Domingo, 6 de mayo de 2012 | Hoy
Del Gran Chaco a Tierra del Fuego, y de los Andes al Atlántico, durante casi un siglo y medio, el territorio que hoy es la Argentina fue recorrido por fotógrafos al servicio del Estado, de Dios y de su propia búsqueda artística que, cámara en mano, registraron a los habitantes originarios de estas tierras. La mayoría de las veces, con la misma inhumanidad, sadismo o condescendencia con que se los había combatido, sojuzgado, desposeído y –poco después– exterminado. Por eso, esas imágenes dicen mucho más de la mirada con que se forjó la nación argentina que sobre los fotografiados. A partir de la edición del extraordinario Indígenas en la Argentina (El artenauta ediciones) de Mariana Giordano, Marcos Zimmermann –brillante y sensible fotógrafo del país– explora cómo las raíces de esa mirada se remontan a la Conquista de América y presenta cuatro cuentos suyos inéditos sobre cuatro fotos y fotógrafos emblemáticos.
Por Marcos Zimmermann
Estuve frente a ellos más de una vez, escrutando sus gestos a través del visor de mi cámara. Los vi dispuestos, fieros y hasta rendidos, mirándome desde un tiempo anterior a nuestra patria. Muchas veces me asaltó la convicción de que, al fotografiarlos, podía llamar la atención acerca de sus valores o, al menos, dar noticias de su existencia. Otras, sentí que mis fotografías contribuían a su despojo.
–Tenemos que hacer ya las tomas –dije inquieto, en medio de la reunión del consejo de ancianos qom de Laguna Gobernador, mientras miraba ascender desde el horizonte formoseño una inmensa nube amenazante. En poco tiempo, el sol se ocultará –expliqué a aquel grupo de ancianos, apoyándome en mi experiencia como fotógrafo de intemperie.
Enseguida, varios tobas antiguos desfilaban frente a mi cámara. Dos horas más tarde, terminaba de retratarlos. En ese momento, uno de aquellos hombres, llamado Eleodoro Chemic, miró hacia arriba y vio que la nube ocupaba todo el cielo. Pensó un instante, se acercó al sitio donde se hallaban Leonor y Ana, las antropólogas a quienes yo acompañaba en su trabajo sobre la comunidad de San Francisco de Laishí, y les susurró serio al oído:
–Ese hombre tiene condiciones de chamán... Puede predecir el tiempo.
Creencias mágicas semejantes poblaban la cosmogonía de los primitivos habitantes de nuestra tierra en el momento del descubrimiento de América. Pero el imaginario español también estaba poblado de fantasmas. Sólo que, en el mundo “civilizado”, ese imaginario tenía las formas más refinadas de las fantasmales gárgolas de la iglesia de Santa María de Burgos, del alucinado pincel de Fernando Gallego en su “Martirio de Santa Catalina”, o del monstruoso endriago que enfrentaba al piadoso Amadís de Gaula en aquella novela de caballerías del siglo XV.
Fue, justamente, la enorme presencia de lo ilusorio en el Medioevo aquello que agregó a la conquista española de América un rasgo particular: su dimensión onírica. En aquella época, la tierra nueva representaba para España mucho más que un nuevo, vasto y codiciado territorio: aquí se hallaba el material que proveía forma real a los sueños. En el Nuevo Mundo era posible encontrar nombres propios para lo maravilloso. La naturaleza y los seres que lo habitaban parecían confirmar las fantasías más afiebradas de ese tiempo. Y la magia encontraba aquí formas palpables porque, en América, la imaginación se hacía visible.
