Domingo, 17 de noviembre de 2013 | Hoy
Cine En 2001, el Barrio Ituzaingó Anexo, en las afueras de Córdoba capital, quedó rodeado de campos sembrados con soja. Pronto, junto con los agroquímicos, llegaron las enfermedades a los pobladores. Un grupo de madres se organizó y después de años de lucha logró llevar a juicio a un productor y al aplicador encargado de la fumigación. A partir de este caso, el director Ulises de la Orden busca en el documental Desierto Verde las verdaderas causas del problema de los pueblos fumigados y las encuentra en un modelo de negocios que está de espaldas a las personas.
Por Soledad Barruti
En varios momentos del documental Desierto Verde, de Ulises de la Orden, aparece una adolescente flaquísima, alta y elástica que se desliza con gracia sobre sus patines. Es quizá la única pausa completamente estética que tiene esta obra dura y contundente. Una chica cuyo mundo parece envuelto en una pausa vaporosa, una realidad despreocupada por cualquier cosa que ocurra afuera del salón. Cada tanto Brisa Herrera parece patinar lejos de todo. También de la mirada de su madre, que cuando la ve todavía piensa en la leucemia que a los tres años casi la mata. “Los médicos me dijeron que puede volver a enfermar en dos años o en veinte”, dice Norma y muestra la fotografía de su hija, tomada años atrás por un diario local. Porque Brisa y su leucemia desde un inicio no fueron un caso privado, sino uno más de los cientos que plagaba el Barrio Ituzaingó Anexo: un caserío de trabajadores en la periferia de Córdoba capital, que por 2001 quedó acorralado entre campos de soja y los millones de litros de agroquímicos que utilizan para esa producción. “De a poco empezamos a ver sus efectos”, recuerda Norma, recuerdan todas las mujeres cuyos hijos enfermaron o murieron. Porque en cada cuadra de Ituzaingó había lo que en muchos otros pueblos fumigados de nuestro país: lupus, cáncer, abortos, malformaciones. Pero también algo diferente: un grupo de madres dispuestas a saber qué estaba sucediendo a su alrededor y a llevar el asunto lo más lejos que pudieran. Así fue como, unos años después, Ituzaingó fue el primer pueblo fumigado que logró llevar a juicio y condenar a un productor agropecuario y a un agroaplicador, e instalar en los medios este tema que siempre resulta bastante esquivo.
La historia de las madres es ya de por sí asombrosa: amenazas, desacreditación, discriminación y su contraparte: valentía, arrojo, tesón para ir contra todo: funcionarios y vecinos que las trataban de locas, médicos que se negaban a darles un diagnóstico, productores que dejaban llamadas de muerte en sus casas.
Durante una hora y media, con un tono documental pero a la vez íntimo, De la Orden reconstruye el camino que llevó a ese grupo de mujeres tranquilas a volverse militantes de una causa. Pero Desierto Verde va más lejos, buscando las causas detrás del fenómeno donde realmente están: en la trama de un sistema perverso donde nada es lo que parece: ni las plantas, ni las intenciones, ni el presente o el futuro. Desierto Verde pasea por los puertos en China donde llegan los granos producidos en la Pampa sólo para exportar, escucha a quienes confiesan sin titubear que las intoxicaciones con plaguicidas son casi un mal necesario, y llega a los frigoríficos donde faenan los cerdos chinos que engordaron comiendo esos granos pampeanos, mientras deja entrever pequeños destellos de lo que son las calles de ese país inconmensurable repleto de personas que cada vez quieren más carne. “Esta película tiene un trabajo periodístico riguroso detrás que nos llevó a viajar mucho porque queríamos entrevistarlos a todos”, dice De la Orden. Y el todos incluye también a los que fijan los precios de esos granos que tienen como destino principal alimentar animales: los especuladores de la Bolsa de Comercio de Chicago, que desde 2007 inflan los precios de la comida volviéndolos burbujas que revientan sobre los platos vacíos de los mil millones de personas que padecen hambre en este mundo de la superproducción. O como Gustavo Grobocopatel, una de las caras locales icónicas de esos campos transgénicos de soja que ya ocupan el 56 por ciento de las tierras cultivables de nuestro país. “Las plantas son fábricas”, dice el CEO de Los Grobo, que apuesta a la expansión ilimitada de la biotecnología sobre ambientes controlados, o “agroambientes”, mientras el campo, con sus suelos y la enfermedad de su gente, muestra las grietas de esos propósitos de un modo cada vez más evidente.
“Si algo me quedó claro con este trabajo es que este sistema se está quebrando. Como una fábrica que se queda sin su matriz: sólo teniendo en cuenta que se están agotando los suelos se puede ver hasta qué punto lo que se está armando es un desierto verde”, dice De la Orden, que también ha sabido dar con los referentes más importantes de esta batalla desigual que se libra en (o contra) el planeta. “La agricultura industrial es una agricultura de la ignorancia”, dice la activista de la India Vandana Shiva. “Está basada en la adopción de tecnología bélica (en sus químicos), ignorando las consecuencias que eso puede tener.” “Y para ver lo que significa eso no hace falta irse muy lejos”, dice De la Orden. El suelo argentino –uno de los más fértiles del mundo– se vuelve desierto mientras el monocultivo lo cubre todo (“cada vez que vemos un barco irse con soja tenemos que imaginar que se va un barco repleto de tierra”, dice el ingeniero agrónomo Walter Pengue). Mientras tanto, somos parte de una sociedad que, como dicen los científicos Andrés Carrasco y Eric Giles Seralini, a un océano de distancia, está experimentando sobre sus propios cuerpos lo que la ciencia al servicio de la industria no terminó de probar (que los granos transgénicos sean inofensivos), a la vez que recibe una cantidad importante de agroquímicos en sus comidas y sufre las consecuencias inevitables de una población rural enferma y de un campo sin campesinos, un campo que se industrializa echando a un lado a las personas.
Ni veinte años pasaron desde que la soja y sus agrotóxicos empezaron a cubrir el campo argentino. Las madres de Ituzaingó son, probablemente, el símbolo y el momento en que la tragedia se hizo evidente e irreversible para sus víctimas. Su historia es la punta del ovillo de la que tira De la Orden para construir un relato –el hilo de La Historia– que observamos quizá sin saber que somos parte: los índices de enfermedad sólo van en aumento, los análisis muestran niveles de contaminación y desertificaciones agudos, y la comida real y variada –esa que no alimenta animales en Oriente sino personas en nuestro territorio– está en franca desaparición.
En ese sentido, Desierto Verde tiene la virtud de mostrarse como una herramienta para reflexionar y despertar conciencias. “Creo que es imperioso informarse, aprender, razonar acerca de por qué este modelo productivo es tóxico. Hay que pensar qué es producir bien, para qué se produce, qué es alimentarse. La agroindustria excede a las fronteras, incluso excede a los gobiernos, pero no a las sociedades. No a las personas, que son las que realmente pueden cambiar el rumbo, generar un movimiento consciente hacia una producción que contemple a todos, que alimente y no que enferme.”
Desierto Verde se puede ver en el Malba, Avda. Figueroa Alcorta 3415, todos los viernes y sábados de noviembre, a las 20 y a las 18 respectivamente. Más información, incluidas otras proyecciones en cines, en http://desiertoverdelapelicula.com/
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