Domingo, 3 de noviembre de 2013 | Hoy
Hace una semana, Lou Reed moría en su casa de Long Island, a los 71 años. Era uno de los grandes iconos del rock: pionero, poeta, provocador, andrógino, músico experimental, artista de vanguardia y a la vez popular. Autor de clásicos como “Perfect Day”, “Satellite of Love” y “Walk on the Wild Side”, entre otros, comenzó su carrera transgrediendo los límites de lo que se entendía como canción dentro del rock con The Velvet Underground, la banda apadrinada por Andy Warhol, que influyó a varias generaciones. Tal vez el artista más respetado y temido dentro del medio y uno de los letristas más destacados de la historia, sin él no existiría el rock moderno tal como se lo entendió después de los Beatles y los Rolling Stones. Padrino del punk y del rock alternativo, Radar lo despide repasando su obra y su legado.
Por Marcelo Figueras
Durante los ’70, el escritor Luc Sante creía que “Lou Reed” era un seudónimo. Un juego con la palabra lurid (o sea, escabroso) pronunciada a la francesa. Sonaba a máscara perfecta para alguien que transformaba la decadencia en arte. A esa altura, los únicos músicos que adoptaban seudónimos pícaros tenían ínfulas de escritor: como Dylan, que se apropió del nombre del lírico borracho Thomas. Que Reed se llamase Lewis de verdad (con Lew por apócope, que suena igual que Lou) no invalidaba la interpretación. Si algo había probado ya el autor de Heroína, era que merecía portar un nom de plume. El escabroso Reed podía ser muchas cosas (“Un completo depravado y pervertido y patético enano de la muerte y todo lo demás que quieras pensar que es... un mentiroso, un talento malgastado, un artista continuamente en flujo y un mercachifle vendiendo libras de su propia carne”, lo definió el célebre periodista Lester Bangs), pero ante todo era un poeta.
En otros tiempos, el aspirante a poeta sabía que escribir era una consideración secundaria. Lo vital era fugarse de casa, involucrarse en una guerra, subirse a un barco que llevase al Africa y practicar la desorganización de los sentidos mediante el láudano, el hash, el ajenjo. En 1965, los miembros más notables de la Beat Generation –Ginsberg, Kerouac, Burroughs– formaban ya parte del canon literario, a pesar de haber transitado de modo indiscreto avenidas non sanctas de la experiencia. ¿Qué otra cosa podía hacer entonces un chico de Long Island, discípulo del poeta Delmore Schwartz y graduado con honores de la Universidad de Syracuse, sino colgarse una guitarra eléctrica?
El tortuoso romance de Reed con la electricidad comenzó a los 17, con los electroshocks a que lo sometieron para “curarlo” de su bisexualidad. Siempre dijo que el rock and roll lo había salvado, convirtiéndose en su religión; pero su conexión con lo divino era aún más esencial, y fluía en AC/DC. Si algo amaba era el chisporroteo del plug al penetrar el amplificador, antes de que suene nota alguna. Ese aire cargado de energía, que en el cielo preanuncia tormentas, era la banda sonora ideal para quien veneraba al Hubert Selby Jr. de Ultima salida para Brooklyn.
Dean Wareham, cuya banda Luna abrió los últimos conciertos de Velvet Underground, dice que el grupo de Reed surgió en los ’60 “completamente formado, más allá de las influencias”. En tanto artista, Reed mismo parece haber nacido adulto como Palas Atenea, producto del dolor de cabeza que partió al medio el cerebro del dios Verlaine. ¿Pruebas? La voz del Reed de 25 que canta “I’m Waiting for the Man”, en el debut de Velvet Underground, es la misma que entona “The View” a los 69, con Metallica de fondo: ese drone monocorde que propulsa la canción y al mismo tiempo la comenta. Cantaba como quien cuenta una historia al oído. “Siempre pensé que mi música estaba hecha para auriculares –le dijo a Jon Stewart en The Daily Show–. ¡Si estás usando auriculares, sos mío!”
