardecitas estuleras”, “Por culpa del escolazo”... No figuro en los créditos, ¡pero te juro que fui yo!”
Su voz es dulce, veterana, y sus frases transitan el hilo de la modestia (de la falsa y de la otra). Es demasiado grande y lo sabe. Habla con admiración de otras voces a las que acompañó (“Nelly Omar... ¡qué entonación!, ¡qué temperamento!”), se saca el sombrero por Rudi y Nini Flores (“Rudi debe estar dentro de los mejores cinco guitarristas del mundo. No exagero”) y, ya en el final de la charla, con un agua mineral sin terminar, en la tarde más calurosa del mundo, chicanea: “Rinden los sobrevivientes, ¿no?”.
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