El indio sudamericano no escapó a todo aquello. Su imagen, manipulada por esa mirada europea, nutrió desde el inicio de la Conquista el amplio repertorio de la iconogafía del salvaje y sirvió para apoyar las teorías más abyectas que bregaban por su exterminio en aras de la civilización. Como ejemplo de este pensamiento, basta un párrafo del texto con que el fraile Tomás Ortiz, comisario de los tribunales de Inquisición en la Audiencia de Santo Domingo, aconseja en 1525 la servidumbre de los aborígenes de América: “Los hombres de tierra firme de Indias comen carne humana y son sodométicos más que generación alguna. Son como asnos, abobados, alocados, insensatos, inconstantes; no saben qué cosa sea consejo; son ingratísimos; précianse de borrachos y tienen vinos de diversas yerbas, frutas, raíces y granos; emborráchanse también con humo y con ciertas yerbas que los sacan de seso; son bestiales en los vicios; son traidores, crueles y vengativos, que nunca perdonan; inimícimos de religión, haraganes, ladrones, mentirosos y de juicios bajos y apocados; son hechiceros, agoreros, nigrománticos; son cobardes como liebres, sucios como puercos; comen piojos, arañas y gusanos crudos donde quiera que los hallen; cuanto más crecen se hacen peores; hasta diez o doce años parece que han de salir con alguna crianza o virtud, de allí adelante se tornan como brutos animales; en fin, digo que nunca crió Dios tan cocida gente en vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad o policía”.
Todavía hoy, los pueblos originarios de América se encuentran atrapados en una imagen arquetípica fundada en premisas de ese tipo. Sería estúpido negar que los gestos más bárbaros de su avasallamiento se modificaron. Es obvio que ya no existen empresarios como Maurice Maître, que capturó a una familia entera de onas, los montó a la fuerza en un barco y se los llevó a Europa para exhibirlos en la Exposición Universal de 1889 de París adentro de una jaula sobre la cual pendía un cartel que decía “Caníbales”. Pero la imagen de los aborígenes, al decir de Ticio Escobar “inacautada” por la civilización, sigue fluctuando entre una mirada que los omite por simple ausencia, o que los incluye recién después de haber licuado su diversidad en una cultura ajena.
Claro, esto podría modificarse. Aunque para hacerlo, habría que revertir antes algunos gestos de los últimos quinientos años: resucitar, por ejemplo a Sayhueque, muerto del corazón durante su último Nguillatún en Chubut, poco después de haber soportado ser vestido de compadrito en Buenos Aires para que lo fotografiaran durante los Carnavales; disculparnos con Inacayal por el envenenamiento de toda su familia en el sótano del Museo de Ciencias Naturales de La Plata; pedir perdón a todo el pueblo quilmes mediante una procesión inmensa de argentinos que uniera justamente Quilmes con Colalao del Valle, en Tucumán (un trayecto de 1200 kilómetros, inverso al que esa nación fue obligada a realizar a pie en el siglo XVII); restituirle Formosa a los pilagá, Chaco y Formosa a los tobas, Misiones a los mbya-guaraníes, Jujuy a los coyas, Salta a los wichí, Santa Fe a los mocivíes, Santiago del Estero a los diaguitas, Córdoba a los comechingones, La Pampa a los ranqueles, la Patagonia a los tehuelches y Tierra del Fuego a los onas, a los yaganes y a los alacaluf, en partes iguales... claro está, después de conseguir traer a la vida a algún representante de esos pueblos exterminados ya hace años.
Pero, también, habría que volver a fotografiar toda esta barbarie para reconstruir una iconografía argentina más verdadera y más erizada en imagen. Un catálogo que seguramente ordenaríamos entre todos en la pequeña isla de Martín García, en la cual tendríamos que apretujarnos los casi cuarenta millones de argentinos restantes que hablamos esta lengua bárbara llamada español en la inmensa patria de los dueños originales de esta tierra que pisamos... En fin, habría que realizar innumerables gestos improbables.
Propongo otra idea para los próximos quinientos años: ¡Démosles cámaras de fotos a los indios! Quizá sean ellos más capaces de fotografiar nuestra barbarie. Al fin y al cabo, como dijo Marco Polo en su lecho de muerte cuando su familia le preguntó si había mentido en su fabuloso Libro de las Maravillas: “Sólo he contado la mitad de lo que vi”.
El extraordinario libro de la doctora en Historia Mariana Giordano es el primero dedicado al conjunto de los pueblos aborígenes del territorio argentino, desde las primeras fotos hasta las más recientes. Además de su ensayo sobre “El colonialismo de la imagen”, incluye también otro de Diana Lenton sobre la relación del Estado argentino con los pueblos originarios y una introducción de Luis Príamo, el libro editado por Marcelo Kohan por El artenauta ediciones incluye epígrafes en cada foto, que desmenuzan los problemas, las historias y las anécdotas que encierra cada una.
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