Domingo, 30 de junio de 2013 | Hoy
Por Werner Herzog
Leo el corazón humano. Es una parte importante de mi profesión. A leer el corazón humano no se aprende, sólo la experiencia lo puede enseñar. Hablo de experiencias muy elementales. ¿Qué significa estar preso? ¿Qué es tener hambre? ¿Qué es criar hijos? ¿Qué es la soledad en el desierto? ¿Qué significa estar enfrentando a un verdadero peligro? Experiencias básicas, lo más elemental que existe. Pero la mayoría de nosotros ignora esas experiencias, excepto la de tener hijos. No veo a nadie en Francia o en España que haya tenido la experiencia del hambre. Yo sí. No veo casi a nadie que haya sido maltratado en prisión. Yo sí. En Africa, dos o tres veces. ¿Han hecho largas caminatas? De experiencias así provienen mis capacidades como cineasta.
Sigo vivo como cineasta porque cambio. No sigo creyendo que vivo en los años ’70. Muchos cineastas se quedaron bloqueados en los años ’70, como Syberberg. Muchos desaparecieron. No evolucionaron. También hay una coherencia en mis films. Hay ciertos motivos, cierta insistencia en la visión. Cierta dramática en la dirección. Estoy seguro de ello. Al mismo tiempo es una obra abierta en todas las direcciones. Si consideran a Buñuel, su visión permanece coherente, aun cuando sus films surrealistas del comienzo, sus films de los años ’50 en México y luego los de los años ’60 en Francia sean muy diferentes. Bastan veinte segundos de imágenes para reconocer una película de Buñuel.
Soy tan cinéfilo como es posible serlo. Adoro el cine. Pero no necesito ver tres películas por día. Me basta con ver tres buenos films al año. En un año que sea de una buena cosecha para el cine, se producen cinco o seis buenos films en el mundo. No más. Se ha convertido en el mayor problema de los festivales: su número creció hasta alcanzar, no sé, la cifra de 2800. Puede estar bien ver cinco o seis películas. A veces también puede estar bien contentarse con lo peor que haya. Precisamente para aprender lo que no hay que hacer. Los malos films son siempre más instructivos que los buenos.
En mi cine, el estilo no prevalece sobre el tema. El estilo no se fija en un rictus. Me burlo del estilo. La sustancia de mis films está en otra parte. Si nunca me preocupé por el estilo es porque el estilo, inevitablemente, se impone a través de mí. No por el tema, sé que hay muchas maneras de tratar un mismo tema.
No me considero un artista. Ni siquiera sé lo que es un artista. Me cuesta atenerme a una definición. El cine es un oficio, en la medida en que gano dinero. En la medida en que trabajo profesionalmente. Sé que es un trabajo profesional. Soy un verdadero profesional. Me gano la vida. No paso hambre, tengo bastante dinero para pagarme un café. Bastante dinero para pagar el alquiler. En ese aspecto, sí, puedo entender que lo que hago sea una profesión. Pero “artista” es una palabra que me cuesta mucho entender. Y eso se torna más difícil con los años en la medida en que cada vez desconfío más del arte. Sobre todo desde hace veinte años. Es muy difícil de explicar. Quisiera hablar, entre comillas, del arte moderno. Podemos comprender en qué situación está el arte observando el mercado del arte, las subastas, el mundo de las galerías. Hay algo ahí profundamente inquietante y extremadamente sospechoso. ¿Cómo pueden los “artistas” dejar que el arte sea eso en lo que se ha convertido? Asistimos a una completa distorsión de los valores. Ir a una vernissage –lo que me ha ocurrido una o dos veces en mi vida– es la experiencia más desalentadora que se pueda imaginar. Tan desalentadora que no la volveré a tener nunca. La manera en que se presenta el trabajo, el público que va a esos eventos, el mercado del arte, todo eso da náuseas.
Me cuesta acatar las categorías “documental” y “ficción”. Todos mis documentales son estilizados. En nombre de una verdad más profunda, una verdad más extática –el éxtasis de la verdad– contienen partes inventadas. A veces puedo decir entonces que se trata de ficciones disfrazadas. La expresión tampoco es del todo apropiada. Pero es la explicación que se me ocurrió. Grizzly man es muy diferente a El pequeño Dieter necesita volar o a El país del silencio y la oscuridad o Lecciones de oscuridad. He dejado de plantearme la cuestión de su clasificación.
Detrás de las imágenes, detrás de la visión, detrás de la historia, detrás de la gramática de la narración y la gramática de la imagen hay algo cuya experiencia el cine puede ofrecer en muy raras ocasiones, se toca entonces una verdad más profunda. No pasa muy a menudo, pasa en poesía. Aun cuando me haya alejado un tanto de él con los años –es un poeta para los que tienen quince, dieciséis o diecisiete años–, al leer a Rimbaud se siente instantáneamente que hemos rozado algo extático. Tocamos una verdad que está detrás de las cosas. Algo que no necesitamos analizar. Lo sabemos de inmediato. Rimbaud obviamente se interesaba mucho en las iluminaciones. Pero los hechos no iluminan. Los hechos crean normas. Sólo la verdad ilumina.
Estas declaraciones de Werner Herzog fueron tomadas del libro Manual de supervivencia, una extensa entrevista al cineasta realizada por Hervé Aubron y Emmanuel Burdeau en 2008 y que El Cuenco de Plata acaba de traducir y editar en su colección Extraterritorial/Cine.
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