Domingo, 20 de enero de 2013 | Hoy
Parece imposible escapar al efecto que produce cada película de Tarantino: con su estreno, se abre todo un género que se revisita, pasado por esa mirada cada vez más estética y a la vez descarnada, llena de guiños nerd, de capas y capas de referencias, de ideas que empujan la trama justo hasta el borde de lo tolerable por la industria. Después de esa fantasía vengativa contra Hitler que fue Bastardos sin gloria, cuando no parecía posible una idea más intrépida, Django sin cadenas llega como una radiografía sangrienta, cruel, despiadada del salvaje Oeste en tiempos de la esclavitud. Pocas veces se arriesgó tanto como cineasta. Los críticos no sólo lo alaban sino que lo defienden. Spike Lee lo repudia. Y –en medio de matanzas en las escuelas y disputas por la tenencia de armas– él ya reacciona cansado de explicarse cada vez que le preguntan por la violencia en el mundo real y su relación con el cine: sólo quiere que su país enfrente su pasado.
Por Mariano Kairuz
Lo cuenta Quentin Tarantino y ya forma parte de la inagotable trivia de su filmografía: durante un tiempo pensó en Leonardo DiCaprio para hacer de Hans Landa, el temible coronel nazi, el impiadoso “cazador de judíos” de su penúltima película, Bastardos sin gloria, su desmesurada revenge fantasy, su “fantasía de venganza”. Pero fue una suerte que aquella idea de casting no prosperara, ya que eso le valió una gran incorporación al cine de Hollywood: el extraordinario Christoph Waltz. El tipo, vienés de larga trayectoria pero casi un desconocido fuera de Europa hasta entonces, le devolvió toda su tremebundez a la representación del Mal, haciendo de su personaje no un vulgar y banal antisemita sino un sujeto de fuerte idiosincrasia y monstruosas convicciones, cuya dicción y pausado, sinuoso ritmo vocal le calzaron a la perfección a ese conocido gusto de Tarantino por darles a sus personajes monólogos largos y elaborados.
En Django sin cadenas, su nueva revenge fantasy –esta vez la que emprende de un ex esclavo negro sobre el amo blanco–, Tarantino convoca finalmente a DiCaprio y mueve sus piezas de manera sugestiva: si Landa era un monstruo caricaturesco por el que uno no podía dejar de sentir cierta incómoda simpatía, DiCaprio tiene la oportunidad de interpretar a un villano aún más desagradable, y le reserva a Waltz el personaje más reflexivamente “humanitario” de la película: un cazador de recompensas alemán que puede ser todo un progre en el contexto del sur norteamericano en pleno siglo XIX. La ironía está a la vista, el comentario de Tarantino es descarnado e inequívoco. En una de las escenas de mayor crueldad de la película, en la que el aristocrático amo blanco echa a sus perros salvajes sobre un esclavo fugado y recapturado, físicamente exhausto y acorralado, el alemán no puede disimular su impresión, mientras que Django lo observa todo, imperturbable. “Yo estoy más acostumbrado que él –explica Django por su amigo alemán– a los norteamericanos.” Y está todo dicho: puestas una atrás de la otra, con sus últimas dos películas Tarantino nos dice que la esclavitud en el Sur de su país fue tan terrible como la Alemania nazi.
Y de eso se trata Django Unchained: de la violencia y la sangre en la historia norteamericana. A pesar de que está filtrada por sus infinitas citas y reapropiaciones del western spaghetti (empezando por el Django original de Sergio Corbucci, cameo de Franco Nero incluido), es probable que esta película se vincule de manera mucho más directa con la Historia que Bastardos sin gloria. Las películas de Tarantino siempre son películas cinéfilas, y su fantasía contrafáctica de “matemos-a-Hitler” parecía estar menos interesada en la Segunda Guerra y el Holocausto que en Los doce del patíbulo y sus mil imitaciones. Pero ahora, por más que despliegue una puesta en escena repleta de artificios (flashbacks y zooms setentosos, una banda sonora que va de Ennio Morricone al hip-hop pasando por el emocionante tema de Django, de Luis Bacalov) y chistes de diverso tenor (varios buenos, al menos uno extraordinario), traza una clara división por un lado entre su ficción y sus ganas de divertirse, y por otro, la brutal parte del pasado estadounidense que el cine, la televisión, y en general la cultura popular de su país nunca terminaron de asumir.