Desde el comienzo, su fuerte fueron las historias. Narradas en primera persona, como “Heroína” –lo cual alentaba el malentendido: ¿eran autobiográficas, o...?– o en tercera como “Venus in Furs”. Relatos salvajes, que adoptaban las formas elípticas del poema o perseguían la precisión del cuento. (“The Gift” es una historia que
Reed escribió en la secundaria. John Cale la lee en el canal izquierdo, mientras la banda hace su vida en el derecho: lo que ocurre en el cerebro, en presencia de estímulos contrapuestos, transparenta su proceso creativo –literatura y electricidad–.) Esas narraciones construían una antiépica de la marginalidad, contada por un cronista que sabía cómo era estar muerto y por eso sonaba a ultratumba. Canciones que capturaban “la histeria y la confusión y, ocasionalmente, la dicha de ser un colgado bueno para nada”, dijo Legs McNeil, fundador de la revista Punk. Estaban protagonizadas por personajes que Reed rescataba de la escoria, a los que otorgaba la voz que nunca antes habían tenido. Bangs decía que Reed le había concedido a esa gente “dignidad y poesía y rock and roll”. Pero la palabra crucial, la que marca toda la diferencia, es “dignidad”.
“Walk on the Wild Side” (del álbum solista Transformer, producido por Bowie), es una de las expresiones más acabadas de su talento: cada una de sus estrofas cuenta la historia de un personaje distinto, unido a los demás por su destino común como troupe de Andy Warhol (personajes reales: Holly Woodlawn, Candy Darling, Joe Dallesandro, Joe Campbell –a quien llamaban Sugar Plum Fairy– y Jackie Curtis) y su voluntad de exprimir la vida al límite.
Dominada la compresión narrativa, Reed probó a expandirla. El álbum Berlín (1973) desarrolla la historia de una pareja, devastada por la violencia familiar, las drogas y la prostitución. Con su habitual elocuencia, Lester Bangs lo describió como “una losa pantagruélica de agusanado rencor que bien podría ser el álbum más deprimido jamás hecho”. Sus canciones son tristísimas, en efecto: a menudo bellas, como “Caroline Says II” (“Podés pegarme todo lo que quieras / Pero ya no te amo más... / Se supone que la vida debería ser más que esto”), y también desgarradoras, como “The Kids”. Está claro que The Wall (1979) no habría llegado a ser lo que es sin Berlín. Más allá de la asociación elemental entre la ciudad y el muro, la obra de Pink Floyd comparte el aire a cabaret de una Europa decrépita, una voz cantante entre cínica y anestesiada (Roger Waters suena parecido a Reed) y hasta un mismo productor: Bob Ezrin.
Berlín fue un fracaso comercial y crítico, pero Reed halló fructífera la noción del ciclo de canciones sobre tema único, al que retornó en la última etapa de su carrera: en New York (1989), Songs for Drella (1990), Magic & Loss (1992), The Raven (2003) y Lulu (2011). Más que musical, la ventaja que Reed le encontró al formato era narrativa: la posibilidad de explorar un asunto que lo obsesionaba –ya fuese Andy Warhol, la muerte o Edgar Allan Poe– con una profundidad que la canción aislada, en su frugalidad, tornaba imposible.
New York fue su expresión más acabada. Con el telón de fondo de su ciudad adoptiva, el relato adquiere características corales: la pareja interracial de “Romeo Had Juliette”, los fantasmas de las víctimas del sida en “Halloween Parade”, el niño condenado de “Dirty Boulevard”. (“Ha encontrado un libro de magia en el tacho de basura / Mira los dibujos y contempla el techo rajado. / ‘A la cuenta de tres –dice–, espero desaparecer’. / Y volar, volar lejos de aquí”.) Cuentos típicos del viejo tío Lou, que nunca se comió ni una. Y que en “Strawman” incurre en profecía, doce años antes del atentado a las Torres Gemelas: “¿Alguien necesita otro rascacielos inexpresivo? / Si eres como yo, estoy seguro de que un pequeño milagro será suficiente. / Una espada flamígera o quizás un arca dorada, flotando en el Hudson. / Cuando escupes al viento, siempre vuelve hacia ti”.
