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Domingo, 7 de abril de 2013

El rápido a Zárate

 Por Sergio Kisielewsky

En la época en que no podía fumar en casa, iba hasta el kiosco en Argerich y Obispo San Alberto y compraba los Particulares 30 marquilla verde. Así enfilaba hasta la estación de trenes de Villa Pueyrredón. Uno de esos días llovió con más fuerza que nunca, era una garúa finita que caía en forma oblicua sobre los rieles y los techos inclinados de las losas marrones. Era mi lugar en el mundo preferido para fumar y aunque papá sabía, no le gustaba que lo hiciera en su presencia. Llegué y me acomodé en un banco muy cerca de la boletería donde empezaba el túnel que unía ambos andenes, el que iba a Retiro y el que iba en dirección a José León Suárez. Los vagones de las formaciones eran de color marrón y los guardas se vestían en ese entonces con gorra y traje gris. Era el invierno del año 1976 y en la estación paraba el rápido que iba a Zárate. Estaba contento entre el humo y el día lluvioso cuando de pronto los vi entrar. Eran como una aparición en el andén desierto. Un hombre alto sostenía con su mano derecha una valija y junto a él una mujer tan bella que dejé de fumar al instante, me cortó la respiración su elegancia, el corte de su pelo negro a navaja, su impermeable brilloso y transparente, un abrigo apto para la lluvia y el deseo. Era alta y esbelta y tenía las solapas levantadas, lo que le daba un aire misterioso, fatal e inconcluso. Los dos miraban a ambos lados de las vías, pero ningún tren se asomó. El hombre tenía las patillas muy recortadas y prolijas y ahí fue cuando lo reconocí, era Humberto “Cacho” Costantini y su mujer que esperaban el rápido a Zárate.

Desde hacía un tiempo que papá me contaba que iba a su casa en la calle Gabriela Mistral a conversar con él sobre libros y también de política. Cuando llegaba me decía que había estado con el escritor del barrio. Lo contaba con orgullo, me daba la lista de las obras que Cacho le había recomendado y a los pocos días ya estaban en nuestra biblioteca. En la estación la lluvia comenzó a sentirse con más fuerza y creo que en un momento Costantini giró la cabeza y vio al pibe que fumaba a escondidas y no sé si alcanzó a sonreír pues yo estaba muy ocupado en observar los movimientos de la mujer, que consistían en sólo girar su cabeza a ambas direcciones sin caminar por el andén, estaba tan quieta que su elegancia se distinguía aún más que sus botas negras ajustadas a sus largas piernas. Cacho no soltó la valija en ningún momento y tapando con una mano el encendedor prendió con destreza un cigarrillo y se quedó mirando la lluvia, la niebla infernal y los techos oblicuos que parecían desmoronarse hacia los rieles. Los dos se miraban como lo hacen los enamorados y los combatientes en situación de amor y peligro. Se miraban desde la altura de jugadores de básquet que ambos tenían y así el vínculo entre ellos me pareció más estrecho, más voraz, mirándose se decían algo que no comprendí. Años después me enteré de que se estaban escapando de la represión en el país y luego emigraron a México. Yo era un testigo “privilegiado” y pese a mi habitual impaciencia no me moví de allí hasta que el tren entró en la estación. Me acuerdo de que demoré un rato más la estadía en el andén porque estaba cómodo, sentía ese lugar como un refugio y cada tanto miraba el reloj que en ese entonces daba la hora con puntualidad suiza y vi la campana que colgaba en la pared al lado de la boletería que hacía sonar el encargado de la estación cuando el rápido se asomaba antes de la curva de la calle Artigas.

Antes de entrar a casa compré los chicles mentolados creyendo que mis viejos no iban a percibir el aroma a tabaco y a la noche le conté a papá que había visto a Costantini esperando el rápido a Zárate. Papá fue hasta la biblioteca y me dio el tomo de Aníbal Ponce que hablaba sobre los cambios que se dan en la juventud (“aquello que pasa mientras uno está ocupado en otra cosa”, según John Lennon). Me llevé el libro a mi cuarto y lo puse en la mesa de luz y me dormí. Años después le conté al escritor Jorge Boccanera, que pasó gran parte de su exilio en México, con Cacho Costantini. Me dijo que escribiera la anécdota y hace muy poco también se la relaté al periodista Pepe Quintana, que trabajó en el diario Crítica junto a Roberto Arlt y fue un gran amigo de Cacho. Cuando nombré a la mujer, Pepe me dijo: “Costantini le decía la reina”. Caminé por la calle Castro y al llegar a Agrelo me acordé del cuento “Bandeo”, de Humberto Costantini, uno de los veinte relatos mejor escritos en estas tierras, y después del libro que nos había dedicado a mi madre y a mí: se llamaba Cuestiones con la vida y tenía el poema contra los yanquis que, por sus adjetivaciones, terminé aprendiendo de memoria, y recordé al barrio cuando estaba el potrero cerca de las vías y a mi abuelo Lázaro, que me llevaba a ver el paso de los trenes. Señalábamos juntos el paso de las máquinas, la sorpresa ante las locomotoras y el temblor de la tierra cuando las formaciones atravesaban Pueyrredón. Ahora pienso que lo que llevaba el tren para mi abuelo judío y polaco, que vino a la Argentina en 1931, no era lo mismo que para mí y mucho menos para Costantini y la Reina, que se llevó su hermosura a otro sitio menos peligroso, un lugar donde a Cacho no le prohibieran libros ni lo secuestraran cerca del olor a glicinas y a madera de aserraderos del barrio más hermoso del mundo.

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