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Domingo, 21 de septiembre de 2003

MúSICA

Canciones tristes

Ahora sí, parece que esta vez es cierto, que esta vez es verdad: con sólo 21 años, una carrera que empezó a los 10, una capacidad compositiva tan obsesiva como prolífica, una tremenda urgencia generacional, una madurez sorprendente y una complejidad emocional inaudita, Conor Oberst –apenas acostumbrado a tocar para cien personas en los bares de Nebraska y a grabar en el sótano de la casa de sus padres–, ya parece ser el heredero de Bob Dylan, el compositor que muchos estaban esperando.

Por Mariana Enríquez

La idea de otro cantautor indie angustiado es tan agotadora que, ante Conor Oberst, el cantautor indie angustiado detrás del grupo/proyecto Bright Eyes, se puede cometer el error de desestimarlo y agruparlo junto a la colección de aspirantes a nuevo Dylan que proliferan como hongos. Pero Conor Oberst acaba de editar un nuevo disco con el ambicioso título de Lifted Or The Story is in the Soil, Keep Your Ear to the Ground, Alzado o la historia está en el suelo, deja tu oído sobre el suelo. Es un disco ansioso y al mismo tiempo confiado; teatral y dramático, lleno de canciones largas, orquestaciones sofisticadas y country melancólico. Tan bueno es que, después de escucharlo, sólo se puede decir que Conor Oberst es el mejor letrista y compositor de Estados Unidos, la gran esperanza, el único candidato a calzarse los zapatos de Johnny Cash, Leonard Cohen y Bob Dylan. Un juicio prematuro seguramente, pero después de todo Oberst tiene sólo veintiún años. Aunque ya es un veterano: graba discos desde los 13, y compone desde los 10. Prolífico, para el primer disco de Bright Eyes escribió setenta canciones; quedaron sólo veinte.
El rumor sobre Oberst crece lentamente. Rolling Stone le dedicó cuatro estrellas cuando reseñó el disco, y es probable que no se haya animado a las cinco sólo por pudor. Se trata de un disco de un sello pequeñísimo, Saddle Creek, que el propio Oberst fundó con sus amigos. Y se trata de un chico que está acostumbrado a tocar para cien personas en bares de su ciudad natal, Omaha, Nebraska, una ciudad conservadora en el más blanco de los estados blancos de la Unión. Muchos llaman a Omaha “la nueva Seattle”, por la diversidad y la urgencia de su escena musical.
El niño prodigio indie viene de una familia de clase media: su padre es músico, su madre directora de una escuela. No le gusta hablar de su vida personal: “La gente está obsesionada por conocer detalles que me parecen irrelevantes.” Quieren saber si todas esas tragedias sobre las que escribe son reales, y Oberst explica que no, que aunque use la primera persona casi nada es autobiográfico: “Las mejores canciones son las que relatan una experiencia. No me gusta la tristeza total, ni la alegría completa. Trato de escribir sobre diferentes estados de ánimo, pero por lo general me salen canciones tristes. No suelo experimentar grandes alegrías, casi nunca llego a ese punto”. Lo que desespera a fans y críticos es la edad de la lírica de Oberst. Desde los diecisiete, cuando editó su primer álbum con Bright Eyes, Letting off the Happiness, deambula por relaciones truncas, cuestionamientos y soledades que parecen inabarcables para alguien tan joven; una complejidad emocional inaudita. En “A Perfect Sonnet” del EP Every Day and Every Night escribe: “Creo que los amantes deberían ser encadenados/ y tirados al fuego, con sus canciones y sus cartas/ Para que ardan en su arrogancia”. O en “The Calendar Hung Itself” de Fevers and Mirrors, el segundo disco, pregunta: “¿Tu nuevo amante se queda despierto escuchando tu respiración, preocupado porque estás fumando demasiado?”; la canción llega al clímax con la voz de Conor en un constestador automático, diciéndole a su chica “Sos mi sol” una y otra vez.
Si aquellos primeros discos pueden ser incluidos en la amplia categoría de “low-fi”, Lifted se aleja por completo de lo rudimentario. Comienza en mono, enseguida arranca con un collage de sonidos en estéreo, y a partir de allí es un viaje de arreglos grandilocuentes, acústicos desenfrenados, soñadoras baladas folk, el infaltable country; composiciones densas y pretenciosas, con coros de treinta personas. Y por sobre todo la voz de Oberst, única en su crudeza, por momentos un aullido, por momentos quebrada, a punto de llorar, y furiosa otra vez. Las letras, páginas arrancadas de un diario íntimo, parecen tan cuidadas como catárticas.
Mientras espera hacerse famoso, Conor Oberst intenta terminar sus estudios de ruso en la Universidad de Omaha, graba en casa y en el sótano de sus padres y sale de gira con su banda paralela, Desaparecidos, que tiene un único y muy buen disco Read music/Speak spanish. La novia delbaterista era argentina y eligieron el nombre como homenaje: “En Estados Unidos todavía no te hacen desaparecer por enfrentarte al gobierno. Todavía. Por ahora sólo se nos acerca mucha gente para decirnos que somos antinorteamericanos. Nos importa poco”. Desaparecidos es el lugar donde Conor Oberst ensaya sus observaciones sociales de chico suburbano que critica a la América de los mall. Bright Eyes es mucho más interesante. Es su universo personal, donde la tristeza y la autocompasión, lugares comunes del rock indie, pasan por su filtro único y se resignifican. Hace años que los fans de la música estaban esperando un compositor como él, tan joven y tan viejo, seguramente genial.

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