El argumento propone un recorrido largo, pero sencillo. Waltz interpreta a King Schultz; así se llama el cazarrecompensas que recorre el sur de los Estados Unidos previo a la Guerra Civil, cazando para el Estado personajes de prontuarios en general funestos, y su modus operandi favorito consiste en entregar a sus presas con el pijama de madera ya puesto. Schulz es un sujeto cultivado y de cierta sensibilidad que aborrece la esclavitud, que no cree en razas superiores e inferiores y en el sometimiento de unos por otros, casi un hombre del futuro en territorio salvaje. En los primeros minutos de la película presenciamos su encuentro con Django (Jamie Foxx), sexto de una fila de siete esclavos que son obligados a atravesar a pie, encadenados, territorios inhóspitos del desierto y el bosque texanos hasta su nuevo destino. En esta bizarra escena ambientada en plena noche, Schultz “compra” a Django, declarando que si bien odia la esclavitud, va a servirse de ella, porque así lo necesita para completar una misión. Pronto el alemán le propone al esclavo liberado, que prueba conocer el territorio y ser un excelente tirador, una sociedad de dos, un equipo como cazadorrecompensas. Al cabo del invierno y finalizados unos cuantos encargos, Schultz le promete al ex esclavo que lo ayudará a concretar su propia, personal misión: la de encontrar y liberar a su esposa, también esclava de una de las grandes plantaciones del Mississippi. Lo hará como reconocimiento por sus servicios, también motivado por sus impulsos humanitarios, y por una improbable conexión con sus raíces y su educación: la mujer se llama
Broomhilda von Shaft. Como Brunilda, la valquiria de uno de los grandes mitos tradicionales de la cultura germana. Y como Shaft, John Shaft, el héroe del blaxploitation de los ’70. Un detalle que ya es parte del folklore nerd que integra toda película de Tarantino, y que tiende otra línea hacia esa zona de su cine que lo ha convertido desde Pulp Fiction y Jackie Brown en el cineasta blanco más negro de Hollywood. Una aspiración, en todo caso, que suele levantar polémica. Spike Lee ya dijo que no vería Django sin cadenas: “La tragedia de mis ancestros no es un western spaghetti dirigido por Leone”, mandó en menos de 140 furibundos caracteres.
Y sí, la verdad es que Django sin cadenas no se priva de hacer ninguno de los guiños cinéfilos a los que es tan afecto su autor, así como tampoco de convertirse por momentos en una caricatura que podría estar protagonizada por Will Ferrell. El recorrido de los protagonistas los lleva en la primera de sus grandes escalas sureñas hasta la mansión de Spencer “Big Daddy” Bennett (Don Johnson, tan solo uno y acaso el más reconocible de los muchos secundarios y olvidados recuperados, entre un fugacísimo Bruce Dern y tipos como Tom Wopat, más conocido como el Duke de Hazzard morocho, o Lee Horsley, de la no tan legendaria serie de los ’80 Matt Houston). Allí tiene lugar una escena que parodia a los proto Ku Klux Klan que lidera Bennett, retratándolos como si fueran poco más que una pandilla de ridículos y subnormales con ideas potencialmente peligrosas. Pero las cosas empiezan a ponerse más serias una vez llegados a destino, a Candyland, la mansión que preside la enorme plantación del caballeroso, aristocrático y aniñado heredero Calvin Candie, DiCaprio. En Candyland aparece retratada una suerte de sistema de castas entre esclavos. Están los que trabajan en el campo, y están las muy bonitas comfort girls, dispuestas para servicios sexuales del amo y sus invitados. Y están los luchadores de Mandingo, una práctica que al parecer no está suficientemente documentada por estudios históricos, pero que Tarantino presume verdadera cuando menos en espíritu, aunque lo cierto es que la toma de un polémico film de los ’70, Mandingo, de Richard Fleischer. Los “Mandingo fighters” son los esclavos puestos a pelear a muerte como gladiadores para diversión de sus amos, que alientan y apuestan