Domingo, 22 de diciembre de 2013 | Hoy
MUSICA Después de batir todos los records de público, en su show en Mendoza, hace seis meses, el Indio Solari –que ahora prefiere ser llamado sencillamente “Indio”– acaba de editar su nuevo disco, Pajaritos, bravos muchachitos. Un trabajo oscuro, de rock nuclear y máquinas, que gana en cada nueva escucha, con un imaginario lírico que apela a los pájaros para hablar de las contradicciones, la ironía y la ternura.
Por Sergio Marchi
En otras vidas, El Fisgón Ciego fue también Caballo Loco, Monsieur Sandoz y El Artista Invitado. En todo un ciclo de encarnaciones pretéritas, se hizo llamar el Indio Solari, aunque la gente le sospechó la identidad real de su testaferro anímico: Patricio Rey. Ahora responde, aunque tímidamente, al nombre de Indio. Ya no “el Indio Solari”, sino, simplemente, Indio. El público que lo sigue continúa pensando que es Patricio Rey disfrazado de indio, y canta el presente en cada “misa ricotera”. Mal que le pese a El Fisgón Ciego, mote que denota su presente en Pajaritos, bravos muchachitos, flamante trabajo de... Indio, en sus shows todos los fieles invocan el espíritu opiáceo y regalón de Patricio Rey. Hay un convenio tácito: nadie disuade al otro de su creencia. Y todos contentos.
Pajaritos, bravos muchachitos da cuenta de que más allá de la década de ausencia de Patricio Rey hay algo más importante que el tiempo: la obra. Indio posee cuatro álbumes; los dos primeros contaron con la delicada compañía de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado. En un pico de baja tensión que sobrevino hacia el tercero, El perfume de la tempestad (2010), el aire acondicionado se descompuso y la banda quedó innominada pero presente, contante y sonante. Luzbola, el estudio-bunker-refugio donde Indio planea sus fechorías sonoras, continúa incólume respirando el verde del oeste, como una factoría artística que puede cumplir con el viejo deseo del Indio Solari: “¿Pueden acaso beber el vino/ por ustedes envasado?”, cantado en “El infierno está encantador”, antigua página de Patricio Rey. Luzbola graba, mezcla y masteriza sin intermediarios. Y el vino va cambiando de sabor con los años, no por la quietud del almacenamiento, sino por la manipulación genética constante.
Como si fuera un Parque de las Aves enclavado en la Reserva Ecológica del Río de la Plata, Pajaritos, bravos muchachitos nos brinda una diversidad de plumajes notoria, que no se aleja del matrizado que es marca audible del “universo indigenista”; ese sonido como de reos que sudan encadenados en una brumosa bodega de corbeta. Una atmósfera densa, sobrecargada de graves pantanosos, que sólo se aligeró en Porco Rex (2007), pero que en este disco no es tan atosigante como en El tesoro de los inocentes (bingo fuel) (2004). De todos modos, hay una clara identidad sonora ratificada en el tiempo, que se desmarca de la obra de Patricio Rey, salvo por Momo Sampler (2000), el trabajo que la anticipa. Profusión de máquinas, ruidos por doquier (la especialidad del artista), un tempo casi marcial y rock nuclear, como biónico setentista, radiactivo, ligeramente tóxico.
Los pájaros sobre los que canta Solari, o al menos los que sobrevuelan el primer tema, dedicado “A los pájaros que cantan sobre las selvas de Internet”, parecen ser de la especie “tuitera” y trinan en una “lengua angélica que arde” con sus “dientes de brillos filosos”. No hay en su imaginería pájaros como los de los poemas y los cuentos: aquí sobrevuelan aves de rapiña, lechuzas insomnes, águilas fieras y loros varios. Desde el título, se advierte una mirada que mezcla ironía y ternura a la vez. Resta saber si se trata de pájaros en libertad o enjaulados. Eso lo adivinará cada oyente en la reiteración de la escucha de este trabajo, que gana con cada repetición.
“Sigo siendo el mismo de siempre/ ¡Te aburre mi voz!/ Llega el adiós...” “Había una vez” tiene rasgos que la emparientan con “Juguetes perdidos”, solo que ésta es una canción de amor que pretende hacer la revolución. Cada vez que Indio se calienta el pico con tonos épicos o bélicos, inmediatamente después disuelve ese paisaje como si se retractara. No es una contradicción: es su narrativa, confusa, ambigua, como el héroe de “La pajarita pechiblanca (scherzo)”, a la que le puso letra, ya que la música estuvo compuesta por Sergio Dawi, Semilla Bucciarelli y Walter Sidotti, ex compañeros de carnaval en la larga saga de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Es un guiño engañoso, ya que la composición de los de Ricota estaba monopolizada por el Indio y Skay, hoy afuera de la órbita de los afectos de Indio. Con un aire al “puticlub” ricotero, la canción encierra toda la contradicción de la generación de Indio. “¿Podés creer?/ Yo que maté unos pajaritos y fui muy feliz/ Canté a grito pelado: ‘ojalá que llueva napalm’/ Pido a gritos por mi pajarita pechiblanca.” Los afectos cambian la vida de uno, que ya no es el mismo que hace cuarenta años (por suerte); sin embargo, quedan algunos “tics de la revolución”: ese pecho que se inflama con los tambores de guerra... hasta que recuerda la destrucción que pronostican.
Lo que hace interesante el hilo narrativo de Indio no es el llamado a las armas, sino esa contradicción que está presente en todas las letras, y que finalmente le hace deponerlas. Esas ganas locas de cagar a tiros a todos los pájaros que lo emputecen y el predominio final de la razón, que lo lleva a reconocer que todos somos presos de la mirada cariñosa de alguien que nos arrastra el ala y nos transforma de pájaros en pajarones. Es, finalmente, la dimensión del amor y la ternura emergente, lo que hace de Pajaritos, bravos muchachitos un disco interesante, porque en definitiva es el autor quien aparece, ya distanciado de la lógica de “dios demente” que patrocinaba Patricio Rey, narcotizado con éter perfumado.
El tesoro de este disco está bien escondido en un audio que, a primera oída, no es amable. Pero ese truco ya es conocido por la audiencia que sigue al Indio con devoción; primero te cachetea, y después te pasa la mano por el hombro. Pajaritos, bravos muchachitos no es un testimonio de época, ni la descripción alucinada de estos tiempos afiebrados. Es una mirada que deja lo confortable de la contemplación del jardín propio (más presente en el disco anterior) y se anima a salir a jugar un poco más allá en un “beemedobleve” (la gran canción del álbum), con las ventanillas bajas.
Después de todo, Solari deschava el juego de entrada cuando confiesa la intriga que le producen esos pájaros que se mueren en su techo y se posan en su árbol (en un raro criterio del sentido de la propiedad): “¿Qué potencia infernal me obligan a enfrentar? ¿Qué fiera jerarquía celeste?”. Se percibe que hay algo que lo intriga en el lenguaje secreto de las aves. Y salió a averiguarlo. Pajaritos, bravos muchachitos es la bitácora de ese viaje. El fisgón no era tan ciego como simulaba.
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