Delmore Schwartz le había enseñado que “el lenguaje más simple que te imagines” podía llevarlo a grandes alturas. Y Reed no olvidó a su maestro, a quien homenajeó en “European Son” y “My House”. (“Un espíritu de poesía pura / Vive conmigo en esta casa de madera y roca”.) A pesar de ceñirse a las palabras claras y las frases contundentes, sabía articularlas como el mejor. Jim Carroll, autor de The Basketball Diaries, usó unos versos de “Romeo Had Juliette” para demostrar el arte de Reed: “La cruz de diamante de su oreja / Mantiene a raya al miedo / De haber dejado su alma / En algún auto alquilado”. Según Carroll, la elección del adjetivo alquilado torna verosímil la imagen y mete al oyente en el mundo de la canción.
Que su voz artística haya salido entera de la crisálida no significa, sin embargo, que Reed lo haya tenido todo claro. Si algo escenifica su carrera son los altos y bajos de Lewis Allan Reed en sus intentos de ser tan lúcido como Lou Reed. “Juntaba coraje a través de las palabras”, dijo Sasha Frere-Jones, del New Yorker, señalando un rasgo propio de los protagonistas shakespeareanos. “Sus canciones fueron siempre más duras que él, y nunca lo disimuló.” Que uno de sus álbumes solistas se llame Creciendo en público (1980) muestra hasta qué punto era consciente del dilema de su generación, adulta desde temprano y por eso condenada a una adolescencia eterna. “El cantante siente que brilla sólo en escena y que lejos de ella se marchita, una cáscara tan común como una gardenia”, dijo en la antología No One Waved Good-bye: A Casualty Report on Rock and Roll (1971). Por ese entonces trabajaba en la empresa contable de su padre. La disolución de Velvet Underground lo había dejado en la calle: Kafka en Long Island. Transformer volvió a ponerlo en el mapa, pero ya nunca perdió la sensación de fragilidad a que la carrera artística somete al hombre que la emprende.
Hanna Hanra, de The Guardian, fue una de las últimas en entrevistarlo. Lo encontró delicado. Cuando usó un faldón de la camisa para limpiar los anteojos, Reed desnudó las vendas de su vientre, resabios de un transplante de hígado. Pero aun así, su rostro (“marcado como un juguete amado”, dice Hanra; una frase digna de Reed) seguía siendo atractivo. “Traté de romper todo, de atravesar las cosas –dijo entonces–. La música debería salir como una locomotora de los parlantes y atraparte, y las letras deberían desafiar los preconceptos del oyente... El problema es que ya nadie trata de hacer arte de verdad.”
El mundo se ha jibarizado, es cierto, pero el proceso se agrava porque estamos perdiendo a los últimos gigantes.
Bangs confesaba que no le molestaría “chuparle la pija a Reed, así como besaría los pies de los que escribieron la Carta Magna”. Porque a su juicio, la obra de
Reed era “parte del comienzo de una revolución real en el esquema entre hombres y mujeres, hombres y hombres, mujeres y mujeres, humanos y humanos”. El periodista era proclive a las hipérboles, pero aquí no exageraba.
“Hay un poco de magia en todo / Y también alguna pérdida, para compensar”, canta Reed en “Magic & Loss”. El tema es que las pérdidas son cada vez más intolerables, y que no habrá compensación si no producimos pronto una magia nueva.
Como dijo en “What’s Good”, y en su momento le hice parafrasear a la madre de Kamchatka: “¿Qué es bueno? / La vida es buena / Pero no es justa”.
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