por dinero. Candie es, según lo define Tarantino, el hijo del hijo de un verdadero cotton man, de un barón algodonero, convertido en un “niño emperador”, “un Calígula, un Luis XIV, un rico decadente” que de puro aburrimiento impone a sus súbditos esta suerte de riña de perros, mientras el manejo de la casa y el campo queda en manos de Stephen, el odioso Tío Tom de la película, el esclavo esclavista. Interpretado por un avejentado Samuel Jackson –probablemente el rostro más estable del reparto Tarantino–, Stephen es un personaje enredado en una “perversa relación de codependencia con su amo”, el esclavo “institucionalizado”, que mira con desprecio a los otros afroamericanos que se desloman al servicio de Candyland, y no tolera la visión del negro “libre” que llega hasta la casa –escándalo– montando su propio caballo. Stephen es uno de los personajes más complejos de la película, en tanto nunca conocemos sus motivos; aplica con sadismo su poder sobre los otros esclavos y conspira con su amo para volverlo más cruel. Jackson lo compone con el toque de un leve tembleque parkinsoniano que lejos de inspirar compasión parece tornarlo más jodido. “Siempre es liberador ser diabólicamente malo, porque uno consigue elaborar en un personaje de ficción todo aquello que no puede elaborar en su vida real”, dijo Jackson, mientras que en la New York Magazine el crítico David Edelstein se pregunta si “ha habido en el cine otro afroamericano tan premeditadamente destructivo para con su propio pueblo”. Sin embargo, el discurso más malignamente irresistible de la película sale de la boca del Calvin Candie de DiCaprio, en un monólogo salvaje que encarna la fantasía vengadora de Tarantino, su conciencia violenta e iracundamente justiciera. Apoyando sobre la mesa la calavera de un viejo sirviente de la familia, Candie se pregunta –con tal convicción que consigue que nosotros nos lo preguntemos con él– cómo es que todos esos negros que atendieron a su padre y a su abuelo no pensaron en rebelarse contra sus amos. ¿Por qué sencillamente no los mataron? Habría sido tan fácil, para el hombre que durante años afeitó a su padre pasando una navaja sobre su cogote. ¡Eso es, se calienta Candie, lo que él habría hecho! ¿Por qué no sencillamente liquidarlos a todos? ¿Por qué no matar a Hitler?
Fue en una entrevista de la revista Vibe que Spike Lee anunció primero que no vería la película: “Todo lo que voy a decir es que es una falta de respeto a mis ancestros”. La esclavitud norteamericana, agregó, fue el mismísimo Holocausto: “Mis ancestros son esclavos robados de Africa. Yo voy a honrarlos”. El periodista del Los Angeles Times Erin Aubry Kaplan escribió que la esclavitud “es una institución cuyos horrores no hace falta exagerar, pero Django sin cadenas hace exactamente eso, ya sea para iluminar o para entretener. Un director blanco soltando a la ligera esa palabra con N (nigger: el uso más despectivo de “negro”) en un homenaje al blaxploitation de los ’70 como Jackie Brown es una cosa, pero el mismo director convirtiendo las salvajadas de la esclavitud en pulp fiction es otra”. Fue apenas el comienzo de una controversia inevitable y acaso esperada: los vigilantes de la corrección política se tomaron el trabajo de numerar las veces que aparece la palabra nigger en Django Unchained, y la cuenta les dio más de 110. La defensa de Tarantino –y la de varios periodistas– fue por el lado del verosímil histórico: el relato transcurre en 1858 en el sur esclavista, el antebellum South, es decir, de antes de la guerra civil, y así es como se denominaba comúnmente a los afroamericanos. En el uso de la expresión nigger está implicada de manera directa una relación de propiedad. “Si vas a llevar a un espectador del siglo XXI a una película sobre la esclavitud, vas a hacerlo ver y escuchar algunas cosas feas. Es parte del trabajo lidiar con la verdadera historia, con este ambiente y esta tierra”, fue la respuesta de Tarantino a Lee.
Y ésa fue solo una arista de la polémica: como en casi todos sus estrenos, a Tarantino se lo acusó de “glorificar” la violencia, de hacer un uso “cool” de tiros, sangre y muerte; pero esta vez con peor timing: estrenada en EE.UU. el 25 de diciembre pasado –es decir, a tiempo para salir a cazar las nominaciones al Oscar de este año–, le cayó encima con todo su peso e inmediatez el debate por la relación entre la violencia en la industria del entretenimiento y las cada vez más frecuentes y bestiales matanzas del mundo real, en particular la del cine de Aurora (Colorado) en la première de Batman y la muy reciente de la escuela Sandy Hook en Newtown, Connecticut. “Nada de lo que pueda filmar va a ser tan brutal como lo que realmente pasó”, dijo en su descargo Tarantino, argumentando que su película tenía, entre otras motivaciones, la voluntad de corregir una larga deuda de la cultura popular de su país, donde el tema ha sido tratado de manera aséptica por “clásicos” como la miniserie Raíces. Si les parece que lo que muestro en la película está mal, dijo, palabras más palabras menos, vengan y pruébenme que la historia real fue menos sangrienta.
Para sus detractores no parece ser suficiente argumento a favor del estilo “irresponsable”, despojado de culpa, con que Tarantino se entrega a sus temas. Quentin insiste: “Todos ‘conocemos’ intelectualmente la brutalidad e inhumanidad de la esclavitud, pero tras investigar el tema deja de ser intelectual, ya no es un mero registro histórico. Uno lo siente en los huesos; te enoja, te hace querer hacer algo. Normalmente, cuando se filma el relato de la esclavitud, salen películas históricas con H mayúscula, polvorientos manuales escolares. Yo quiero romper para siempre esa vidriera con una piedra y llevarte adentro de la historia. Quiero hacer películas que lidien con el horrible pasado de los Estados Unidos, pero hacerlas como spaghetti westerns, no como películas de Grandes Temas. Quiero hacerlas como películas de género que tratan con todo aquello con lo que Norteamérica nunca ha lidiado porque está avergonzada de ello, y que otros países no tratan porque sienten que no tienen el derecho de hacerlo”.
Hay también un componente, dice, de “catarsis cultural” en el modo de representación del cine de acción. “Creo incluso que puede ser bueno para el alma. No quiero sonar como un bruto, pero todos esos telefilms sobre el Holocausto y la esclavitud son un bodrio. Contar una película de acción en el contexto histórico de la esclavitud es otra cosa: en mi película, los que normalmente aparecen como víctimas se convierten en ganadores y vengadores. No existe hoy una gran demanda de películas que asimilen esta parte oscura de la historia por la que aún estamos pagando. Y creo que EE.UU. es uno de los pocos países que no han sido forzados por el resto del mundo a mirar sus pecados pasados completamente a la cara. Esa es la única manera de superarlos. No es como los turcos, que no reconocen la masacre armenia, mientras los armenios siguen reclamando que se lo reconozca: acá nadie quiere reconocerlos. Si hiciera mi película mil veces más violenta, seguiría sin ser tan violenta como la realidad, por lo tanto, si me piden que la atenúe, me piden que mienta, que no cuente la verdad. No hay explotación, simplemente lo podés aguantar o no lo podés aguantar. Así era el condado de Chickasaw en Mississippi, en 1858. La opinión pública dirá si es una visión demasiado dura para los chicos negros de esta generación, pero luego vendrá la próxima generación, a un mundo en el que Django sin cadenas ya existe.”
La insistencia de la prensa para extraerle una opinión sobre la violencia cinematográfica al calor de las noticias de Connecticut llevó a Tarantino a protagonizar un episodio un poco bizarro que, por supuesto, no tardó en reproducirse viralmente. Puede verse en YouTube: durante una entrevista, cuando el periodista Krishnan Guru-Murthy, del Channel 4 británico, le pregunta si la violencia de la ficción puede inspirar violencia en el mundo real, por un instante, el director se pone como loco: “No me hagas una pregunta así. No voy a morder el anzuelo. Rechazo tu pregunta. No soy tu esclavo y vos no sos mi amo. No podés hacerme bailar con tu musiquita, no soy un mono –le espetó–. No quiero hablar de eso de lo que me querés hacer hablar. Estoy acá para vender mi película. Te estoy cerrando el culo. Este es un comercial para mi película, no te equivoques. Ya dije todo lo que tengo para decir sobre el asunto y el que esté interesado puede googlearme. Pueden googlear veinte años de declaraciones, y no cambié mi opinión en una letra”.
En rigor de verdad, los críticos norteamericanos de los medios más influyentes acompañaron bastante de cerca las intenciones declaradas de Tarantino. Betsy Sharky escribe en Los Angeles Times que “su particular brillo proviene de tomar una página horrible de la historia, pasarla por su propia molienda, hacer una comedia audaz, irónica y graciosa y aun así, no permitirnos ni por un momento olvidar la brutal realidad”. En The New York Times, A. O. Scott compara a Django con el Lincoln de Spielberg: “(Ambas películas) son esencialmente soluciones diferentes para un mismo problema. Uno puede imaginarse a sus respectivos héroes decidiendo con el amable humor del estereotipo racial que solía ser usado en la comedia stand-up: ‘Los hombres blancos abolimos la esclavitud así’ (aprobando una enmienda constitucional), ‘Pero los tipos negros, la destruyen así’ (vuelan en pedazos la plantación). Django es desvergonzada y autoconscientemente artificiosa, con movimientos de cámara y guiños musicales que evocan tanto los westerns alimentados a maíz de los ’50 como a su progenie alimentada a pasta de la siguiente década. Digresiva, humorística, vertiginosamente brutal y ferozmente profana. Una película problemática e importante sobre el racismo y la esclavitud”.
En The Village Voice, Scott Foundas muestra su aprecio por el “ajuste de cuentas” que emprende Tarantino sobre una hipócrita tradición narrativa de su país. “Es una coincidencia que Django sin cadenas se estrene en la misma temporada que el segundo film de Spielberg sobre la esclavitud (Lincoln, el anterior fue Amistad, hace 16 años) que no muestra las duras realidades de la vida de una plantación. Spielberg trabaja sobre una tradición honrada en el tiempo: desde El nacimiento de una nación, con sus risibles escenas de esclavos liberados violando y saqueando a las blancas sureñas, las películas han tratado durante un siglo a esta institución ‘peculiar’ mayormente con distancia; desde los felices esclavos de Lo que el viento se llevó y Canción del sur a las alegorías simiescas de King Kong y El planeta de los simios. En televisión, Raíces y La autobiografía de Miss Jane Pittman intentaron una aproximación más honesta, aunque dentro de los límites que impone la censura del buen gusto del horario central. Solo un gran film de estudio de la era moderna, el notable Mandingo de Richard Fleischer, se atrevió a encontrarse con la esclavitud en sus propios términos: una bacanal de sadismo, incesto, cruces interraciales, coronada por un final inolvidable en el que el amo blanco hierve vivo en una caldera al epónimo luchador. Escandalosamente extravagante, ferozmente inteligente, Django sin cadenas es un acto de provocación y reparación a la vez, no solo por la esclavitud sino por décadas de negros y laderos de habla canchera en Hollywood, y su blanqueo de la historia, desde ¿Sabes quién viene a cenar? a Historias cruzadas.”
En su artículo para Esquire titulado “Por qué Django sin cadenas es mejor que Lincoln”, Stephen Marche argumenta sobre la necesaria violencia de la película de Tarantino: “Si uno ve Lincoln cree que la esclavitud era un asunto de debate y política, que era una cuestión legal y que la gente blanca solo debía corregir su error de considerar a otras personas como su propiedad. Django necesita ser física: para una película sobre la época más sangrienta de la historia, a Lincoln le falta sangre. Tarantino necesita una reacción física a un crimen físico”.
Entre los múltiples orígenes que tiene Django sin cadenas, entonces, uno era el impulso tarantinesco de “corregir” parte de la historia del cine. Durante años, Tarantino estuvo obsesionado con la historia de la producción del clásico de Griffith, El nacimiento de una nación, obra casi fundacional del cine norteamericano. “Ayudó a resucitar al Ku Klux Klan –-dice–. Creo que si el reverendo Thomas Dixon Jr (el sacerdote bautista autor del libro en el que se basa el film) y Griffith fueran llevados a Nuremberg, serían declarados culpables de crímenes de guerra por hacer esa película. Que el nieto de un maldito oficial confederado se queje de cómo cambió todo, de cómo antes no veías un negro en las calles principales de la ciudad y ahora sí, bueno: es un viejo racista y si se va a quedar en el porche de su casa soltando mentiras desde su silla mecedora, a quién le importa. Pero no es lo mismo dedicar todo un año a filmar El nacimiento de una nación pagándolo de tu propio bolsillo. The Clansman, el libro, best seller, y la popular obra de teatro en que se basa, sólo es comparable en su fea imaginería a Mi lucha. La obra estaba de gira por todos lados, todos la conocían, así que nadie puede decir que no sabían lo que estaban haciendo. Ni siquiera John Ford, que hizo de un hombre del Klan encapuchado en la película. De más está decir que Ford no es uno de mis héroes del western, de hecho lo odio, ni hablar de los indios sin rostro que mataba como a zombies.”
Sus “héroes del western” son los hombres del spaghetti, Leone por supuesto, pero aún más el menos recordado Sergio Corbucci, autor del Django de 1966, del cual toma prestadas ideas desde su primer estreno, Perros de la calle (en ambas se le corta la oreja a un personaje). Ahora Tarantino dice que quiere hacer dos o tres películas más y tal vez retirarse temprano, no convertirse en un cineasta viejo y agotado, “colgar los guantes a tiempo como un boxeador”. Entre esas dos o tres películas, una podría cerrar una trilogía de fantasías de venganza, volver a la Segunda Guerra. Pero también quiere filmar una de gangsters en los ’30, y tal vez volver al universo de Django. En todo caso, seguir escribiendo su propio material: tras el fracaso de A prueba de muerte, el momento más bajo de su carrera en términos comerciales, los estudios le ofrecieron trabajos por encargo (Linterna verde, por ejemplo) y él se dedicaba a demorar sus respuestas. “Ahora creo que aprendieron a no llamarme: saben que escribo mi propia mierda.” Pero a lo que aspira, no hay dudas, es a la posteridad. Ya lo decía veinte años atrás: “Yo hago películas para dentro de 40 años”. Ya no se considera un marginal entre los estudios y eso le permite gastar bastante dinero en sus caprichos, genialidades y excesos. Esos mismos excesos por los que se lo critica, pero que están en la esencia misma de su obra, que son un componente básico de su vitalidad. “Recuerdo una crítica de Pauline Kael sobre la gran épica de un director. Kael decía: puede ser injusto juzgar con más dureza a un hombre talentoso cuando intenta hacer algo así de grande, que a una persona menos talentosa que hace algo más sencillo. Pero cuando uno intenta cosas más grandes, toma riesgos más grandes y tal vez intenta hacer algo que está por encima de sus propias posibilidades, y si no lo logra, donde antes sólo veían tus dones, ahora sólo ven tus falencias. Yo siempre quise sacudir. Quiero arriesgarme a golpearme la cabeza contra el techo de mi talento. Quiero hacer la prueba y decir: OK, no sos tan bueno. Ya alcanzaste tu nivel. No quiero fracasar nunca, pero quiero arriesgarme a fracasar cada vez que salgo a la cancha”.
Dicho lo cual, después de hacer decir al personaje de Aldo “Apache” Raine (Brad Pitt) sobre el final de Bastardos sin gloria y en claro modo alter ego, “creo que ésta es mi obra maestra”, ¿qué más podía hacer? Acaso sólo inmolarse a sí mismo. Hacerse volar por los aires con la violencia y la energía salvaje de un dibujo animado de la Warner, uno del Coyote y el Correcaminos. Bueno, vean Django sin cadenas, y digan si este tipo no es uno de los pocos que quedan en Hollywood capaces de dinamitarse a sí mismos en nombre de su cine.
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